Con el corazón latiéndole con fuerza, Fidelma se volvió hacia él.
– ¡Guerrero! -le llamó, con toda la autoridad que pudo imprimir a su voz.
El hombre se detuvo y se giró. No pareció que le extrañara ver a un desconocido que lo abordara en la oscuridad y Fidelma dejó que la luz de su linterna iluminara el crucifijo que llevaba al cuello.
– ¿Sí, hermana? -inquirió el guerrero con voz que no mostraba sospecha, sino curiosidad y respeto.
Fidelma no veía sus rasgos y deseó que fueran reflejo de su tono amable. Decidió apostarlo todo a una jugada audaz.
– Entre los prisioneros hay un religioso sajón. Tengo que interrogarlo. ¿Sabéis dónde está retenido?
– ¿Un sajón? -El hombre se lo pensó un momento-. Oh, sí. Está junto con otros religiosos. ¿Veis aquella segunda cabaña allá, junto a aquellos árboles? Lo encontraréis allí.
– Gracias, guerrero.
El guerrero levantó una mano en señal de saludo y se alejó.
Fidelma no podía creer que aquello resultara tan fácil. Se puso a recordar el verso del Formio de Terencio: Audentes fortuna juvat, la fortuna favorece a los audaces. Su mentor, el brehon Morann de Tara, la repetía con frecuencia y añadía su propia máxima. Si uno no entraba en la guarida del lobo, no podía llevarse los cachorros. Sin duda la fortuna le había sonreído y había entrado en la guarida muy fácilmente.
Se apresuró hacia la choza que el guerrero le había indicado. Era una gran choza aislada, situada en el extremo del asentamiento, junto al inicio del bosque que servía de protección de las montañas. La siguiente construcción estaba a unas treinta yardas. El lugar estaba a oscuras, aunque vio una ventana en la que colgaba un trozo de arpillera. Detrás se percibía el débil brillo de una linterna vacilante. Se acercó hasta la ventana y escuchó. Primero no oyó ningún sonido. Luego percibió un extraño chirrido, como de metal contra metal. Se puso de puntillas, separó con cuidado la arpillera y miró hacia el interior.
La choza parecía estar dividida en dos estancias. La ventana daba a una de ellas. Estaba vacía, salvo por una lámpara que colgaba de las vigas y daba una débil luz. Había varios postes que sujetaban el tejado. Había una figura sentada al pie de uno de esos postes. Era un hombre, vestido con hábito marrón, sentado con el cuerpo inclinado sobre sus pies. Parecía que estaba haciendo algo. Fidelma respiró profundamente. La figura llevaba la tonsura de san Pedro de Roma. Echó una mirada alrededor para asegurarse de que no había nadie más en la estancia. No podía pasar por la ventana, pues había unas barras de madera que lo impedían. Se dirigió hacia la puerta y vio que había una pesada barra que la cerraba desde el exterior. Fidelma miró rápidamente a su alrededor y, asegurándose de que no había nadie a la vista, levantó la barra consiguiendo deslizaría de los engastes de hierro, y empujó la puerta para abrirla.
Se metió con rapidez dentro y cerró la puerta detrás de ella. Se quedó un rato de espaldas a la puerta y observando la estancia.
La figura que estaba en el suelo había dejado de mirarse los pies y estaba apoyada contra el poste, como en una actitud de reposo. Tenía los ojos bien cerrados.
Fidelma se adelantó y sonrió satisfecha.
– No es momento para dormir, hermano Eadulf -susurró.
Fue como si la figura se viera sacudida por un chorro de agua helada. Echó la cabeza hacia arriba, su cuerpo se tensó y se irguió. Abrió una boca de un palmo al contemplar la sombra que había sobre él.
Fidelma dio otro paso y la débil luz de la lámpara le iluminó la cara.
– ¡Dios mío! ¿Es posible que seáis vos? -dijo con voz incrédula el monje sajón.
Impulsivamente, Fidelma se inclinó hacia delante, con ambas manos tendidas, y agarró las que Eadulf le ofrecía. Tenía las manos libres, pero Fidelma se dio cuenta de que un grillete le sujetaba un tobillo al poste de madera contra el que se acurrucaba. Estaba sucio y descuidado, y parecía que no hubiera comido ni dormido en una semana. El monje sajón no podía creer lo que veía y se agarraba a sus manos con fuerza, como si tuviera miedo de que fuera una visión que había de desvanecerse repentinamente.
– ¡Fidelma!
Durante unos momentos ninguno de los dos fue capaz de hablar. Finalmente fue Fidelma la que rompió el silencio.
– De toda la gente, Eadulf -dijo Fidelma, forzando un tono de reprimenda, aunque con la voz entrecortada-, hermano Eadulf, sois la última persona que hubiera esperado ver en esta tierra minera.
– A decir verdad -contestó Eadulf, esbozando una mueca con las comisuras de los labios-, a decir verdad, he de admitir que nunca esperé volver a ver a nadie conocido otra vez. Pero ¿cómo habéis llegado aquí? ¿Seguro que no sois amiga de esta gente…?
– Hay mucho que contar -replicó Fidelma sacudiendo la cabeza-. Pero hemos de darnos prisa e irnos antes de que nos descubran. ¿Cómo estáis atado?
Eadulf se tragó las ciento y una preguntas que le venían, obviamente, a la mente y señaló el grillete de hierro que tenía en el tobillo.
– He intentado aflojarlo pero no tengo la herramienta apropiada.
Fidelma examinó el candado, frunciendo el ceño y concentrada. Era un mecanismo simple pero hacía falta algo largo y delgado para abrirlo haciendo palanca. Buscó en el interior de su crumena, extrajo el cuchillo que llevaba e intentó meter la punta para abrir el candado. Era demasiado ancho.
Eadulf la contempló con desánimo, mientras ella miraba en toda la habitación en busca de una pieza larga de metal para abrir el candado.
– No hay nada a mano. Ya lo he mirado.
Fidelma no respondió, pero se levantó y examinó la linterna que colgaba del poste de madera. La alcanzó, la descolgó y examinó el clavo de hierro del que colgaba. Dejó la lámpara y con el cuchillo empezó a arrancar el clavo. Le costó un poco quitar la madera suficiente alrededor del clavo para luego poder sacarlo con facilidad. Luego volvió a su tarea.
– Todavía no entiendo cómo habéis llegado hasta aquí, Fidelma -dijo Eadulf mientras observaba cómo ella retorcía el clavo en el interior de la cerradura.
– Llevaría un buen rato explicarlo. Más importante es cómo vos habéis llegado hasta aquí.
– Yo iba de pasajero en un mercante galo. El capitán recaló en este puerto para comerciar y de repente nos capturaron a todos.
– ¿Dónde está el resto de los cautivos?
– Casi todos están retenidos en las minas para trabajar. Aquí hay unas minas de cobre…
– Ya sé. ¡Ah! Eso es.
Se oyó un clic y el mecanismo se abrió. Fidelma le sacó el grillete del tobillo.
Eadulf empezó a darse masajes en la carne magullada.
– Bueno, no lamento abandonar la hospitalidad de esta gente -murmuró. Luego echó una mirada a la puerta cerrada que separaba aquella parte de la choza de la segunda estancia-. Sin embargo…
– ¿Qué hay? -inquirió Fidelma impaciente, ya avanzando hacia la puerta de salida-. Hemos de irnos ahora. No vamos a tener siempre la suerte de nuestro lado.
– Hay una anciana religiosa prisionera en la habitación de al lado. Lleva aquí varias semanas. No me gustaría dejarla. ¿Podemos llevarla con nosotros?
Fidelma no dudó un momento.
– ¿Está sola?
Eadulf asintió con la cabeza.
Fidelma cogió la lámpara, se dirigió con cautela a la otra estancia y abrió la puerta.
Una anciana de cabello blanco yacía en un jergón de paja en un rincón. Estaba dormida. Al igual que Eadulf, tenía un tobillo cogido con un grillete atado a la pared mediante una cadena.