– ¡Muy bien hecho, Ross! -lo saludó sin aliento.
– ¿Va todo bien, hermana? -preguntó el marino ansioso-. ¿Os ha visto salir alguien de la abadía?
Fidelma sacudió la cabeza.
– Pongámonos en marcha, pues creo que tenemos mucho que hacer esta noche.
Odar se acercó y la ayudó a subir a la silla de una yegua oscura. Luego Ross y Odar subieron a sus monturas. Ross dirigía el grupo, pues al parecer sabía la dirección que habían de tomar. Fidelma iba detrás y tras ella Odar, en la retaguardia.
– ¿Dónde habéis conseguido los caballos? -preguntó Fidelma mientras avanzaban por el sendero del bosque. Sabía de caballos.
– Se ha ocupado Odar.
– Un granjero no lejos de aquí. Un hombre que se llama Barr -informó Odar en un tono brusco-. Parece que su granja ha prosperado desde la última vez que hice algún negocio con él. Entonces no podía permitirse tener caballos. Le he pagado el alquiler de una noche.
– ¿Barr? -preguntó Fidelma frunciendo el ceño-. Me parece que he oído ese nombre antes. No importa. Oh, sí -dijo al recordar repentinamente-. Ya sé. ¿Y ha encontrado Barr a su hija perdida?
Odar la miró asombrado.
– ¿Hija? Barr ni siquiera está casado, por lo que menos aún puede tener hijos.
Fidelma frunció los labios pero no respondió.
De repente se puso a temblar a causa del frío, a pesar de su capa; el viento helado empezó a susurrar por las laderas cubiertas de nieve de las grandes montañas.
Ross señaló hacia arriba.
– Nuestro camino sube por la montaña hasta el otro lado. Hay un sendero que pasa por el pico y llega al otro extremo de la península. Luego desciende por detrás de los asentamientos donde excavan en busca de cobre.
– He traído un frasco con cuirm en mi alforja que os ayudará a soportar el frío, hermana -añadió Odar-. ¿Queréis un sorbo?
– Eso ha sido una buena idea, Odar -respondió Fidelma agradecida-. Pero creo que será mejor que lo guardemos para luego, pues todavía tenemos que abandonar el abrigo que nos ofrece este bosque y subir las heladas laderas de las montañas. Luego tendré todavía más frío y lo necesitaré.
– Eso que decís es muy sabio, hermana -admitió Odar, impasible.
Continuaron cabalgando en silencio, con las cabezas gachas, pues el viento se iba levantando lentamente y lanzaba contra ellos una fina nieve. Había más nubes de nieve que se arracimaban en el oeste, pero Fidelma no estaba segura de si agradecerlo o consternarle. Por un lado pensaba que las nubes podrían ocultar la luna brillante que se reflejaba en la nieve y hacía que la noche fuera tan clara como el día, pero los hacía visibles a una distancia considerable. Por otro lado, estaba consternada ante la idea de que las grandes nubes descargaran nieve y convirtieran aquella excursión nocturna en algo incómodo y más peligroso todavía.
Cuando ya llevaban cinco millas de camino la sabiduría que había mostrado Fidelma al querer conservar el cuirm, o licor alcohólico que había traído Odar, se hizo evidente. Estaban helados a pesar de las cálidas capas que llevaban y Fidelma hizo que su caballo se detuviera en un pequeño claro. Era una zona rocosa junto a la entrada de una especie de cueva. Sugirió que Odar les permitiera dar un sorbo de cuirm para fortalecerse. Una vez hubieron bebido, continuaron. Al cabo de una milla, aproximadamente, fueron descendiendo por una serie de senderos tortuosos dejando las montañas y atravesando unas colinas más suaves en dirección a la costa. Veían el mar negro y borbolleante, reflejado de vez en cuando bajo los rayos de la luna, cuando las nubes se separaban y dejaban que brillara.
Los caballos estaban asustados, y no lejos de allí empezaron a aullar unos lobos. Fidelma, mirando hacia la parte alta de las montañas, percibió varias sombras oscuras que se movían con prisa por la nieve blanca y reprimió un escalofrío.
– La reina de la noche está brillante -murmuró Ross, con aprensión-. Quizás está demasiado radiante.
Por un momento, Fidelma se preguntó a qué se refería, hasta que se dio cuenta de que los hombres de mar tenían un tabú y no se referían directamente a la luna o al sol. A menudo se referían a la luna como la «reina de la noche», o simplemente, «la luminosidad». La antigua lengua de Éireann tenía muchos otros nombres para la luna, todos ellos eufemismos para no mencionar el sagrado nombre de la luna. Era una costumbre pagana procedente de los tiempos en que se consideraba que la luna era una diosa cuyo poder no podía evocar ningún mortal mencionando su nombre.
– Afortunadamente, las nubes se van a espesar antes de que lleguemos al asentamiento -contestó Fidelma.
Los aullidos de la manada de lobos fueron desvaneciéndose en las montañas.
Después de lo que pareció una eternidad, Ross detuvo su caballo y señaló colina abajo. Fidelma tan sólo vio el diminuto fulgor de unos fuegos.
– Ésos son los edificios alrededor de las minas. Es una zona de campos, en el extremo de un acantilado. Debajo hay una playa y el muelle de donde zarpó el barco galo, según me dijeron los habitantes de la isla de Dóirse.
Fidelma oteó hacia delante. Por supuesto, primero parecía fácil decir que atravesarían la península a caballo hasta las minas y averiguarían lo que le había sucedido a la tripulación del mercante. Aquí, bajo la luz helada de la luna, se le presentaban los defectos del plan.
– ¿Qué vais a hacer, hermana? -le preguntó Ross interrumpiendo sus pensamientos y avivando su irritación.
– ¿Sabéis cuánta gente vive allí abajo?
– Hay muchos mineros y sus familias.
– ¿Son todos prisioneros, rehenes y esclavos?
Ross se encogió de hombros.
– No creo. Pero muchos lo son. Si los galos están entre ellos, los encontraremos fácilmente. O, al menos, conocerán su paradero.
– ¿Y guardias?
– En verdad no lo sé. Había pocos guerreros la última vez que comercié con estas minas. Pero, por lo que me han dicho los de la isla respecto a los guerreros Uí Fidgenti, debe de haber unos cincuenta soldados o incluso más.
– ¿Conocéis el trazado del asentamiento? ¿Cuáles son los lugares donde pueden estar con mayor probabilidad los prisioneros?
Como respuesta Ross descendió de su caballo y le hizo señas de hacer lo mismo. Eligió un trozo de nieve limpia y sacó su espada. Con la punta hizo varios agujeros.
– Éstas son las entradas a las minas, allí -dijo clavando la espada-. Y aquí está el sendero que desciende hasta el asentamiento. Aquí y aquí están las cabañas. Hay muchas chozas donde creo que viven los trabajadores. Aparte de eso, no puedo ayudaros en nada más.
Fidelma miró los dibujos y suspiró.
– Cabalgaremos hacia abajo un poquito más, y vos y Odar esperaréis con los caballos mientras yo me introduzco en el poblado a pie. -Levantó la mano para detener las protestas de Ross-. Yo puedo conseguir más sola que los tres juntos. Llamaríamos la atención.
– Pero no sabéis lo que vais a encontrar allí abajo -protestó Ross-. El lugar puede ser un campamento armado en el que no sean bienvenidos los extraños.
Antes de que pudiera protestar más, Fidelma ya había vuelto a montar e iba trotando sendero abajo hacia las luces vacilantes. Guando se estaban acercando a los edificios, un perro empezó a ladrar. Una voz estridente le gritó al animal, pensando -o al menos así le pareció a Fidelma, por lo que entendió- que la pobre bestia estaba ladrando a los lobos de la ladera. Fidelma levantó la mano e hizo señas a sus compañeros en dirección al abrigo que ofrecían los árboles y matorrales de los alrededores donde desmontaron. Sin decir palabra, entregó sus riendas a Ross y sacudió con vehemencia la cabeza cuando éste empezó a abrir la boca para protestar.
Se arrebujó bien en la capa y se fue acercando al asentamiento. No estaba cercado, como algunos, pero los edificios parecían dispuestos de forma desordenada. En realidad no tenía ni idea de adónde iba o lo que iba a hacer. Simplemente avanzaba con firmeza por entre las sombras de los edificios, como si tuviera todo el derecho de estar allí. Alguien surgió de entre dos de las cabañas con una linterna y empezó a caminar junto a ella sin echarle una segunda mirada. Era un guerrero corpulento, con un escudo y una lanza.