Las imágenes continuaban apareciendo en su mente. Resultaban dolorosas y alimentaban su cólera. Pero no hizo ningún esfuerzo por alejarlas; cuando encontrara a Amelia Sachs quería que su furia no tuviera paliativos.
Con un quejido, la puerta de la cabaña se abrió unos centímetros.
– Mary Beth -llamó Tom-. Sal ahora, sal y ven a jugar.
Él y el Misionero murmuraban entre sí. Luego Tom habló de nuevo.
– Vamos, vamos, cariño. Hazlo fácil para ti. No te haremos daño. Ayer estábamos bromeando.
Mary Beth estaba de pie, erguida contra el muro, detrás de la puerta principal. No dijo una palabra. Cogió el garrote con ambas manos.
La puerta se abrió un poco más, y las bisagras chillaron. Una sombra cayó sobre el suelo. Tom entró, cauteloso.
– ¿Dónde está esa chica? -susurró el Misionero desde el porche.
– Hay un sótano -dijo Tom-. Estará allí, supongo.
– Bueno, búscala y nos vamos… No me gusta este lugar.
Tom dio otro paso hacia el interior. En su mano relucía un enorme cuchillo de desollador.
Mary Beth conocía la filosofía de la guerra india y una de sus reglas consistía en que si todas las conferencias previas fracasan y la guerra es inevitable, no hay que burlarse ni amenazar; hay que atacar con toda la fuerza disponible. La razón de una batalla no es convencer al enemigo para que se someta, ni explicar ni reprender: es aniquilarlo.
De manera que Mary salió tranquilamente desde detrás de la puerta, aulló como un espíritu Manitú y balanceó el garrote con ambas manos. Tom se dio vuelta y sus ojos reflejaron terror. El Misionero gritó:
– ¡Cuidado!
Pero Tom no tenía la menor oportunidad. El garrote le dio rotundamente en la parte anterior a la oreja, destrozando su mandíbula y cercenándole media garganta. Dejó caer el cuchillo y se agarró el cuello. Cayó de rodillas, sin aliento. Salió a gatas.
– Ahud… ahud… me -jadeó.
Pero no recibiría ninguna ayuda, el Misionero se limitó a extender la mano y a sacarlo del porche. Lo dejó caer al suelo. Tom se tomó la cara destrozada, mientras Mary Beth observaba desde la ventana.
– Imbécil -dijo el Misionero a su amigo; después sacó una pistola de su bolsillo trasero. Mary Beth cerró la puerta con un golpe, volvió a ocupar su lugar detrás de la misma. Se secó las manos sudorosas y cogió el garrote con más firmeza.
Escuchó el sonido del martillar un arma.
– Mary Beth, tengo una pistola y como te imaginarás, en estas circunstancias, no tengo problema en usarla. Sólo sal afuera. Si no lo haces, dispararé y probablemente te hiera.
Ella se agachó contra el muro detrás de la puerta, esperando el disparo.
Pero el Misionero nunca apretó el gatillo. Era una trampa; pateó con fuerza la puerta, que la golpeó y tiró al suelo, aturdida. Cuando el hombre entró, ella cerró de una patada la puerta, con tanta fuerza como la usada por él. El Misionero no esperaba más resistencia y la pesada tabla de madera le dio en un hombro e hizo que perdiera el equilibrio. Mary Beth se acercó y blandió el garrote contra el único blanco al que podía dar, el codo. Pero el hombre se tiró al suelo en el momento en que la piedra le hubiera golpeado, Mary había errado. El enorme impulso que imprimió al arma hizo que el garrote se escapara de sus manos sudorosas y se deslizara por el suelo.
No tenía tiempo de cogerlo. ¡Correr! Mary Beth saltó por encima del Misionero antes de que él pudiera volverse y disparar. Saltó por la puerta.
¡Al fin!
¡Al fin libre de aquel agujero infernal!
Corrió hacia la izquierda, dirigiéndose al sendero por donde su captor la había traído dos días antes, el que pasaba por una gran torca de Carolina. En la esquina de la cabaña se volvió hacia el estanque.
Y se encontró en brazos de Garrett Hanlon.
– ¡No! -gritó-. ¡No!
Los ojos del muchacho parecían los de un loco. Tenía un revólver en la mano.
– ¿Cómo saliste? ¿Cómo? -la cogió por la muñeca.
– ¡Déjame ir! -Mary trató de soltarse pero el muchacho la tenía bien agarrada.
Con él estaba una mujer de semblante sombrío, bonita y con una larga melena roja. Sus ropas, como las de Garrett, estaban muy sucias. Se mantenía en silencio y sus ojos reflejaban tristeza. No parecía en absoluto sorprendida por la repentina aparición de la chica. Parecía drogada.
– Maldición -exclamó la voz del Misionero-. ¡Puta de mierda!
Dobló la esquina y se encontró con Garrett que le apuntaba a la cara. El chico aulló:
– ¿Quién eres? ¿Qué haces en mi casa? ¿Qué le hiciste a Mary Beth?
– ¡Ella nos atacó! Mira a mi amigo. Mira a…
– Tira el arma -dijo Garrett con furia, señalando la pistola con la cabeza-. ¡Tírala o te mataré! Lo haré. ¡Te volaré la cabeza!
El Misionero miró la cara del muchacho y el revólver. Garrett martilló el arma.
– Jesús… -el hombre tiró el arma al pasto.
– ¡Ahora vete de aquí! Muévete.
El Misionero retrocedió, ayudó a Tom a levantarse y se tambalearon hacia los árboles.
Garrett caminó hacia la puerta delantera de la cabaña y llevó a Mary Beth con él.
– ¡Entra en la casa! Tenemos que entrar. Nos persiguen. No debemos dejar que nos vean. Nos esconderemos en el sótano. ¡Mira lo que hicieron a la cerradura! ¡Me rompieron la puerta!
– ¡No, Garrett! -dijo Mary Beth con voz ronca-. No vuelvo a ese lugar.
Pero el chico no dijo nada y la empujó a la cabaña. La silenciosa pelirroja caminó sin conservar el equilibrio y a duras penas entró. Garrett cerró la puerta de un golpe, mirando la madera resquebrajada y la cerradura rota con una expresión de congoja.
– ¡No! -gritó, al ver en el suelo los trozos de cristal del bote que había contenido el escarabajo.
Mary Beth, atónita porque el chico parecía más trastornado al ver que uno de sus bichos había escapado, caminó hacia Garrett y le dio un fuerte bofetón. Él parpadeó por la sorpresa y tambaleó hacia atrás.
– ¡Basura! -lo insultó la chica-. Me podrían haber matado.
El muchacho estaba aturdido.
– ¡Lo lamento! -expresó con voz quebrada-. No sabía nada de ellos. Pensé que no había nadie por aquí. No quería dejarte tanto tiempo sola, pero me detuvieron.