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– Su reino está en peligro. Hay que avisarlo -repitió sor Comnat.

– Dejadme que lo entienda todo bien; ¿qué sucedió desde que vos y sor Almu abandonasteis la abadía?

Sor Comnat pensó un rato y luego respiró profundamente.

– Hace más de tres semanas partí junto con sor Almu hacia la abadía de Ard Fhearta, con una copia de un libro que habíamos hecho para ellos. Llegamos hasta la fortaleza de Gulban. Pensábamos descansar allí aquella noche. Nos recibieron con hospitalidad, pero a la mañana siguiente nos dimos cuenta de que había numerosos guerreros adiestrándose alrededor del fuerte. Es más, entre ellos había soldados extraños.

Sor Almu reconoció a Torcán de los Uí Fidgenti, en compañía de Gulban. Sabemos que los Uí Fidgenti no son amigos de la gente de los Loígde, así que nos preguntamos qué querría decir aquello. Almu encontró a una joven que había conocido antes de ingresar en la abadía. Esa mujer nos dijo que Gulban había formado una alianza con Eoganán de los Uí Fidgenti.

– ¿Una alianza? ¿Con qué motivo? -inquirió Ross, ansioso.

– Al parecer, Gulban estaba enfurecido ante la decisión de la asamblea de los Loígde de hacer jefe a Bran Finn, hijo de Mael Ochtraighe, en lugar de a Salbach.

– Yo sé que Gulban arguyó que tenía que haber sido él el jefe después de que hubiera deshonrado el cargo -dijo Fidelma-. Yo estaba en esa asamblea.

– Como Gulban no consiguió suficiente apoyo por parte de la asamblea y Bran Finn es ahora el jefe, parece que recurre a otros medios -intervino Ross.

– ¿Acaso planea lanzar un ataque contra Bran Finn con la ayuda de los Uí Fidgenti?

– Todavía peor -replicó sor Comnat-. Los príncipes Uí Fidgenti son muy poderosos, como debéis de saber. Planean marchar contra Cashel y destronar a Colgú, el rey. En las tierras de los Uí Fidgenti, hay un ejército reunido que Eoganán tiene planeado guiar directamente para asaltar Cashel. Si destronan a Colgú, sin duda Eoganán recompensará a Gulban haciéndole gobernante de los Loígde y de todo el sur de Muman.

– ¿Estáis segura de eso? -preguntó Fidelma, sorprendida por la duplicidad de los Uí Fidgenti, aunque ya supiera bien que la ambición de su príncipe era hacerse con el control de Cashel.

– Si yo no confiara en las palabras de la joven, que pensaba que éramos partidarias de Gulban, y si no confiara en lo que vieron mis propios ojos, es decir, los guerreros de Gulban entrenándose bajo la dirección de Torcán de los Uí Fidgenti, entonces mi propia captura, y la de Almu, serían suficientes para confirmar la historia.

– ¿Cómo os capturaron y por qué?

– Sor Almu y yo discutimos de lo que nos habíamos enterado y nos preguntamos qué era lo mejor que podíamos hacer. Nosotras debemos lealtad a Bran Finn, quien, a su vez, se la debe a Colgú de Cashel. Nos dimos cuenta de que teníamos que advertirlos de esta insurrección. Pero fuimos estúpidas, porque levantamos sospechas en los hombres de Gulban al tomar el camino que nos llevaba de vuelta a la abadía, en lugar de seguir nuestra ruta hasta Ard Fhearta, que habíamos dicho que era nuestro destino.

– ¿Así que Gulban os hizo a ambas prisioneras?

– Sin duda Gulban ordenó la cacería, aunque no nos enfrentamos a él. Sus guerreros nos trajeron a las minas de cobre, donde me habéis encontrado. Nos dijeron que podríamos cuidar de las necesidades espirituales y médicas de los rehenes que trabajaban en las minas, hasta que Gulban decidiera qué hacer con nosotras.

En este punto intervino el hermano Eadulf.

– Allí es donde conocí a la hermana -repitió-. Fue una semana después de que la compañera de sor Comnat escapara.

– ¿Conocéis los planes que tiene Eoganán contra Cashel? -preguntó a sor Comnat Fidelma.

– No con precisión -contestó pesarosa-. A sor Almu y a mí nos ponían unos grilletes al final de cada día, tal como me encontrasteis. Sor Almu, al ser más joven y fuerte que yo, decidió que intentaría escapar. Yo aprobé su decisión y la animé a que aprovechara cualquier oportunidad de fuga que se le presentara. Si conseguía regresar a la abadía y alertar a la comunidad, eso era lo más importante. Mi rescate podía esperar.

– ¿Y consiguió evadirse?

Sor Comnat suspiró largamente.

– Primero no. Hizo un intento pero la capturaron y la azotaron para asegurarse de que aprendíamos la lección. ¡Le pegaron en la espalda con una vara de abedul! No hay palabras para describir ese sacrilegio. Le costó varios días recuperarse.

Fidelma recordó las heridas en la espalda del cadáver del pozo. Ya no necesitaba nada más para identificarlo.

– Hace diez días -continuó sor Comnat-, al final de la jornada de trabajo, no regresó a la choza donde nos ponían los grilletes para pasar la noche. Luego me enteré de que mientras estaba cuidando de algunos de los enfermos, al parecer, había desaparecido, se había escapado al bosque. Hubo una ola de entusiasmo. Sin embargo, yo creo que había recibido ayuda para escapar, pues me había dicho que se había hecho amiga de un joven de los Uí Fidgenti que estaba dispuesto a auxiliarla.

– Eso implicaría que él tenía alguna autoridad entre ellos -observó Fidelma con cautela-. ¿No os advirtió de que iba a intentar escapar?

– Una especie de aviso, creo.

– ¿Una especie de aviso?

– Sí. Cuando se fue aquella mañana me sonrió y me dijo algo como que iba a cazar jabalíes. No recuerdo exactamente lo que dijo. No tenía sentido.

– ¿Jabalí? -preguntó Fidelma perpleja.

– En cualquier caso, no regresó. Me dijeron que los guardias ni siquiera se molestaron en enviar a una patrulla en su busca. Cada día recé por que tuviera éxito en su huida, aunque corrió el rumor de que probablemente había perecido en las montañas. Sin embargo, yo tenía esperanzas. Yo esperaba que llegara un grupo a rescatarnos. -La mujer hizo una pausa y luego continuó-. Luego, ay de mí, llegaron más prisioneros, galos, y también este monje sajón, Eadulf, que habla tan bien nuestra lengua.

– Lo que dice sor Comnat tiene sentido con lo que me sucedió a mí -añadió Eadulf-. La captura del barco galo con la tormenta a bordo, eso es. Creo que eso eran armas que Gulban había comprado en nombre de los Uí Fidgenti.

– ¿Armas para ayudar a Eoganán a derrocar a Cashel? -preguntó Ross con los ojos bien abiertos.

– Son buenas armas de asedio -confirmó Eadulf.

– Una veintena de esos terribles artefactos de destrucción, junto con guerreros francos expertos en su uso -murmuró Ross- sembrarían el terror en Cashel. Ya entiendo. Esas armas no se han visto ni usado nunca en los cinco reinos. Nuestros guerreros luchan cara a cara, con espada, lanza y escudo. Pero con esas armas Eoganán o Gulban pensaban obtener una gran ventaja.

– ¿Realmente los francos y su tormenta supondrían tal ventaja? -preguntó Eadulf-. Esas armas son bien conocidas entre los reinos sajones y francos y en todas partes.

– Yo llevo años comerciando -contestó Ross con solemnidad-, pero cuando el rey de Cashel lo ha requerido, he respondido. Era todavía joven cuando luché en la batalla de Carn Conaill durante la fiesta de Pentecostés. No creo que lo recordéis, Fidelma. ¿No? Fue cuando Guaire Aidne de Connacht intentó derrocar al Rey Supremo, Dairmait Mac Aedo Sláine. Naturalmente, Cúan, hijo de Almalgaid, el rey de Cashel, estaba al frente de las tropas de Muman, apoyando al Rey Supremo. Pero su tocayo Cúan, hijo de Conall, príncipe de los Uí Fidgenti, apoyaba a Guaire. Los Uí Fidgenti eran perversos incluso entonces, siempre en busca de un atajo para llegar al poder. Aquella fue una batalla sangrienta. Ambos Cúanes fueron asesinados. Pero Guaire huyó del campo de batalla y el Rey Supremo fue el vencedor. Aquélla fue mi primera batalla sangrienta. Gracias a Dios, fue también la última.

Fidelma intentaba conservar la paciencia.

– ¿Qué tiene esto que ver con la tormenta? -dijo amenazante.