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No sabía qué hora era. Hasta tenía miedo de encender la débil lucecilla de su reloj pulsera para mirar el cuadrante, con el loco temor de que la luz de alguna manera atrajera a sus atacantes.

Exhausta. Demasiado cansada como para preguntarse otra vez por qué le había pasado aquello a ella y qué podría haber hecho para prevenirlo.

Ninguna obra buena queda sin castigo…

Miró hacia el campo que estaba frente a la cabaña, ahora por completo en la oscuridad. La ventana era como un marco alrededor de su destino: ¿a quién mostraría acercándose por el campo? ¿A sus asesinos o a los que la rescatarían?

Escuchó.

¿Qué era ese ruido: una rama rozando la corteza? ¿O el chasquido de una cerilla?

¿Qué era ese punto de luz en el bosque: una luciérnaga o el fuego de un campamento?

Ese movimiento: ¿un ciervo impulsado a correr por el olor de un lince o el Misionero y su amigo sentados alrededor del fuego, para beber cerveza y comer y luego deslizarse por el bosque para venir a buscarla y satisfacer sus cuerpos de otra forma?

Mary Beth McConnell no lo podía distinguir. Aquella noche, como en tantos momentos de la vida, sólo se sentía llena de dudas.

Encuentras restos de colonos muertos hace siglos y te preguntas si tu teoría es errónea.

Tu padre muere de cáncer, una muerte larga y desgastante que los médicos dicen que es inevitable pero tú piensas: a lo mejor no era así.

Dos hombres están allá afuera en los bosques, planeando violarte y matarte.

Pero quizá no.

Quizá hayan abandonado sus planes. Quizá estén demasiado embriagados. O atemorizados por las consecuencias, en la creencia de que sus obesas mujeres o sus manos callosas son más seguras que lo que habían planeado para ella.

Con los miembros extendidos en tu casa…

Un agudo chasquido llenó la noche. Saltó ante el sonido. Un disparo. Parecía venir de donde había visto el fuego. Un momento después hubo un segundo disparo. Más cerca.

Respiró con dificultad por el miedo y cogió el garrote. Incapaz de mirar por la ventana, incapaz de no hacerlo. Aterrorizada al pensar que vería la cara pastosa de Tom aparecer lentamente en la ventana, sonriendo.

Volveremos.

Se levantó viento y dobló los árboles, los matorrales, el pasto.

Creyó que oía la risa de un hombre, cuyo sonido se perdió enseguida en el viento apagado, como el llamado de uno de los espíritus Manitú de los Weapemeocs.

Creyó escuchar a un hombre gritar:

– Prepárate, prepárate…

Pero quizá no era así.

* * *

– ¿Escuchaste esos disparos? -preguntó Rich Culbeau a Harris Tomel.

Estaban sentados alrededor de un fuego que se extinguía. Se sentían intranquilos y ni la mitad de borrachos que hubieran estado si se tratara de una excursión normal de caza, ni la mitad de borrachos que hubieran querido estar. El licor ilegal no hacía efecto.

– Pistola -dijo Tomel-. De gran calibre. Diez milímetros o una 44, 45. Automática.

– Tonterías -le increpó Culbeau-. No puedes saber si es automática o no.

– Puedo -peroró Tomel-. Un revólver suena más fuerte, a causa de la brecha entre el tambor y el cañón. Lógico…

– Tonterías -repitió Culbeau. Luego preguntó-: ¿A qué distancia?

– Aire húmedo. Es de noche… cálculo que a seis o siete kilómetros.

Tomel suspiró:

– Quiero que esto termine. Estoy harto.

– Te comprendo -dijo Culbeau-. Era más fácil en Tanner's Corner, ahora se está complicando.

– Malditos bichos -dijo Tomel, aplastando un mosquito.

– ¿Por qué crees que alguien está disparando a estas horas de la noche? Casi es la una…

– Un mapache en la basura, un oso negro en una tienda, un hombre que se tira la mujer de otro.

Culbeau asintió.

– Mira, Sean se ha dormido. Ese hombre puede dormir a cualquier hora, en cualquier lugar -desparramó las ascuas para apagarlas.

– Está medicándose.

– ¿Ah, sí? No lo sabía.

– Esa es la razón por la que se duerme a cualquier hora en cualquier lugar. Se porta de una forma extraña, ¿no crees? -preguntó Tomel, mirando al hombre delgado como si fuera una víbora echando una siesta.

– Me gustaba más cuando era impredecible. Ahora que está tan serio mete miedo. Coge el arma como si fuera su polla y todo.

– Tienes razón en eso -murmuró Tomel, luego miró durante unos minutos el sombrío bosque. Suspiró y dijo-: Eh, ¿tienes el antimosquitos? Me están comiendo vivo… Ya que estás, alcánzame también la botella de licor.

* * *

Amelia Sachs abrió los ojos cuando sonó el disparo de pistola.

Miró al dormitorio de la caravana, donde Garrett dormía sobre el colchón. No había oído el ruido.

Otro disparo.

«¿Por qué alguien está disparando tan tarde?», se preguntó.

Los disparos le recordaron el incidente en el río, Lucy y los otros disparando contra el bote debajo del cual pensaban que estaban Garrett y ella. Se imaginó los chorros de agua causados por los terribles impactos.

Prestó atención pero no escuchó más disparos. No oyó otra cosa más que el viento. Y las cigarras, por supuesto.

Viven una vida totalmente espeluznante… Las ninfas cavan el suelo y se quedan allí, digamos, veinte años antes de salir a la luz… Todos esos años en el suelo, escondiéndose, antes de salir y convertirse en adultos.

Su mente se vio otra vez ocupada por lo que había estado considerando antes de que los disparos interrumpieran sus pensamientos.

Amelia Sachs había estado pensando en una silla vacía.

No en la técnica terapéutica del doctor Penny, o en lo que Garrett le había contado de su padre y aquella noche terrible de cinco años atrás. No, estaba pensando en una silla diferente, la silla de ruedas roja Storm Arrow de Lincoln Rhyme.

Aquello era lo que, en definitiva, les había llevado a Carolina del Norte. Rhyme ponía en riesgo todo, su vida, lo que le quedaba de salud, la vida de ambos, con el propósito de llegar a salir de esa silla. De dejarla atrás, vacía.