– Muy fácil -contestó Ross-. He visto matanzas. Conozco el daño que pueden llegar a hacer tales máquinas. Podrían morir centenares de guerreros y Cashel no podría defenderse. Se podrían abrir brechas en las fortificaciones de Cashel. El alcance destructivo de esas máquinas es, como dice el sajón, de más de quinientas yardas. Lo sé por lo que he oído cuando comerciaba con la Galia; tales máquinas de guerra hacían a los romanos casi invencibles.
Fidelma los miró a todos con aspecto sombrío.
– Por eso la importación de tales armas había de mantenerse en secreto. Gulban y Eoganán de los Uí Fidgenti planean utilizarlas como un arma secreta, sin duda para encabezar un ataque sorpresa contra Cashel.
– Todo empieza a tener sentido ahora -suspiró Eadulf-. Y explica por qué, en cuanto las armas y los francos habían desembarcado, los hombres de ese Gulban apresaron el barco galo y su tripulación, y a mí también, el único pasajero. Era una manera de evitar que cualquier noticia del cargamento saliera de este lugar. En mal día cogí yo ese barco.
– Decidme cómo escapó el capitán galo -le invitó a seguir Fidelma repentinamente.
– ¿Cómo lo sabéis? -inquirió Eadulf-. Ahora os lo iba a explicar.
– De nuevo forma parte de una larga historia pero basta decir que descubrimos el barco galo.
– Yo hablé con alguna gente que había visto a un prisionero galo a bordo -explicó Ross-. Me dijeron que había escapado y el barco había desaparecido mientras los guerreros de los Uí Fidgenti estaban en tierra.
Fidelma le hizo señal de callar.
– Dejad que Eadulf explique su historia.
– Muy bien -empezó a decir Eadulf-. Hace pocos días, el capitán y dos de sus marineros consiguieron escapar de las minas. Se hicieron con una barquita y se dirigieron hacia una isla alejada de la costa…
– Dóirse -interrumpió Ross.
– El mercante galo todavía estaba en el puerto. Algunos de los guardias salieron en su persecución con la nave. Izaron las velas y persiguieron a la pequeña embarcación. Regresaron al día siguiente pero sin el barco ni los tres galos.
– ¿Sabéis lo que pasó?
Eadulf se encogió de hombros.
– Se cuchicheaba algo entre los prisioneros y yo me enteré mientras me ocupaba de ellos…, esto es, si es que hay que darle crédito. Se decía que los guerreros habían dado caza al bote y lo habían hundido, y habían matado a dos de los marineros galos. Al capitán lo habían rescatado y hecho prisionero. Como ya era casi de noche, los guerreros se habían metido en el puerto de la isla. Todos se fueron a tierra a disfrutar de la hospitalidad del jefe local, es decir, todos salvo un guerrero y el capitán galo. Durante la noche, el galo consiguió volver a escapar. Creo que dijeron que había matado al guerrero que se había quedado a bordo a vigilarlo. Él solo consiguió izar las velas y zarpar de noche. Era un buen marino. Yo pensé que tal vez fuera capaz de organizar un grupo de rescate para sus hombres. -Eadulf hizo una pausa para recordar-. ¿Pero decís que lo encontrasteis a él y el barco?
Fidelma hizo un gesto de negación.
– A él no, Eadulf. No sobrevivió. Encontramos el mercante a toda vela a la mañana siguiente pero no había nadie a bordo.
– ¿Nadie? ¿Y entonces qué pasó?
– Creo que ya sé de qué va el misterio -dijo Fidelma rápidamente.
Ross y Odar se inclinaron hacia delante con los ojos ávidos, en espera de la solución a aquel rompecabezas que los había desconcertado durante varios días.
– ¿De verdad lo podéis explicar? -preguntó Ross.
– Puedo lanzar una hipótesis y tener casi la certeza de que mi relato será fiel. Ese capitán galo era un hombre valiente. ¿Llegasteis a saber cómo se llamaba, Eadulf?
– Se llamaba Waroc -dijo Eadulf.
– Pues Waroc era un hombre valiente -repitió Fidelma-. Bueno, se escapó de la isla de Dóirse donde estaba amarrado el barco. Conocemos esa parte de la historia por la información que Ross recogió allí, y que concuerda con vuestro relato, Eadulf. Waroc, habiendo escapado de nuevo de sus captores, decidió que intentaría gobernar el barco él solo. Un aventura valiente, pero temeraria. Tal vez pensó simplemente en navegar a lo largo de la costa hasta un puerto amigo y pedir ayuda.
– ¿Cómo lo hizo?
– Cortó las cuerdas de amarre con un hacha. Eso lo vimos cuando subimos a bordo.
Odar asintió al recordar que había sido él quien se lo había mostrado a Ross y a Fidelma.
– Luego probablemente dejó que la marea lo sacara del estrecho -dijo Ross, que conocía aquellas aguas.
– Consiguió izar la vela mayor -continuó Fidelma-. La más difícil de izar era la gavia. No podemos estar seguros de si sus captores lo habían herido o había sido al escapar o incluso por el esfuerzo de intentar izar las velas él solo. Sin embargo, subió a la jarcia y casi consiguió colocarla. Tal vez el barco dio un bandazo, tal vez hubo una ráfaga de viento, o perdió pie. ¿Quién sabe? Pero Waroc se cayó. Un palo o un clavo rajaron su camisa y quizá su carne. Encontramos un trozo de lino en el aparejo. También encontramos sangre en el mismo aparejo. Al caer, intentó desesperadamente agarrarse a algo. Su mano se aferró a la barandilla del barco. Allí había una huella manchada de sangre. Luego, incapaz de sostenerse, se cayó por el costado. No debió de aguantar mucho en esas aguas invernales. Tal vez tardó sólo minutos en morir.
Un silencio incómodo reinó por un momento antes de que Fidelma terminara.
– Más tarde, aquella mañana, el barc de Ross se acercó al mercante que iba de aquí para allá llevado por las corrientes. Ross es un marino excelente y fue capaz de localizar las mareas y los vientos. Yo estaba decidida a encontraros, Eadulf.
Eadulf se mostró sorprendido.
– ¿Vos ibais en ese barc?
– Me habían pedido que fuera a la abadía de sor Comnat a investigar el caso de un cadáver que se había descubierto.
– ¿Pero cómo sabíais que yo iba en ese barco? ¡Ah! -dijo con mirada de comprenderlo todo-. ¿Encontrasteis la saca con el libro en mi camarote?
– Tengo vuestro misal a salvo -confirmó Fidelma-. Está en la abadía de sor Comnat, que no está lejos de aquí. Y hemos de llegar allí antes del amanecer, si no nos van a hacer preguntas.
Sor Comnat examinaba a Fidelma con ansiedad.
– ¿Habéis mencionado un cadáver? Habéis dicho que sor Almu no había conseguido escapar… Habéis dicho que estaba muerta.
Fidelma volvió a apretarle el brazo con la mano en señal de consuelo.
– No estoy segura, hermana, pero estoy bastante convencida de que el cadáver descubierto hace algo más de una semana es el de sor Almu.
– En cualquier caso, alguien tiene que haber reconocido el cuerpo.
Fidelma no quería causarle mayor dolor, pero no tenía sentido ocultarle la verdad.
– El cadáver estaba decapitado. No tenía cabeza. Era el cuerpo de una joven, apenas de dieciocho años. Tenía manchas de tinta en la mano derecha, en el pulgar, en el índice y a lo largo del meñique, lo que me indica que trabajaba de amanuense o en una biblioteca. También había señales de que había llevado grilletes recientemente y tenía azotes en la espalda.
Sor Comnat contuvo la respiración.
– Entonces es la pobre Almu, pero… ¿dónde se descubrió el cuerpo?
– En el pozo principal de la abadía.
– No lo entiendo. Si la capturaron los hombres de Gulban o cualquiera de los Uí Fidgenti, ¿por qué habrían de llamar la atención colocando el cadáver en el pozo de la abadía?
Fidelma esbozó una sonrisa.
– Eso es un misterio que todavía tengo que resolver.
– Hemos de trazar un plan -intervino Ross-. No falta mucho para que amanezca y tan pronto como se eche de menos a sor Comnat y al sajón saldrán grupos en su busca.
– Tenéis razón, Ross -admitió Fidelma-. Uno de nosotros tiene que navegar hasta Ros Ailithir y advertir a Bran Finn y a mi hermano. Hay que enviar a algunos guerreros hasta aquí para que estas máquinas infernales -las tormenta como las llama Eadulf- sean destruidas antes de que se puedan usar contra Cashel.