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– ¡Vamos, levántate, maldito trozo de mierda! ¡Si fuese cualquier otro día te estaría dando de puntapiés en esa calabaza que tienes por cabeza!

Entonces recordé qué día era y para qué era la música. Estuve a punto de echarme a reír. Sin embargo, me contuve y me conformé con sentarme en la postura más digna posible y me cubrí los hombros con mi capa corta realizando lo que esperaba que fuese un gesto señorial.

– ¿Qué quieres, Eluitzic? -pregunté fríamente.

El mayordomo de mi amo apartó la mano como si se hubiese quemado. Retrocedió, pero con el talón se pisó el dobladillo de su larga capa hecha con la de tres guerreros cautivos y a punto estuvo de caer de espaldas al suelo.

Huiztic, su nombre significaba algo muy parecido a «Chinche», que era exactamente lo que yo creía que era.

Para ganar auténtico renombre como guerrero azteca tenías que haber capturado al menos a cuatro del enemigo. Entonces estabas entre los escogidos; podías atarte los cabellos con cintas con borlas de pluma de águila, ponerte tachones en los labios y las orejas, y sentarte en la Casa de las Águilas para charlar de igual a igual con hombres como mi distinguido hermano. Conseguías todo esto si hacías cuatro prisioneros.

Chinche había hecho tres, el último de ellos muchos años atrás. A cambio le habían dado una capa de algodón roja con el borde naranja, un taparrabos bordado, algunos obsequios y un empleo. El emperador había permitido graciosamente que fuera el mayordomo de la casa de mi amo y luego, como no había conseguido volver a distinguirse, lo había olvidado completamente.

Desde que lo conocía, el mayordomo había demostrado ser un bravucón amargado y cruel. Afortunadamente, como la mayoría de los bravucones, se aterrorizaba ante un poder superior, fuera humano o divino. La última vez que me tocó fue para darme una terrible paliza por haberme fugado, pero hoy era el día de mi patrono. Quizá pagaría por ello más tarde, pero por el momento estaba a salvo del mayordomo gracias a la superstición. Se decía que cualquiera que molestara o pegara a un esclavo en Uno Muerte sería castigado con pústulas supurantes,

– Tienes un visitante. -Se había apartado hasta tocar la pared junto a la puerta, que era lo más lejos que podía estar de mí sin salir de la habitación. Advertí que llevaba algo sobre un brazo.

Me apresuré a levantarme.

– ¿Un visitante? -Por un momento me atreví pensar que era León, que había venido para renovar su oferta de comprar mi libertad, y que quizá mi amo estuviese dispuesto a aceptarla-. ¿Quién es?

– No lo sé -respondió. Mis esperanzas se esfumaron-. Se presentó hace un momento, cuando su señoría estaba preparando el sacrificio para el dios. Está en el patio grande, donde han instalado el ídolo.

Me abracé a mí mismo debajo de la capa y temblé, todavía con frío después de dormir en el duro suelo helado. Miré a través del hueco de la puerta hacia la creciente oscuridad.

– Será mejor que vaya.

– ¡Espera!

Me volví con curiosidad hacia el mayordomo, que me extendía un brazo donde colgaba una tela; sus colores todavía eran brillantes; acabada de lavar, si es que no era nueva.

– El amo ha dicho que debes ponerte esto. No hemos tenido tiempo para bañarte, pero dice que debes llevar una capa nueva.

La cogí con admiración, y mientras dejaba caer mi vieja y sucia capa y me ponía la nueva, me maravillé una vez más del extravagante sentido del humor de Tezcatlipoca. La tela solo era de fibra de maguey; incluso en este día tenía prohibido el algodón. El brazo que me la había ofrecido estaba rígido como un bastón, pero el Señor del Aquí y Ahora debía de pensar que era un broma muy divertida: hacer que los hombres que un día me maldecían y golpeaban me hicieran regalos al siguiente.

En silencio seguí al mayordomo hasta el gran patio en el centro del palacio de mi amo.

No iba a poder reunirme con mi visitante durante un rato. Todos los laterales estaban atestados de gente de la casa del primer ministro y de invitados, y me costó lo mío abrirme paso entre ellos para encontrar un lugar desde donde poder ver qué estaba pasando. Un par de hombres me miraron con curiosidad, pero me abrieron paso cuando me reconocieron; esta era otra de las cosas que solo podían ocurrir en un día como aquel.

Medio patio estaba despejado. A un lado, los músicos aún interpretaban el acompañamiento de un himno. Había trompeteros que soplaban las caracolas, flautistas, cuyo instrumento era el preferido de Tezcatlipoca, y tambores. A mi alrededor la multitud se movía al ritmo de los tambores y del sonido agudo de las flautas.

Mi amo estaba de espaldas a mí. Se mantenía muy erguido, y visto desde atrás podría haber pasado por un hombre mucho más joven, pero esa noche se le reconocía por la fastuosidad de su atuendo: la capa blanca bordeada de plumas negras, que era el distintivo de su elevado cargo.

Delante del viejo Plumas Negras estaba el dios.

Tezcatlipoca vivía gran parte del año en un altar en el interior de la casa, muy cerca del fuego central, pero hoy lo habían sacado al exterior para que todos lo viéramos y le rindiéramos culto.

Llevaba generaciones en la familia de mi amo, y comenzaba a aparentar su edad, con la pintura desconchada y descolorida en algunos lugares y con grietas en la madera tallada. Sin embargo, no había perdido ni un ápice de su poder. Desde las largas plumas blancas que coronaban la cabeza hasta el disco negro del espejo mágico en la mano izquierda y la pezuña de venado, símbolo de su terrorífica rapidez, atada a su pie derecho, era una fiel representación del Señor del Aquí y Ahora. Cuando miré la ancha franja oscura que cruzaba su rostro como si frunciera el entrecejo, las flechas con puntas de obsidiana en la mano derecha y la sangre de verdad que embadurnaba la mitad de su cara, me resultó difícil no echarme a temblar. Los hombres habían tallado esta monstruosa imagen, pero su poder pertenecía al dios; los diminutos ojos que observaban a través de la nube de humo aromático y resinoso que velaba su rostro inmóvil tenían todo el poder de la ferocidad y maldad de Tezcatlipoca.

Mi amo se había tomado mucho trabajo para apaciguarlo en su día, en vista de las flores frescas amontonadas delante del ídolo y la gran cantidad de sangre fresca, cuyo hedor se imponía al perfume de las flores. Los cuerpos decapitados de las codornices sacrificadas yacían a su alrededor; su preciosa agua de la vida se derramaba en el suelo cubierto de tierra y formaba una espesa pasta oscura.

El viejo llegaba al final de un cántico. El viejo Plumas Negras era sacerdote además de cabeza de la casa, y las palabras que entonaba debían de serle tan conocidas que podría haberlas recitado en sueños. Sin embargo había algo en la manera en que las decía: un sincero fervor que no había oído en su voz desde hacía años. Supe que esa noche realmente necesitaba la ayuda de Tezcatlipoca.

Hago ofrendas

de flores y plumas