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– ¿Qué? -preguntó ella.

Él saltó.

– ¡La trampa! ¡La pisaron! ¡Estarán aquí en diez minutos! ¿Cómo diablos pueden haber llegado tan pronto? -Se inclinó hacia la cara de Lydia. Ella nunca vio tanta furia y odio en los ojos de alguien-. ¿Dejaste algo en la senda? ¿Les enviaste un mensaje?

Lydia se encogió, segura de que estaba a punto de matarla. Parecía completamente fuera de control.

– ¡No! ¡Lo juro! Lo prometo.

Garrett se le acercó. Lydia trató de huir pero él pasó a su lado rápidamente. Estaba frenético; rasgó la tela cuando se quitó la camisa y los pantalones, la ropa interior, los calcetines. Ella observó su cuerpo delgado, la erección que sólo había disminuido un poco. Desnudo, corrió a un rincón del cuarto. Había otras ropas dobladas sobre el suelo. El chico se las puso. Zapatos también.

Lydia levantó la cabeza y miró por la ventana, a través de la cual llegaba un fuerte olor a amoniaco. De manera que su trampa no había sido una bomba, había usado el amoniaco como un arma en sí mismo; había llovido sobre la patrulla de rescate, quemándolos y dejándolos ciegos.

Garrett siguió, hablando casi en un susurro:

– Tengo que llegar adonde está Mary Beth.

– No puedo caminar -dijo Lydia sollozando-. ¿Qué vas a hacer conmigo?

Él sacó la navaja del bolsillo de sus pantalones. La abrió con un fuerte chasquido. Se volvió hacia ella.

– No, no, por favor…

– Estás lesionada. No hay manera que puedas seguirme.

Lydia miró la hoja de la navaja. Estaba manchada y mellada. Su aliento era entrecortado.

Garrett se le acercó. Lydia comenzó a gritar.

* * *

¿Cómo habían llegado tan pronto? Garrett Hanlon se lo preguntó otra vez, mientras corría desde la parte delantera del molino hacia el arroyo, el pánico que sentía tan a menudo invadía su corazón de la forma en que el veneno del cedro había lastimado su cara.

Sus enemigos habían cubierto el territorio desde Blackwater Landing hasta el molino en unas pocas horas. Estaba asombrado; había pensado que encontrar su rastro les llevaría al menos un día, probablemente dos. El chico miró hacia el sendero que venía de la mina. Ni señal de ellos. Se volvió hacia la dirección opuesta y comenzó a caminar lentamente por otro sendero que llevaba más allá de la mina, río abajo desde el molino.

Hizo sonar las uñas mientras se preguntaba: «¿Cómo, cómo, cómo?»

«Relájate», se dijo. «Hay mucho tiempo». Después de que la botella de amoniaco se hiciera pedazos contra las rocas, los policías se moverían tan despacio como escarabajos peloteros empujando bolas de estiércol, preocupados por la existencia de otras trampas. En unos minutos él estaría en las ciénagas y no podrían seguirlo. Ni siquiera con perros. Estaría con Maty Beth en ocho horas.

Entonces Garrett se detuvo.

A un costado de la senda había una botella plástica de agua, vacía. Parecía que alguien acabase de arrojarla. El chico husmeó el aire, tomó la botella, olió dentro. ¡Amoniaco!

Una imagen atravesó su mente: una mosca atrapada en la tela de una araña. Pensó: ¡Mierda! ¡Me engañaron!

Una voz de mujer ladró:

– Quieto ahí, Garrett -una linda pelirroja en vaqueros y camiseta negra salió de los matorrales. Tenía una pistola en la mano y apuntaba directamente a su pecho. Sus ojos se dirigieron al cuchillo del chico y luego a su cara.

– Está aquí -gritó la mujer-. Lo tengo -luego bajó la voz y miró a Garrett a los ojos-. Haz lo que te digo y no saldrás lastimado. Quiero que dejes caer la navaja y te tumbes en el suelo, boca abajo.

Pero el muchacho no se tumbó.

Se limitó a quedarse quieto, en una postura desgarbada e incómoda, haciendo un ruido compulsivo con sus uñas. Parecía totalmente asustado y desesperado.

Amelia Sachs observó otra vez el cuchillo manchado, que el chico sostenía firmemente en la mano.

Mantuvo la mira del Smith & Wesson en el pecho de Garrett.

Los ojos le ardían por el amoniaco y el sudor. Se pasó una manga por la cara.

– Garrett… -habló con calma-. Túmbate. Nadie te va a lastimar si haces lo que te decimos.

Oyó unos gritos en la distancia.

– Tengo a Lydia -avisó Ned Spoto-. Está bien. Mary Beth no está aquí.

La voz de Lucy preguntaba, «¿Dónde estás, Amelia?»

– En el sendero hacia el arroyo -exclamó Sachs-. Tira la navaja, Garrett. Al suelo. Luego túmbate.

Él la miró con cautela, las manchas rojas en su piel y los ojos húmedos.

– Vamos, Garrett. Somos cuatro. No hay forma de escapar.

– ¿Cómo? -preguntó-. ¿Cómo me encontraron? -su voz era infantil, no parecía la de un muchacho de dieciséis años.

Amelia no le dijo que habían encontrado la trampa de amoniaco y el molino gracias a Lincoln Rhyme, por supuesto. Justo cuando habían empezado a marchar por el sendero del medio, en la encrucijada del bosque, el criminalista la había llamado. Había dicho: «Uno de los empleados de los depósitos de forraje y granos con el que habló Jim Bell dijo que por aquí no se utiliza el maíz para la alimentación de animales. Dijo que probablemente el maíz provenía de un molino y Jim conoce un molino abandonado que se quemó el año pasado. Eso explicaría las marcas de hollín».

Bell se puso al teléfono y explicó a la patrulla cómo llegar al molino. Luego Rhyme habló de nuevo y añadió: «También tengo una idea acerca del amoniaco».

Rhyme había estado leyendo los libros de Garrett y encontró un pasaje subrayado acerca del uso que hacen los insectos de los olores para comunicarse advertencias. Había decidido que como el amoniaco no se encuentra en explosivos comerciales, como el tipo utilizado en la mina, Garrett había preparado, probablemente, algo con amoniaco en una trampa con el hilo de pescar, con el propósito de que cuando los perseguidores lo desparramaran, él lo podría oler y saber que estaban cerca para escapar.

Después de que encontraron la trampa, había sido idea de Sachs llenar una de las botellas de agua de Ned con amoniaco, rodear silenciosamente el molino y verter el amoniaco en el suelo fuera del edificio, para hacer salir al chico.

Y lo hizo salir.

Pero todavía Garrett no escuchaba las instrucciones. Miró alrededor y estudió la cara de Sachs, como si tratara de decidir si ella le dispararía realmente.

Se rascó un grano de la cara y se enjugó el sudor, luego agarró el arma con más firmeza, miró a derecha y a izquierda mientras sus ojos se llenaban de desesperación y pánico.