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– No puedo mantener este ritmo -le dijo Lydia a Garrett-. No puedo ir tan rápido -jadeó. El sudor le corría por la cara. Su uniforme estaba empapado.

– Quieta -la regaño con ira-. Necesito escuchar. No lo puedo hacer si protestas todo el tiempo.

¿Escuchar qué?, se preguntó la chica.

Él consultó nuevamente el mapa y la llevó por otro sendero. Todavía estaban en lo profundo del bosque de pinos, pero, incluso fuera del alcance del sol, ella se sentía mareada y reconocía los primeros síntomas de una insolación.

El muchacho la miró, sus ojos se posaron de nuevo en sus pechos.

Hizo sonar las uñas.

El inmenso calor.

– Por favor -murmuró entre sollozos-. ¡No puedo más! ¡Por favor!

– ¡Cállate! No te lo diré más veces.

Una nube de mosquitos volaba alrededor de su cara. Inhaló uno o dos y escupió con asco para limpiarse la boca. Dios, como odiaba estar allí, en el bosque, Lydia Johansson odiaba estar al aire libre. A la mayoría de la gente le gustaban los bosques y las piscinas y los patios traseros. Pero su felicidad consistía en una frágil placidez que tenía lugar casi siempre en el interior: su trabajo, hablar con sus otras amigas solteras frente a un margarita en los viernes por la noche, los libros de terror y la televisión, las incursiones a los centros comerciales para hacer muchas compras, las noches ocasionales con su amigo.

Alegrías de interior, todas ellas.

El exterior le recordaba las comidas al aire libre de sus amigas casadas, le recordaba las familias sentadas alrededor de las piscinas mientras los niños jugaban con juguetes hinchables, los picnics, las esbeltas mujeres en ropa deportiva y chanclas.

El exterior le recordaba a Lydia una vida que quería pero no tenía, le recordaba su soledad.

Él la condujo a lo largo de otro sendero, fuera del bosque. De repente los árboles desaparecieron y un enorme pozo se abrió frente a ellos. Era una antigua mina. Agua verde azulada llenaba el fondo. Se acordó de que años atrás los niños solían venir a nadar allí, antes de que el pantano comenzara a comerse la tierra al norte del Paquo y la región se hiciera más peligrosa.

– Vamos -dijo Garrett, indicando el camino con la cabeza.

– No. No quiero. Me da miedo.

– Me interesa una mierda lo que quieres -soltó-. ¡Vamos!

Asió con fuerza sus manos atadas y la llevó por un empinado sendero hacia una saliente rocosa. Garrett se despojó de su camisa y se inclinó, se mojó con agua la piel dañada. Se rascó y se apretó las ronchas, examinó sus uñas. Asqueroso. Miró hacia Lydia.

– ¿Quieres hacerlo? Está buena. Puedes quitarte el vestido, si quieres. Nadar un poco.

Horrorizada ante el pensamiento de encontrarse desnuda delante del chico, se negó con firmeza, moviendo la cabeza. Luego se sentó cerca del borde y se echó agua sobre su rostro y manos.

– No la bebas. Tengo esto.

Sacó una polvorienta bolsa de arpillera de detrás de una roca, que debía de haber guardado recientemente. Extrajo una botella de agua y algunos paquetes de galletas de queso con mantequilla de cacahuete. Comió un paquete de galletas y bebió media botella de agua. Le ofreció lo que quedaba.

Lydia negó con la cabeza, asqueada.

– Joder, no tengo SIDA ni nada si es lo que estás pensando. Deberías beber algo.

Ignorando la botella, Lydia acercó su boca al agua de la mina y dio un sorbo profundo. El agua era salada y metálica. Repelente. Se atragantó y casi vomitó.

– Jesús, te lo dije -exclamó Garrett con brusquedad. Le ofreció el agua otra vez-. Está muy contaminada. Deja de ser una jodida estúpida. -Le tiró la botella. Ella la tomó torpemente con sus manos atadas y bebió hasta dejarla vacía.

Beber el agua la refrescó inmediatamente. Se relajó un poco y preguntó:

– ¿Dónde está Mary Beth? ¿Qué has hecho con ella?

– Está en un lugar al lado del océano. Una antigua mansión de banquero.

Lydia sabía lo que quería decir. Para alguien de Carolina, «banquero» significaba alguien que vivía en los Outer Banks, las islas que forman una barrera en la costa del Atlántico. De manera que allí era donde estaba Mary Beth. Y Lydia comprendió por qué estaban viajando hacia el este, hacia la tierra de pantanos, sin casas y con muy pocos lugares para esconderse. Probablemente el chico tenía un bote escondido para llevarlos a través del pantano de la Intercoastal Waterway, luego a Elizabeth City y a través del estrecho de Albemarle a los Bancos.

Él continuó:

– Me gusta ese lugar. Está realmente bien ¿Te gusta el océano? -Se lo preguntó como si estuviera manteniendo una conversación normal. Por un momento el miedo de la chica disminuyó. Pero luego él se puso rígido otra vez y escuchó algo; se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio, frunció las cejas con enfado y su lado oscuro retornó. Por fin negó con la cabeza mientras decidía si lo que había oído era o no una amenaza. Frotó el dorso de la mano contra su cara, rascando otra roncha-. Vámonos -señaló con un ademán hacia el empinado sendero hacia el borde de la mina-. No está lejos.

– Nos llevará un día llegar a los Outer Banks. Más.

– Oh, diablos, no vamos a ir hoy allí -se rió fríamente como si ella hubiera hecho un comentario idiota-. Nos esconderemos cerca de aquí y dejaremos a los gilipollas que nos buscan que se nos adelanten. Dormiremos por aquí -no la miraba cuando lo dijo.

– ¿Dormir aquí? -murmuró ella con desaliento.

Pero Garrett no dijo nada más. Comenzó a llevarla hacia arriba, por la empinada cuesta, hacia el borde de la mina y los bosques de pinos que quedaban más allá.

Capítulo 6

¿Cuál es el atractivo de la escena de una muerte?

A menudo Amelia Sachs se había hecho esta pregunta, cuando caminaba por la cuadrícula de docenas de escenas de crímenes, y se la hizo ahora nuevamente, cuando estaba en el arcén de la ruta 112 en Blackwater Landing, mirando hacia el río Paquenoke.

Aquel era el lugar en que el joven Billy Stail murió ensangrentado, donde dos mujeres jóvenes fueron secuestradas, donde la vida de un esforzado policía cambió para siempre, quizá terminó, por culpa de cientos de avispas. Y aun bajo el sol despiadado, la atmósfera de Blackwater Landing era sombría e intranquilizadora.