– Es mejor que me digáis qué está sucediendo -gruñó Eadulf, aguantándose la cabeza con una mano.
– Lo que sucede -susurró Fidelma- es que la neblina de la confusión se está empezando a despejar.
– Para mí no -suspiró Eadulf perplejo-. Pero el chico que acaban de matar fue nuestro secuestrador en las minas de cobre.
– Ah, ya sabía que me lo ibais a revelar -dijo Fidelma- Pero por ahora no digáis nada.
– ¿Entonces, quién es ese hombre?
Fidelma se ablandó un poco y se lo explicó. Adnár ya había regresado entonces, con expresión ceñuda.
– Las he visto, hermana. Es una mala cosa. Como dálaigh, tenéis más jurisdicción que yo. ¿Qué pensáis hacer respecto a este asunto?
Fidelma no respondió directamente. En lugar de eso, ayudó a Eadulf a levantarse.
– Primero, tenéis que ayudarme a llevar a Eadulf al hostal de huéspedes -respondió-. Le han dado un golpe. Creo que le tienen que aplicar alguna hierba en la herida y después ponerse a descansar un poco. Luego, Adnár, hablaremos.
Más tarde aquella mañana, Fidelma y Eadulf regresaron a la cueva con un grupito. La abadesa Draigen, que no hizo caso a su hermano con estudiada frialdad, fue junto con sor Brónach. Cada una, por turno, identificó los horribles restos de sor Almu y sor Síomha. Dos hermanas colocaron los restos en un saco y se los llevaron bajo las órdenes de sor Brónach, para enterrarlos con los otros restos.
Draigen miraba con desprecio el cuerpo de Torcán, que todavía estaba tal como había caído.
– Tal vez vuestro compañero -dijo la abadesa señalando hacia Eadulf, que ya estaba mucho más recuperado- podría ayudar a Adnár a retirar este cadáver. No hay sitio para él en los terrenos de la abadía.
– Por supuesto, madre abadesa -admitió Eadulf dispuesto, sin captar la animadversión latente en el tono de aquélla.
Pero Fidelma retuvo un momento a Eadulf. Frunció el ceño mientras se inclinaba una vez más sobre el cadáver y pasaba su mano por donde su ojo observador había percibido un bulto bajo el jubón del muerto.
– Curioso -murmuró Fidelma, adelantándose y extrayendo unas hojas de pergamino.
La luz de la linterna dejó ver que estaban manchadas de barro rojizo.
– ¿Bien? -inquirió la abadesa Draigen, mostrándose expectante.
Fidelma dobló las páginas en silencio y se las metió en la crumena. Luego sonrió a la abadesa.
– Ahora se puede retirar el cuerpo. Pero quizá sería mejor que Adnár enviara a alguno de los criados de Torcán para hacerse cargo de él. Ese trabajo no es muy adecuado para un bó-aire y un hermano de la fe.
La abadesa resopló molesta y respondió.
– Como queráis, mientras lo retiréis.
Entonces se fue sin decir palabra. Adnár esperó a que se hubiera ido y luego se encogió de hombros.
– Haré lo que habéis dicho, sor Fidelma, y enviaré a los criados de Torcán para que recuperen el cadáver.
Como Fidelma no añadió nada, él también siguió a su hermana fuera del subterraneus.
Más tarde, cuando Fidelma estaba sentada en su celda del hostal de huéspedes frente a Eadulf, aplanó bien las hojas de pergamino que había recuperado del cuerpo de Torcán.
– ¿Qué es? -preguntó el monje sajón acercándose-. A la abadesa no le gustó que no le dijerais nada al respecto.
Fidelma las había identificado inmediatamente cuando las había sacado del cadáver de Torcán.
Eran las páginas que faltaban del libro Teagasg Rí, las Instrucciones del Rey. Las páginas que faltaban del apéndice biográfico de las instrucciones filosóficas de Cormac Mac Art. Les echó una ojeada rápida. Sí, tal como había sospechado, estaba la historia de Cormac y del ternero de oro. La historia continuaba hablando del sacerdote del ternero de oro y de cómo se suponía que había matado a Cormac, haciendo que se le clavaran tres espinas de salmón en la garganta.
– «Después de esta infamia -siguió leyendo en voz alta-, el impío sacerdote se retiró, llevándose con él el fabuloso ídolo que valía el precio de honor de todos los reyes de los cinco reinos de Éireann junto con el propio Rey Supremo. El sacerdote regresó a su país en el otro extremo del reino, al lugar de los Tres Salmones, y escondió el ternero de oro en las primitivas cuevas esperando el momento en que la nueva fe fuera derrotada. Y durante generaciones, cada sacerdote del ternero de oro, que esperaba el día de la expiación, tomó el nombre de Dedelchú.»
Eadulf frunció el ceño.
– ¿El sabueso de Dedel? Eso ya lo mencionasteis antes.
Fidelma sonrió.
– El sabueso del ternero. Lo busqué en el Glosario de Longarad. «Dedel» es una palabra antigua, apenas utilizada hoy en día, que significa específicamente un ternero de una vaca.
– Ah, ¿no os dije yo que esos dibujos eran más un ternero que un sabueso? -observó Eadulf alegremente.
Fidelma contuvo un suspiro.
Al día siguiente el sonido de una trompeta proveniente de la fortaleza de Adnár hizo que Fidelma saliera del hostal de los huéspedes y mirara hacia el otro lado de la bahía. Dos barcos entraban en el puerto. No le costó reconocer el barc de Ross. La otra elegante nave que la acompañaba, tras su estela, era sin duda un barco de guerra, en el que ondeaban los colores de los reyes de Cashel. Fidelma dejó ir un suspiro de alivio. La espera había terminado y, por primera vez desde que Ross había partido, ya no se sentía amenazada.
Capítulo XVIII
Habían descendido hasta el muelle para recibir a los recién llegados. Fidelma y Eadulf, la abadesa Draigen y sor Lerben, a quien Draigen había confirmado en su puesto de rechtaire de la abadía a pesar del consejo de Fidelma. Se quedaron observando el bote procedente del barc de Ross mientras era amarrado al embarcadero.
Ross se acercó acompañado de un hombre alto, de cabello plateado y aspecto imponente. Este anciano todavía era guapo y de aspecto enérgico a pesar de los años que aparentaba. Llevaba una cadena de oro, propia de su cargo, encima de la capa. Si su aspecto físico no lo distinguía bastante, la cadena proclamaba que se trataba de un hombre de posición.
Ross sonrió aliviado cuando vio a Fidelma entre el grupo que los recibía. Primero la saludó a ella, olvidándose del protocolo y sin hacer caso a la abadesa Draigen.
– Gracias a Dios que estáis a salvo y bien, hermana. He pasado varias noches sin dormir desde que os dejé -dijo sonriendo para saludar al hermano Eadulf.
Fidelma le devolvió el saludo.
– Estamos bien y a salvo, Ross -contestó Fidelma.
– Deo adjuvante! -murmuró el anciano-. Deo adjuvante! Vuestro hermano nunca me hubiera perdonado si os hubiera pasado algo.
Ross contestó la pregunta que adivinó en los ojos de Fidelma.
– Es Beccan, jefe brehon y juez del clan Loígde.
El anciano brehon tendió ambas manos hacia Fidelma con expresión grave, pero había humor en sus ojos.
– ¡Sor Fidelma! He oído hablar mucho de vos. Me han pedido que asista en lugar de Bran Finn, jefe del clan Loígde, para juzgar quién es culpable y de qué crímenes en relación con esta traición.
Fidelma saludó al brehon. Había supuesto que Bran Finn enviaría a su principal oficial legal para presidir el juicio. Presentó a Eadulf.
Beccan era solemne.
– Si no hubiera otro crimen, hermano, aparte de reteneros en cautividad, este asunto ya sería grave. La violación de las leyes de la hospitalidad con los forasteros de nuestro reino nos concierne a todos, desde al Rey Supremo hasta al más humilde. Por ello os pido perdón y os prometo que se os compensará.