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Al momento el hermano Febal se indignó.

– ¿Me estáis llamando mentiroso?

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– Examinemos lo que me habéis dicho. Decís que habéis oído que Draigen había matado a alguien antes de venir a esta abadía. Decís que se rumorea que Draigen anima a que las jóvenes novicias se metan en su cama. Pero aunque hubierais presenciado eso, no es un acto ilegal.

– ¡Ilegal a los ojos de Dios! -gruñó Febal.

– ¿Así que también habláis de Dios? -dijo Fidelma con calma, y luego siguió con mayor dureza: No me habéis dicho nada que se pudiera usar contra Draigen en un tribunal legal contra ella para probar que es responsable de las muertes que han ocurrido en esta abadía. Pero habéis hecho ciertas alegaciones que os podrían condenar por propagar historias maliciosas y por manchar la reputación de Draigen. Un buen abogado destruiría vuestra historia en un tribunal, por el simple hecho de que estuvisteis casado con Draigen, os despidieron de vuestro cargo en la abadía y luego os echaron de ella. No tenéis en absoluto una posición de fuerza, Febal, para probar nada ante la ley.

El hermano Febal se puso en pie.

– Esperaba mucho más de vos.

Fidelma le devolvió una mirada airada.

– Deberíais explicar eso -le invitó con voz glacial.

– ¡Sois una mujer! ¡«Que todo el que sea respetuoso evite la orgullosa lengua de una mujer»! Lo único que hacéis es protegeros unas a otras.

– Citáis mal el poema -indicó Fidelma.

– No importa. El sentido es el mismo. Me han dicho que os gusta citar a los sabios griegos y latinos. Pues aquí tenéis una cita para vos, Fidelma de Kildare. Es de Eurípides: «La mujer es el aliado natural de la mujer». Tenía que haber supuesto que haríais cuanto fuera posible para proteger a Draigen, siendo ella mujer como vos.

– No me voy a ofender, Febal. Creo que es vuestro odio hacia Draigen el que habla. Regresad a Dún Boí y calmaos. Hay mucho resentimiento en vos.

El hermano Febal se puso en pie, balanceándose un poco como si perdiera el equilibrio; parecía que estuviera decidiendo si decir algo más o no. Luego se giró y se alejó, mostrando en su modo de caminar y en el movimiento de sus hombros la ira que lo embargaba.

Fidelma lo fue observando hasta que desapareció.

De repente sintió una gran tristeza. Un sentimiento de soledad.

Siempre se entristecía cuando encontraba a alguien con una visión tan amarga de la vida. E inmediatamente se dio cuenta del porqué de esa soledad. Estaba pensando en el hermano Eadulf. Él era un hombre que amaba la vida y a la gente. No había malicia en él. Malicia. ¿Por qué se le había ocurrido esa palabra? Malicia era lo que había percibido en Febal. Su hostilidad estaba llena de malevolencia.

Es cierto que un hombre puede encontrar muchas justificaciones a sus emociones después de un acontecimiento, que no estaban allí cuando la semilla de esas emociones se plantó. La misoginia que se encontraba sin duda en los Penitenciales de Finian podría haber servido de justificación para los odios de Febal. Pero quizá su rencor tenía otras raíces. Y un hombre capaz de odiar, capaz de sentir esas fuertes emociones, podría sin duda expresar esas emociones por otras vías. Incluso el crimen.

Se levantó y se estiró, pues se sentía de repente incómoda. Le repugnaba, no la misoginia de Febal, sino el movimiento de la fe que representaba. Fidelma era una persona de su cultura, pero la fe estaba cambiando esa cultura con las nuevas ideas procedentes de Grecia, Roma y otros pueblos, las cuales iban cambiando las filosofías de los cinco reinos. Habían sido las mujeres, al igual que los hombres, las que habían convertido los cinco reinos a la nueva fe. Sus nombres eran una leyenda: las cinco hermanas de Patricio, jefe apostólico de los cinco reinos, y mujeres como Darerca, Brígida, Ita, Etáin y muchas otras. Fidelma podía recitar sus nombres como una letanía. Pero doscientos años de divulgación de la fe habían producido hombres, e incluso algunas mujeres también, que pretendían rechazar las leyes civiles y, encabezados por Finían de Clonard, habían concebido leyes eclesiásticas con la intención de que reemplazasen la ley del Fénechus, por la que se gobernaban los cinco reinos.

Febal había mencionado los Penitenciales de Cuimmíne, inspirados en la leyes de Finían. Ahora los llevaban de una fundación religiosa a otra, con la aprobación de Ultan de Armagh. Cuimmíne había muerto hacía tan sólo cuatro años y sus leyes eclesiásticas iban encontrando muchos adeptos entre los religiosos masculinos pues, tal como pensaba Febal, se basaban en los preceptos de Pablo de Tarso.

Fidelma tenía una buena razón para sentir animadversión hacia esos Penitenciales de Cuimmíne. Éste había sido el responsable de la trágica muerte de su amiga de la niñez, Liadin, educada con ella en Cashel. Liadin se había hecho religiosa y era una poetisa de gran talento. Luego había conocido a otro poeta del reino de Connacht, llamado Cuirithir, y se habían enamorado. Cuimmíne era el abad de la comunidad donde servía Cuirithir y lo echó, con la prohibición de volver a ver a Liadin; se basaba en los argumentos de Pablo de Tarso para oponerse a la relación. Era un abad de un ascetismo extremo. Cuirithir abandonó las costas de los cinco reinos y nunca se le volvió a ver. Liadin enfermó y murió, destrozada e infeliz, tanto había sido su dolor.

Fidelma sentía poco respeto por las leyes que hacían desgraciada a la gente sin motivo explicable, que negaban a los seres humanos su mayor cualidad: el amor. Liadin y Cuirithir no tenían que haber hecho caso del extremismo ascético de Cuimmíne y tenían que haber sido lo suficientemente fuertes para marcharse juntos. Cuando yacía moribunda, la joven Liadin había escrito su última canción, que acababa así:

Por qué he de ocultar

que él es lo que desea mi corazón

más que nada en el mundo.

Un alto horno

de amor ha fundido mi corazón

sin su amor, no puede latir.

Al cabo de unos días, su corazón había dejado de latir.

Fidelma resopló y sacudió la cabeza. No tenía que pensar en eso ahora. No tenía que emitir juicios morales, sino observar las pruebas con las que poder identificar a la persona responsable de los dos horribles crímenes. Al menos su siguiente paso estaba claro. Debía tener una larga charla con sor Brónach. Empezó a caminar por la orilla y luego subió al embarcadero.

Mientras ascendía por las escaleras del muelle avistó de repente una vela blanca que resaltaba en el verde y el marrón de las lejanas colinas que señalaban los extremos de la bahía. Oyó el sonido de un cuerno al otro lado de la cala, procedente de la fortaleza de Adnár, que obviamente advertía a los moradores de la entrada de un barco en la ensenada.

Fidelma levantó la mano para protegerse los ojos del sol y oteó hacia la franja de agua centelleante. De repente, su corazón empezó a latir con rapidez. Era el Foracha, el barc de Ross, que navegaba con rapidez y entraba en el puerto. Los pensamientos sobre Febal y Draigen se le fueron de la cabeza. Ahora se concentraba en las noticias que traería Ross. Su mente estaba ocupada en el misterio del mercante galo y, sobre todo, el corazón le latía con temor, temor ante las noticias que podría haber respecto al destino del hermano Eadulf.

Capítulo XII

Fidelma se encontraba casi en el costado del barc antes de que la tripulación de Ross hubiera acabado de arriar las velas. La barca que había cogido en el muelle de la abadía había avanzado sobre las aguas con sus golpes de remo. La proa de la barca golpeó contra el lateral del Foracha antes de que ella se diera cuenta y luego la ayudaron a subir, mientras un marinero ataba la embarcación con una cuerda.