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– Bueno, yo sé quién creo que lo hizo -murmuró el hermano Febal.

Olcán, de rostro cetrino, señaló con su cuchillo hacia Febal.

– Eso ya se lo habéis hecho saber a sor Fidelma. Ciertamente la abadesa Draigen no es una persona que os inspire afecto.

– Se lo inspira a su hija -observó Fidelma.

El hermano Febal cazó inmediatamente aquella inflexión.

– ¿Así que habéis estado hablando con Lerben? -preguntó imperturbable-. Bueno, no es más que una rama del mismo árbol que su madre. ¡Mentirosas, las dos!

– ¿No es acaso también rama del mismo árbol que su padre? -preguntó Fidelma con una expresión inocente.

– Si me ha acusado de… -empezó a decir, y se ruborizó con la ira.

– ¿De qué podría acusaros?

El hermano Febal negó con la cabeza.

– De nada. De nada. Simplemente, la mujer es una mentirosa compulsiva. Eso es todo.

– ¿Y vos seguís diciendo que su madre prefiere las mujeres a los hombres? ¿Os reafirmáis en esa acusación? ¿Y la acusación de una relación antinatural entre madre e hija?

– ¿No lo he dicho?

– Nadie en la abadía estaría de acuerdo con vos. Ni siquiera sor Brónach, cuyo nombre me disteis como testigo.

– Nadie en la abadía tiene narices para ir contra Draigen, especialmente Brónach. ¡Es una mártir hecha a sí misma!

Fidelma se dio cuenta de que Torcán miraba al hermano Febal con expresión curiosa. Fue Olcán el que cambió el tono tenso de la conversación.

– Personalmente, y por lo que parece, creo que el asesino es algún loco. Hay muchas historias de extraños hombres de la montaña que atacan por sorpresa y asesinan a la gente. ¿Qué persona en sus cabales decapitaría a un semejante?

– Entonces debéis de pensar que nuestros antepasados eran unos locos -comentó Torcán con tono serio, pero sonriendo-. Hace muchos años se consideraba esencial cortar la cabeza del enemigo muerto.

– Yo he oído antes esa antigua costumbre -observó Fidelma-. ¿Sabéis algo más al respecto?

El hijo del príncipe de los Uí Fidgenti eligió otro trozo de carne con su cuchillo e hizo un gesto afirmativo.

– Antaño era un código del guerrero. Los grandes guerreros, después de la batalla, cortaban las cabezas de los enemigos muertos para colgarlas de sus carros y conducirlas triunfantemente de vuelta a sus fortalezas. ¿No fue el héroe Conall Cearnach quien juró no volver a dormir a menos que pudiera hacer eso con la cabeza de un enemigo bajo su pie?

– ¿Por qué lo harían? -preguntó Olcán-. ¿Cortar la cabeza de sus enemigos? Ya era mucho sobrevivir a una batalla para tener que perder el tiempo con un ejercicio tan inútil.

Fidelma le contestó.

– Antiguamente, antes de la llegada de la fe, se creía que el alma de una persona se encontraba en el interior de la cabeza. La cabeza era el centro del intelecto y del razonamiento. ¿Qué otra cosa podía producir tales pensamientos sino el alma? Cuando el cuerpo moría, el alma permanecía hasta que viajaba al Otro Mundo. ¿No es así, hermano Febal?

El hermano Febal se sorprendió al ver que se dirigía a él con un tono aparentemente amigable, y asintió con renuencia.

– Ésa era la creencia, eso tengo entendido. Hasta hace poco, una señal de respeto y afecto entre nosotros era poner la cabeza en el pecho de una persona para saludarla.

– ¿Pero por qué los guerreros separaban la cabeza del cuerpo de sus enemigos? -insistió Olcán.

– Era -explicó Torcán- porque los antiguos guerreros creían que si las cabezas de sus enemigos se separaban del cuerpo, capturarían su alma. Si su enemigo era un gran guerrero, un gran campeón, les traspasaría algo de esa grandeza.

– Una idea primitiva -murmuró Olcán.

– Quizá -admitió Torcán-. A pesar de las historias de los santos y de la nueva fe, habría que escuchar las de nuestros antiguos héroes, como Cúchullain, que entró en Dún Dealg con centenares de cabezas adornando su carro.

Adnár amonestó a sus huéspedes.

– Ésta no es en absoluto una conversación adecuada en presencia de una mujer.

– Era una práctica en la que incluso participaban nuestras grandes guerreras -señaló Torcán, sin hacer caso de la sugerencia que le había dado Adnár.

– Parece que sabéis mucho al respecto -observó Fidelma-. Decidme, Torcán, ¿se separaría incluso la cabeza de alguien que, por ejemplo, hubiera sido un asesino?

A Torcán le sorprendió la pregunta.

– ¿Por qué preguntáis eso?

– Por curiosidad.

– Antiguamente no importaba siempre que la persona se considerara un gran guerrero, campeón o jefe de su gente.

– Así, si alguien, influenciado por las antiguas costumbres, se encontrara con su enemigo, y considerara a su enemigo un asesino, ¿podría cortarle la cabeza como símbolo?

Olcán esbozó una sonrisa.

– Empiezo a entender adónde se dirigen las preguntas de la buena hermana.

El hermano Febal resopló indignado y metió su nariz en la jarra de aguamiel.

Torcán estaba preocupado.

– Es más de lo que sé -admitió-. Pero en respuesta a vuestra pregunta, sí es posible. ¿Por qué lo preguntáis?

– Lo pregunta porque sospecha que el cadáver decapitado y el de sor Síomha pueden haber sido víctimas de algún antiguo antepasado cazador de cabezas nuestro -comentó despectivamente el hermano Febal.

Fidelma estaba tranquila y no mordió el anzuelo.

– No exactamente, Febal. Sin embargo, está claro que los asesinos, quienesquiera que sean, le ponen simbolismo a los métodos de matar.

Adnár se inclinaba sobre la mesa, interesado.

– ¿Qué simbolismo?

– Eso es lo que quiero averiguar -replicó Fidelma-. Está claro que el asesino quería que quien encontrara los cadáveres conociera y valorara ese simbolismo.

– ¿Queréis decir que el asesino en realidad os está dando las claves de los motivos e intenciones que tiene? -preguntó Olcán, asombrado.

– El asesino o la asesina -corrigió Fidelma con amabilidad-. Sí. Yo creo ahora que la forma en que se dejaron los cadáveres pretendía dar un mensaje para los que los encontraran.

El hermano Febal bajó la jarra de golpe.

– ¡Tonterías! Los asesinatos son fruto de una mente enferma. Y yo sé quién tiene la mente más enferma de esta península.

Adnár suspiró entristecido.

– No puedo argumentar en contra de esa evaluación. Tal vez esos símbolos, de los que habláis, sor Fidelma, no son más que un truco para despistaros en vuestras investigaciones. Alguna astucia para haceros seguir un camino que no lleva a ninguna parte.

Fidelma inclinó la cabeza considerando que era posible.

– Bien pudiera ser -admitió al cabo de un rato-. Pero conocer el simbolismo nos llevará, creo yo, al asesino, ya sea intencionado o no. Y os estoy muy en deuda, Torcán, por esa información respecto a la decapitación.

– ¡Ja! -sonrió satisfecho Olcán-. Creo, Torcán, que os habéis convertido en un sospechoso a ojos de la buena hermana. ¿No es así, sor Fidelma?

Fidelma no hizo caso del tono burlón.

– No -replicó Torcán, con ojos serios-. Yo creo que sor Fidelma sabe que si hubiera concebido una manera tan atroz de abandonar los cadáveres asesinados por la región, no hubiera empezado la charla sobre este simbolismo ni atraído la atención hacia mi persona.

Fidelma inclinó la cabeza en su dirección.

– Por otro lado -sonrió ella burlonamente-, bien pudiera ser que lo hicierais precisamente para despistarme.

Olcán se rió entre dientes y le dio una palmada a su amigo Torcán en el hombro.

– ¡Ya lo veis! Ahora tendréis que encontrar a un dálaigh que os defienda.

– ¡Tonterías! -exclamó Torcán con semblante preocupado-. Yo ni siquiera estaba aquí cuando se cometió el primer asesinato del que estabais hablando…

Se contuvo y sonrió avergonzado al darse cuenta de que era el blanco del humor de su amigo.