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– Entonces, ¿qué podemos hacer? -gritó mi hijo con desesperación.

Miré su rostro durante un buen rato, sin decir palabra. Quería hablar, pero los sonidos no salían, como si no pudiera pasar por el nudo que me oprimía la garganta. Sin embargo, él me comprendió. Lo supe al ver cómo las lágrimas empañaban sus ojos y sus labios se abrían para formar la palabra «No».

– Es… es la única forma -susurré finalmente. También mis ojos se habían llenado de lágrimas. Las contuve con furia para aprovechar hasta el último momento la visión de mi hijo.

– ¿Se puede saber de qué hablas? -preguntó mi hermano, que nos miraba alternativamente-. ¿Qué pasa?

Me obligué a apartar la mirada de mi hijo y mirar a León, cuya expresión de extrañeza me hubiese parecido cómica en cualquier otra circunstancia.

– El señor Plumas Negras quería que le dijera dónde estaba Espabilado. -Hablé con voz pausada, articulando cada palabra; si no lo hacía así, hubiesen salido como un torrente y resultaría imposible distinguir las unas de las otras-. Pero sabe muy bien que nunca traicionaría a mi hijo, por mucho que lo intentara. Confiaba en capturar a uno de nosotros o a ambos en casa de Bondadoso, pero la jugada le ha salido mal. Así que ahora está dispuesto a descargar su ira en el primero de nosotros que caiga en sus manos. Si me entrego, dejará que se marchen Bondadoso y Azucena. Correría un enorme riesgo si no lo hiciera. Tú, Espabilado, tienes que escapar. ¡Ahora, antes de que envíen a los otomíes a por ti!

– ¡No puedes ir! -gritó el chico-. ¡Iré yo!

– No. Escucha, en lo que concierne a la ley, tú ni siquiera existes. -Como se había criado entre los bárbaros y había venido a la ciudad sin que nadie lo supiera, Espabilado no pertenecía a ningún distrito ni tenía más familia que yo-. De todos modos, sería capaz de acusarte de complicidad en los delitos de Luz Resplandeciente. -Vi su mueca al recordarle a su amante muerto y las siniestras actividades en las que se había visto envuelto-. Soy un esclavo, no lo olvides. No puede hacerme gran cosa, excepto venderme. Ya le costará bastante ocultar sus actividades de hoy, para encima violar una vez más la ley con el maltrato de un esclavo. Si quieres saber la verdad, no es mucho el riesgo. -Veía muy clara la falta de lógica de mis palabras, y comprendí por la mirada de mi hijo que él también la veía, pero mi hermano y el policía me secundaron.

– Tiene razón -manifestó Escudo-. Los comerciantes se le echarán encima por lo que está haciendo ahora. Si yo estuviese en su lugar, tendría mucho cuidado durante un tiempo.

– Tú eres joven y tienes toda la vida por delante; no es el caso de tu padre -añadió León en tono áspero-. ¡Tienes mucho más que perder!

Sin embargo, al final lo que convenció a Espabilado no fueron las palabras sino la fuerza. De pronto dio un salto e intentó correr hacia la casa del comerciante, pero León ya estaba preparado. Lo sujetó antes de que pudiera dar unos pasos y no lo soltó; no hizo caso de los forcejeos, los gritos y el cuchillo que esgrimía inútilmente porque no tenía la intención de usarlo contra su tío.

– Si piensas irte -me dijo León-, te aconsejo que lo hagas inmediatamente.

Espabilado dejó de debatirse entre sus brazos. Lo miré una última vez antes de que las lágrimas me lo impidieran.

– Lo siento, hijo -murmuré con la voz ahogada-. Desearía que… ¡Adiós!

La distancia hasta la casa del comerciante era corta, pero se me hizo eterna.

Me detuve en dos ocasiones, en mitad de la calle, mientras las canoas navegaban por el canal, cargadas con personas que iban a ocuparse tranquilamente de sus cosas; finalmente, conseguí dominar el miedo que me paralizaba las piernas. En ambas ocasiones pensé en Azucena en manos del capitán otomí, con la temible espada de cuatro filos apoyada en su garganta.

«¿Por qué te preocupas tanto?», me pregunté mientras llegaba a la última esquina. «Lo peor que puede pasar es que te venda. El emperador recibirá el atavío del dios, se mostrará agradecido y…»

Ni yo mismo me lo creía.

Me venderían para que me sacrificaran a los dioses. ¿Qué pasaría después? ¿Ardería mi carne en el sacrificio del fuego o atravesarían mi cuerpo en el sacrificio de las flechas y mi sangre manaría de las múltiples heridas como la lluvia por la que rogarían los dioses mientras yo moría?

Mientras cruzaba la entrada del patio de la casa del comerciante, las sonrisas en los rostros de los guerreros que me esperaban contaban su propia historia.

Simon Levack

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