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– Nadie desea más que yo que llegue ese momento. Todo lo que he dicho respecto a Draigen saldrá a la luz.

Antes de que pudiera decir nada más, Fidelma había acompañado a Eadulf en dirección al pequeño embarcadero situado en el exterior de la fortaleza. Sorprendió a Eadulf cuando le dijo al barquero que los llevara otra vez al mercante galo y una vez allí pidió a Odar que fuera con ellos.

– Quiero que me llevéis a ver a ese granjero que os proporcionó los caballos -le dijo.

– ¿Barr?

– Sí, ése es el hombre. ¿Está lejos de aquí?

– Un trecho a pie por las montañas, pero se recorre fácilmente si no nos paramos -respondió el marinero.

Barr era un hombre pequeño y corpulento con una barba castaña frondosa y daba la impresión de que no se lavaba nunca. Su ropa estaba tan sucia como su cara. Estaba cavando un pedazo de tierra cuando llegaron.

Los miró con sus ojitos oscuros en la cara redonda, y Fidelma pensó entonces que un cerdo resultaría más bello que él.

– Odar -saludó el granjero con voz áspera-, si venís para negociar otra vez los caballos, los he vendido. El cuirm es un consuelo mejor que los caballos en este frío invierno.

– No hemos venido por lo caballos, Barr -afirmó Fidelma.

El hombre esperó con mirada interrogante.

– ¿Habéis encontrado ya a vuestra hija?

El hombre soltó una risotada.

– Yo no tengo hija. Qué…

Abrió bien los ojos y se ruborizó por completo, con aspecto culpable. Desde luego, Barr no era un buen mentiroso.

– ¿Por qué dijisteis a la abadesa que vuestra hija había desaparecido?

Barr estaba confundido.

– ¿Os dijeron que fuerais a la abadía, no?

– No había nada malo en ello -protestó el granjero-. El joven me pidió que fuera a ver un cadáver, haciendo ver que mi hija había desaparecido y que yo quería identificarla.

– Por supuesto. ¿Os ofreció dinero?

– El suficiente para comprar tres buenos caballos. -El granjero hizo una mueca-. Veis, hice negocio con él, ansiaba que le hiciera el favor.

– ¿Y exactamente qué se suponía que teníais que hacer?

– Simplemente mirar el cadáver, muy detenidamente, y presentarle al joven una descripción.

– ¿Una descripción? -insistió Fidelma-. ¿Y eso es todo?

– Sí. Fue un dinero fácil.

– Conseguido mintiendo a la abadesa y a su comunidad -indicó Fidelma-. ¿Habíais visto a ese joven anteriormente?

– No. Sólo cuando se quedó una noche esperando a la mujer.

– ¿Se quedó una noche? ¿Esperando a qué mujer?

– Se suponía que tenía que encontrarse con una mujer en mi granja. Ella no apareció. A la mañana siguiente se fue, pero regresó al día siguiente y entonces hicimos el negocio.

– ¿Podéis describirlo?

– Tranquilo. Tenía criados. Oí a uno de ellos que lo llamaba por su nombre. Era lord Torcán.

Dos días después, justo cuando las integrantes de la comunidad de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos salían del refectorio después de la primera comida del día, llegó otro barco de guerra a la bahía y se colocó junto al barc de Ross, el mercante galo y el barco de guerra de los Loígde. También llevaba las banderas de los Loígde y de Cashel ondeando en los mástiles.

Fidelma y Eadulf siguieron de cerca a la abadesa Draigen, a Beccan y a Ross; todos descendieron hasta el muelle y contemplaron que partía una barquita del barco recién llegado. Vieron a un joven marinero muy musculoso que cogía los remos, mientras un religioso envuelto en una capa se sentaba junto a un delgado guerrero en la popa. Cuando el bote alcanzó el embarcadero, el ágil guerrero saltó a tierra el primero mientras que al religioso le ayudó a bajar el marinero.

El guerrero se acercó a Beccan, a quien claramente reconoció, y lo saludó.

– Éste es Máil de los Loígde -lo presentó Beccan.

Pero se quedó indeciso mientras el compañero del guerrero, un joven con cara de querubín vestido como hermano de la fe, llegó y saludó a todos con un gesto general. El joven monje tenía un aspecto agradable. A pesar de sus mejillas coloradas y rasgos suaves infantiles, había algo en él que le proporcionaba un aura de mando.

– Soy el hermano Cillín de Mullach -anunció.

Máil, el guerrero, decidió obviamente que se necesitaba una presentación más completa.

– El hermano Cillín acaba de servir en Ros Ailithir. El abad Brocc y Bran Finn lo han enviado a este lugar después de oír cómo estaban las cosas.

El hermano Cillín los contempló con solemnidad.

– En efecto, me han puesto al cargo de todos los religiosos de esta península.

Sor Draigen emitió un grito sofocado. Cillín lo oyó y sonrió, mientras parpadeaba mirando en dirección a la abadesa.

– La tarea que me ha encomendado el abad Brocc es reorganizar a los religiosos e intentar que regresen a los caminos de la fe y de la obediencia. Me quedaré aquí uno o dos días y luego me dirigiré hacia el norte, a la capital de Gulban.

Fidelma se fijó en la expresión de la abadesa. Estaba claro que no recibiría a Cillín amistosamente.

– Hermano Cillín -dijo Fidelma adelantándose y saludando al monje-. ¿Tenéis alguna noticia de Ros Ailithir?

– Sin duda, hermana. Sin duda. Eoganán y sus rebeldes se han movido. ¿No os habéis enterado?

El corazón de Fidelma estaba desbordado por la ansiedad.

– ¿Queréis decir que en realidad Eoganán se ha alzado contra Cashel? ¿Qué noticias tenéis de mi hermano, Colgú? -preguntó sin aparentar estar demasiado ansiosa.

– No temáis -respondió rápidamente Máil, el guerrero-. Colgú está a salvo en Cashel. La insurrección ha terminado. Es más, terminó antes de comenzar.

– ¿Tenéis detalles? -preguntó Beccan.

Fidelma estaba demasiado aliviada para poder hablar.

– Parece que Colgú ordenó a sus guerreros que atacaran a Eoganán y a los Uí Fidgenti antes de que estuvieran preparados. La insurrección estaba planeada para la primavera, cuando el terreno estaría más duro y podrían mover las máquinas francas que Gulban había adquirido. El clan Arada condujo el ataque directamente al territorio de los Uí Fidgenti.

– Continuad -insistió Fidelma. Sabía que el clan de los Arada Cliach ocupaba un territorio hacia el oeste de Cashel, situado entre la antigua capital y las tierras de los Uí Fidgenti. Era un pueblo conocido por la equitación pues, en la antigüedad, habían sido famosos en los cinco reinos como aurigas.

Máil continuó hablando, obviamente a gusto en su papel de informador.

– Eoganán vio que no podía esperar la ayuda que estaba esperando procedente de Gulban y que tenía que reunir a sus hombres del clan para que lo defendieran. Los dos ejércitos se encontraron a los pies de la colina de Áine.

Fidelma conocía la colina de Áine. Era una colina baja y aislada donde había una antigua fortaleza, y que dominaba las llanuras que la rodeaban. Se decía que era el trono de la diosa cuyo nombre portaba.

– Hubo pocas bajas…

– Deo gratias! -intervino Beccan.

– Los Arada y Cashel resultaron victoriosos. Los Uí Fidgenti huyeron del campo dejando, entre muchos otros muertos rebeldes, a Eoganán, su príncipe. Ahora Cashel está a salvo. Vuestro hermano está bien.

Fidelma se quedó en silencio un buen rato, con la cabeza inclinada.

– ¿Y qué noticias hay de Gulban y sus mercenarios francos? -preguntó Eadulf.

Esta vez respondió el joven monje Cillín.

– Uno de nuestros barcos de guerra ya había sido alertado por Ross hace algunos días y se dirigió directamente a las minas de cobre de Gulban, justo cuando Gulban personalmente mandaba poner en movimiento esas máquinas de destrucción. ¿Cómo se llaman? ¿Tormenta? Los guerreros Loígde atacaron antes de que Gulban pudiera organizar una defensa y se prendió fuego a todas sus máquinas. Los francos que no murieron fueron capturados. Allí había algunos prisioneros galos y se les ha soltado.