– Todos tendríamos que irnos. La abadía ya no es un lugar seguro ahora -replicó Ross-. Si Adnár sospecha algo, no estaréis a salvo. Adnár ocupa la fortaleza que está frente a la abadía -explicó a Eadulf- y, en este momento, tiene de huéspedes al Olcán, el hijo de Gulban, y a Torcán de los Uí Fidgenti.
Eadulf silbó suavemente.
– Eso no es un buen augurio.
– Y Adnár, si está implicado en esta conspiración, puede tener cómplices en la misma abadía -añadió Fidelma, pensativa.
– Así que todos tendríamos que tomar mi barc y dirigirnos a Ros Ailithir. Podemos estar allí mañana al anochecer.
– No, Ross. Os llevareis a sor Comnat y os dirigiréis inmediatamente a Ros Ailithir para informar al abad Brocc. Sor Comnat será vuestro testigo. También hay que enviar mensajeros a mi hermano en Cashel, para que pueda prepararse contra cualquier ataque de los Uí Fidgenti. Al mismo tiempo, decidle a Bran Finn que envíe a unos guerreros a las minas de cobre lo antes posible para que se destruyan las tormenta y se capture a los mercenarios francos antes de que puedan encaminarse hacia Cashel.
– ¿Y nosotros qué? -preguntó Eadulf.
– Yo tengo que regresar a la abadía, pues, si no, se darán cuenta de que se ha descubierto la conspiración y los hombres de Gulban podrían actuar contra Cashel con mayor rapidez. Por ello, el barco galo ha de permanecer donde está, ya que su desaparición también alertaría a nuestros enemigos. En cuanto a vos, Eadulf, iréis con Odar. Odar y algunos de los hombres de Ross han hecho de tripulación en el barco galo. Os ocultaréis a bordo. Odar y sus hombres me podrían ayudar a escapar en el caso de que yo sea descubierta.
– ¿Y si ya sospechan de vos? Saben que sois la hermana de Colgú -protestó Ross-. Os pueden tomar como rehén.
– Es un riesgo que he de correr -contestó Fidelma con determinación-. Aquí hay otro misterio además de la conspiración para derribar a Cashel. He de quedarme y resolverlo. Si todo va bien, Ross, podréis regresar dentro de tres días.
– ¿Y quién os garantiza que estaréis a salvo esos tres días, Fidelma? -preguntó Eadulf-. Si os quedáis en la abadía, yo también lo haré.
– ¡Imposible!
Pero Ross asentía con la cabeza.
– El sajón tiene razón, hermana -admitió-. Alguien tiene que quedarse cerca de vos.
– ¡Imposible! -repitió Fidelma-. Una vez se conozca la desaparición de sor Comnat y Eadulf, a alguien se le ocurrirá buscarlos en la abadía. Eadulf estará allí bien a la vista. No, Eadulf se quedará a bordo del barco galo con Odar.
– Pero seguro que es una alternativa igualmente peligrosa -objetó Odar-. Cuando los Uí Fidgenti logren saber dónde está el barco galo vendrán a reclamarlo sin tardanza.
– Ahora ya hace varios días que saben dónde está -señaló Fidelma-. El barco galo seguro que fue inmediatamente reconocido tan pronto como Ross se adentró en la bahía de Dún Boí. Por eso probablemente Adnár intentó reclamar sus derechos sobre él. Era una manera de recuperarlo sin llamar la atención. Me parece que a nuestros enemigos les conviene de momento que esté anclado en Dún Boí. El barco galo es el último lugar en el que se les ocurrirá buscaros, Eadulf. Acordaremos un sistema de señales para haceros saber a Odar y a vos si hay dificultades.
– Una buena idea -dijo Odar, dando por fin su opinión-. Si hay algún problema, tenéis que hacer una señal, hermana, o venir al barco para que podamos zarpar si el peligro amenaza.
– Sigo sin entender por qué tenéis que quedaros en la abadía -objetó Eadulf.
– Yo he hecho un juramento como dálaigh que he de cumplir -explicó Fidelma-. Hay algo maligno en la abadía que tengo que descubrir. Algo maligno, que yo creo que no está relacionado con lo que está pasando aquí, algo que está por encima de los anhelos de poder político. En la abadía ha habido dos muertes que se tienen que resolver.
Sor Comnat dejó ir un gemido.
– ¿Otra muerte, aparte de la de la pobre sor Almu? ¿Quién más ha muerto en la abadía, hermana?
– Sor Síomha, la rechtaire.
Sor Comnat abrió bien los ojos, perpleja.
– ¿La amiga de sor Almu? ¿También está muerta?
– Y asesinada de la misma manera. Hay algo maligno allí dentro y yo tengo que destruirlo.
– ¿No sería mejor esperar a que Ross regrese con ayuda? -sugirió Eadulf-. Entonces podéis continuar vuestras investigaciones sin miedo a un asesino o a algo peor.
Fidelma sonrió al monje sajón.
– No; he de trabajar mientras no haya sospechas de que se ha descubierto la conspiración. Pues, si me equivoco, y hay alguna complicidad, mi presa podría huir antes de que yo resuelva esos crímenes.
Sor Comnat iba sacudiendo la cabeza.
– No entiendo esto.
– No hace falta. Hemos de ponernos en marcha, y vos tenéis que decir al abad Brocc de Ros Ailithir y a Bran Finn, jefe de los Loígde, todo lo que sabéis de lo que ha sucedido aquí.
Fidelma se puso en pie y ayudó a la anciana hermana a levantarse. Vio que Ross seguía observando el cielo y empezaba a inquietarse por la llegada del amanecer.
– Calmaos, Ross -lo amonestó con humor-. Horacio en sus Odas ordena aequam memento rebus in arduis servare mentem, mantened la cabeza clara cuando se intenta una tarea difícil. Llevaos a la buena hermana a vuestro barc. Espero vuestro regreso para dentro de tres días. -Lanzó una mirada a Odar-. Cuando Eadulf esté a salvo a bordo del barco galo, aseguraos de devolver los caballos. No queremos que Barr venga a buscarlos y ponga en alerta a Adnár.
Subió sobre su corcel. Se pusieron al medio galope, justo cuando el cielo al este empezaba a disolverse y unas sombras de luz se abrían en el horizonte.
Capítulo XVI
Sor Fidelma se quejó al sentir como si la sacaran de un capullo oscuro y cálido a la dura, fría y grisácea luz. Sor Brónach estaba inclinada sobre ella mientras le sacudía el hombro.
– Os habéis dormido, hermana. Es tarde -le decía sor Brónach.
Fidelma parpadeó con rapidez, el corazón le latía con fuerza. Le costó un rato recordar dónde estaba. Luego se dio cuenta de que se había escabullido hasta el interior de la abadía, a la casa de los huéspedes, justo cuando empezaba a amanecer. Había dejado a los otros en los bosques situados detrás de la abadía, para que fueran a realizar las tareas fijadas, y había recorrido a pie la pequeña distancia hasta el complejo de la abadía, bajo un cielo duro y frío. Estaba exhausta, se había sacado la ropa y se había tumbado en el camastro. Le parecía que de eso hacía tan sólo un momento. En realidad habían pasado ya dos horas, o al menos eso calculó por la luz de la ventana.
Por un instante se preguntó si tendría que decirle a sor Brónach que quería seguir durmiendo. ¿Tal vez pudiera alegar que se encontraba mal? Pero sor Brónach estaba allí de pie, mirándola con desaprobación, y Fidelma no quería levantar ninguna sospecha de que había pasado la noche fuera. Hacía mucho frío y vio que había cubitos de hielo en la jofaina que la esperaba para hacer las abluciones matinales. Era consciente de que sor Brónach la observaba mientras se empezaba a lavar.
– Hay un joven guerrero que está esperando para veros -dijo finalmente sor Brónach con desaprobación.
Fidelma sintió un escalofrío en el cogote.
– ¿Oh? ¿Sabéis quién es? -preguntó mientras se apartaba de la jofaina y alcanzaba la toalla.
– Sí, lo conozco. Es el joven Olcán, el hijo del jefe de los Beara.
Fidelma apretó las mandíbulas automáticamente.