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– Estáte quieta. Espero poder darte pronto más indicaciones.

* * *

Garrett y Lydia habían recorrido otras tres o cuatro millas.

El sol estaba alto. Quizá fuera mediodía y el aire estaba tan caliente que quemaba. Lydia había eliminado rápidamente el agua embotellada que había bebido en la mina y ahora se sentía desmayar de calor y de sed.

Como si lo hubiera percibido, Garrett dijo:

– Pronto llegaremos. Es un lugar más fresco. Y tengo más agua.

Estaban a cielo abierto. Bosques ralos, pantanos. No había casas ni caminos. Había muchos senderos antiguos que se abrían en diferentes direcciones. Sería casi imposible para quienquiera que los persiguiera encontrar por dónde habían ido: las sendas eran como un laberinto.

Garrett tomó por una de esas sendas estrechas, rocas a la izquierda, una pendiente de seis metros a la derecha. Caminaron cerca de un kilómetro a lo largo de esa ruta y luego se detuvieron. Garrett miró hacia atrás.

Cuando pareció satisfecho al ver que nadie los seguía, se dirigió a los matorrales y volvió con una cuerda de nylon, como un fino hilo de pescar, que colocó a lo ancho del sendero a pocos centímetros del suelo. Era casi imposible que alguien lo viera. Lo conectó a un palo, que a su vez apoyó contra una botella de vidrio de diez o doce litros, llena de un líquido lechoso. Había un residuo a un costado de la botella y su olor llegó hasta Lidia: amoniaco. La horrorizó. ¿Era una bomba?, se preguntó. Como enfermera del departamento de urgencias había tratado a varios adolescentes heridos al fabricar bombas caseras. Recordó la forma en que sus pieles ennegrecidas habían sido lastimadas por la explosión.

– No puedes hacer eso -murmuró.

– No me des sermones de mierda -hizo sonar las uñas-. Voy a terminar esto y luego nos vamos a casa.

¿A casa?

Lydia observó, paralizada, la gran botella que él cubrió de ramas.

Garrett la llevó por el sendero una vez más. A pesar del intenso calor del día, ahora se movían más rápidamente y ella se esforzó por mantener el paso de Garrett, que parecía ensuciarse más a cada minuto, estaba cubierto de polvo y trozos de hojas muertas. Como si estuviera él también convirtiéndose, lentamente en un insecto, a medida que sus pasos lo alejaban de la civilización. Le hizo recordar una historia que había que leer en la escuela pero que ella nunca terminó.

– Ahí arriba -Garrett señaló una colina-. Allí está el lugar donde nos quedaremos. Iremos al mar por la mañana.

Su uniforme estaba empapado de sudor. Los primeros dos botones de su traje blanco se habían desabrochado y se veía el blanco del sostén. El chico miraba a cada rato la piel redondeada de sus pechos. Pero a ella poco le importaba; por el momento, lo único que le interesaba era escapar del mundo exterior; llegar hasta donde hubiera alguna sombra fresca, donde fuera que la llevara.

Quince minutos más tarde salieron de los bosques, y llegaron a un claro. Frente a ellos había un viejo molino harinero, rodeado de cañas, espadañas y altos pastos. Se encontraba ubicado al lado de un arroyo que en gran parte había sido absorbido por el pantano. Un costado del molino se había quemado. Entre los escombros aparecía una chimenea chamuscada, lo que se llamaba «Monumento Sherman» por el general de la Unión que quemó casas y edificios durante su marcha al mar, dejando un panorama de chimeneas ennegrecidas a su paso.

Garrett la condujo al frente del molino, la porción no tocada por el fuego. La empujó para que atravesara la pesada puerta de roble, luego la cerró y puso el cerrojo. Por un largo instante se quedó escuchando. Cuando pareció seguro de que nadie los seguía, le entregó otra botella de agua. Lydia luchó contra la necesidad de beber de golpe el contenido. Se llenó la boca de agua, sintió frescura en su boca reseca y luego tragó lentamente.

Cuando terminó, él le arrebató la botella, desató sus manos y se las volvió a atar a la espalda.

– ¿Tienes que hacerlo? -le preguntó Lydia con enfado.

El joven hizo una mueca ante la tonta pregunta. La hizo sentar en el suelo.

– Siéntate aquí y manten cerrada tu jodida boca -Garrett se sentó en el lado opuesto y cerró los ojos. Lydia movió la cabeza hacia la ventana y escuchó por si oía el sonido de helicópteros o barcas en el pantano o el ladrido de los perros de la patrulla de rescate. Pero sólo oyó la respiración de Garrett, y en su desesperación decidió que en realidad, era el sonido de Dios mismo que la abandonaba.

Capítulo 10

Una figura, acompañada por Jim Bell, apareció en el marco de la puerta.

Era un hombre en la cincuentena: su pelo que comenzaba a escasear; rostro redondo y distinguido. Llevaba sobre uno de sus brazos una chaqueta azul. Su camisa blanca estaba perfectamente planchada con mucho almidón, si bien en las axilas aparecían oscuras manchas de sudor. Una corbata rayada se mantenía en su lugar con una pinza.

Rhyme pensó que podía ser Henry Davett; los ojos del criminalista eran una de las partes de su cuerpo que habían salido incólumes del accidente, su visión era perfecta, y leyó el monograma que llevaba en la pinza de la corbata a tres metros de distancia: WWJD.

¿William? ¿Walter? ¿Wayne?

No tenía idea de quién podría ser.

El hombre miró a Rhyme, entrecerró los ojos para apreciar mejor la situación, y lo saludó con un movimiento de cabeza. Entonces Jim Bell dijo:

– Henry, quiero presentarte a Lincoln Rhyme.

De manera que no se trataba de un monograma. Aquél era Davett. Rhyme devolvió el saludo y llegó a la conclusión de que la pinza de la corbata probablemente había pertenecido al padre. William Ward Jonathan Davett.

Entró en el cuarto. Sus perspicaces ojos se posaron sobre el equipo.

– Ah, ¿conoce los cromatógrafos? -preguntó Rhyme al observar un destello de reconocimiento.

– Mi departamento de Investigación y Desarrollo posee dos. Pero este modelo… -movió la cabeza críticamente-. Ya ni se fabrica. ¿Por qué los utiliza?

– El presupuesto estatal, Henry -dijo Bell.

– Os enviaré otro.

– No es necesario.

– Esto es basura -dijo el hombre con brusquedad-. Tendré uno nuevo aquí en veinte minutos.

Rhyme dijo:

– Obtener la evidencia no es el problema. El problema está en interpretarla. Ahí es donde necesitamos su colaboración. Este es Ben Kerr, mi ayudante forense.

Estrecharon las manos. Ben parecía aliviado al ver que otra persona sin minusvalía estaba en el cuarto.