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E1 capitán del mercante tenía que entregar un cargamento y me juró que cuando así lo hubiera hecho me llevaría a un lugar llamado Dún Garbhán, donde podría conseguir un caballo. Desde allí, por lo que recuerdo, el viaje hasta Cashel hubiera sido fácil. No suponía un problema para mí, pues yo había pasado varios años estudiando en esta tierra y conocía vagamente la ruta…

Fidelma sabía perfectamente que Eadulf había estudiado tanto en el gran colegio eclesiástico de Durrow como en el colegio médico de Tuaim Brecain y que hablaba bien irlandés, pues ésa era todavía su lengua común.

– Pero habéis dicho que la suerte os abandonó. ¿Qué sucedió?

– Yo no sabía qué cargamento se subió a bordo. Pero me di cuenta de que aparte de la tripulación había muchos otros francos a bordo. Estuve hablando con uno de ellos, que era bastante parlanchín. Al parecer, eran soldados, pero soldados mercenarios, preparados para vender sus servicios.

– ¿Soldados? -inquirió Fidelma arqueando las cejas-. ¿Qué hacía un mercante galo transportando soldados francos a este rincón de los cinco reinos?

– Esa fue también mi reacción -admitió Eadulf-. Mi amigo franco se jactó bastante de la cantidad de dinero que él y sus amigos iban a recibir. Yo creo que fue sincero conmigo porque yo era sajón. Resultó que no eran soldados normales. Estaban especialmente adiestrados para usar la artillería.

Fidelma estaba pálida. Al no existir esa palabra en irlandés, Eadulf había utilizado la latina tormenta.

– Yo no sé de términos militares, Eadulf. Explicad qué quiere decir. Seguramente un tormentum es un instrumento para retorcer o girar, un torno, por ejemplo.

– También es un término militar para lanzar proyectiles -explicó Eadulf-. Los antiguos romanos los utilizaban mucho en las guerras. La ballistae era un artefacto para lanzar piedras y cantos rodados, al igual que la catapulta.

Fidelma se estremeció.

– Gracias a Dios tales máquinas destructivas no se han utilizado nunca en Irlanda. Aquí, cuando los guerreros combaten, al menos lo hacen frente a frente con espadas y escudos, y a menudo las batallas se resuelven con un único combate entre un campeón y otro. Tales máquinas son una abominación. -Hizo una pausa y luego miró a Eadulf como si de repente entendiera lo que aquello implicaba-. ¿Queréis decir…?

– ¿Por qué importar hombres diestros en el uso de tales máquinas como la tormenta si no fuera porque también tienen esas máquinas para usarlas?

– ¿El cargamento eran esas máquinas? -preguntó Fidelma.

– Después de que el soldado franco fuera tan locuaz, decidí bajar a la bodega del barco y verlo yo mismo. Estaba llena de esa maquinaria de guerra, principalmente catapultae.

– ¿Qué son?

– Máquinas especiales tiradas por caballos en la batalla. Una catapulta consiste en un gran arco montado en una caja con ruedas, como una carreta. Puede lanzar jabalinas a una distancia de quinientas yardas.

Fidelma recordó entonces la gran madeja de tripa que había encontrado en la bodega del barco.

– ¿Ese gran arco utiliza tripa?

– Sí. El arco se encuerda con madejas de pelo o tripa. La madeja se coloca con grandes arandelas de madera y se sujeta con clavijas. Luego se puede tensar más con unos radios encajados en unos agujeros en las clavijas. Se tensa la madeja y se coloca la jabalina. A veces se puede colocar encendida para causar mayores daños. La madeja se suelta con un mecanismo simple.

– ¿Cuántas máquinas de ésas visteis en la bodega?

– Tal vez veinte, sin duda menos no. Y en el barco había unos sesenta francos.

– ¿Y bien?

– Naturalmente me interesó. Pero en aquel momento no era asunto mío.

– ¿Cuándo pasó a ser asunto vuestro? -preguntó Fidelma.

– Tan pronto como desembarcamos en esta costa aparentemente hostil.

– Explicaos.

– La travesía hasta la costa irlandesa fue poco accidentada. Llegamos a puerto. Entonces subió a bordo un jefe joven. Yo no sé quién era, pero le mandó al capitán que desembarcara. Los soldados francos desembarcaron y supervisaron cómo se bajaban sus armas. Bajo la vigilancia de los guerreros, trajeron a unos esclavos a bordo para que realizaran el trabajo pesado, consistente en sacar las máquinas de la bodega.

Eran un buen grupo, de aspecto sucio, cubiertos de barro. Luego me enteré que trabajaban en las minas de cobre.

Hizo una pausa y al cabo de un rato, que utilizó para centrarse, resumió.

– Trajeron unos caballos a la costa y arrastraron las máquinas hasta las cuevas donde se excava en busca de cobre. Al parecer había que ocultar ahí las máquinas. Todavía están allí.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Ross.

Eadulf soltó una risotada amarga.

– Lo descubrí por tonto. Tan pronto como los soldados francos y las máquinas hubieron desembarcado subieron a bordo unos guerreros y nos apresaron a toda la tripulación y a mí. Ese mismo jefe joven nos dijo que éramos todos rehenes.

Capítulo XV

– Eso desafía todas las leyes de la hospitalidad -exclamó Ross indignado-. Es ultrajante. Si los mercaderes no pueden comerciar sin temor a que los cojan como esclavos, el mundo está en un estado lamentable.

– «Ultrajante» no fue la palabra que utilizó el capitán galo -observó Eadulf con acritud.

– ¿No opuso resistencia? -preguntó Fidelma. -La sorpresa fue absoluta. Mientras, el joven jefe nos decía que todos éramos sus rehenes; esclavos, hubiera sido más correcto. A la tripulación la pusieron a trabajar en las minas de cobre, pero como yo era religioso, me trataron con más deferencia que a los demás. Me llevaron a una choza, donde conocí a sor Comnat. Me pareció una atrocidad encontrarla atada como un animal.

Sor Comnat intervino por primera vez desde que habían empezado a hablar.

– El hermano Eadulf tiene razón. Llevaba allí prisionera casi más de tres semanas. Gracias a Dios que habéis venido, hermana. Yo esperaba que sor Almu hubiera conseguido que alguien nos ayudara.

Fidelma tomó la mano temblorosa de la anciana para consolarla.

– No fue sor Almu quien nos advirtió.

– ¿Entonces cómo habéis encontrado este sitio?

– De nuevo, es una historia larga y, en este momento, me importa más conocer vuestra historia, pues de ello dependen muchas. Por lo que entiendo, sor Comnat, vos y sor Almu partisteis de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos hace tres semanas. ¿Qué sucedió?

La bibliotecaria dudaba.

– ¿Sabéis el paradero de sor Almu? -insistió.

Fidelma decidió que tenía que ser directa.

– Me temo que sor Almu está muerta. Lo siento.

La anciana estaba sin duda horrorizada. Se tambaleó un poco y el hermano Eadulf estiró una mano para sujetarla.

– Estáis entre amigos, buena hermana -la tranquilizó el hermano Eadulf-. Ella es abogado de los tribunales. Fidelma de Kildare. La conozco bien. Así que no temáis. Explicadle vuestra historia como me la contasteis a mí.

La mujer consiguió recomponerse, aunque estaba sin duda angustiada. Se frotó la frente con la mano temblorosa, como si intentara recordar.

– ¿Fidelma de Kildare? ¿ La Fidelma que resolvió el misterio de las muertes en Ros Ailithir?

– Sí. Yo soy Fidelma.

– Entonces sois la hermana de Colgú, el rey de Cashel. Tenéis que avisar a vuestro hermano. Avisadlo inmediatamente. -La voz de la mujer se hizo de repente estridente y Fidelma puso su mano entre las de la anciana para tranquilizarla.

– No lo entiendo. ¿De qué tengo que advertirlo?