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Una persona corriente hubiera considerado los detalles imposibles, desmesurados y desprovistos de sentido. Pero en el preciso momento en que el lector expresa su incredulidad ante el curso de los acontecimientos, cada dificultad queda superada por una inacabable cadena de razonamientos. Poe despertó la curiosidad al forzar lo posible hasta su último extremo, y eso cautivaba el alma, listos. Estos relatos donde se aplicaba la técnica de la raciocinación (con secuelas en posteriores casos de Dupin) se convirtieron en los más populares de Poe entre muchos lectores, pero en mi opinión por razones equivocadas. Estos lectores expectantes disfrutaban viendo resuelto un rompecabezas, pero su importancia radicaba en un nivel más elevado. Mi objetivo último es sólo la verdad, dijo Dupin a su ayudante. Comprendí, a través de Dupin, que la verdad era también el objeto único de Edgar A. Poe, y que precisamente esto era lo que a tantos atemorizaba y confundía a propósito de Poe. El genuino misterio no era el acertijo concreto que la mente se esfuerza por desentrañar: la mente del hombre, ése era el verdadero y perenne misterio del relato.

Y yo encontré algo nuevo para mí como lector: el reconocimiento. Poe era la independencia desafiando el control, y yo no podía dejar de leerlo. De pronto me sentí menos solo en el mundo. Quizá por eso la muerte de Poe, que a otro lector pudiera haberle preocupado un día o dos, habitaba ahora en mis pensamientos de una manera casi imposible de arrancar.

A mi padre le gustaba decir que la verdad residía en los honrados caballeros profesionales del mundo, no en los monstruosos relatos y en las historias engañosas de algún escritor de revistas. Me dijo que la mayoría de los hombres de los ejércitos del mundo, incluido él mismo, eran requeridos para desempeñar las obligaciones que la vida imponía, y aquí Industria y Empresa eran más necesarias que un Genio brillante, el cual se dejaba llevar demasiado por la torpeza de los hombres como para permitirles alcanzar verdadero éxito. Su negocio eran los embalajes, pero él daba por sentado que en ese ramo reinaba la falta de escrúpulos, y que un joven debía ser abogado, un negoció completo en sí mismo, como decía admirativamente. Peter se entusiasmó con el plan, puesto que era una iniciativa precursora, como si nos embarcáramos en el primer barco hacia California ante súbitos rumores de hallazgo de oro.

Tras obtener el título, Peter se colocó de pasante en un bufete de cierto prestigio, y mientras estuvo allí alcanzó notoriedad por su compilación de una concienzuda obra, índice de las leyes de Maryland de 1834 a 1843. Mi padre se apresuró a financiarle su propio bufete, y quedó claro que yo debía estudiar y trabajar a las órdenes de mi amigo. Era un plan demasiado razonable para oponerle objeciones, y ni una sola vez pensé en hacerlo… al menos que ahora recuerde.

Eres afortunado -me escribió Peter cuando todavía estaba yo en la universidad-. Tendrás un buen bufete aquí, conmigo y bajo los auspicios de tu padre, y te casarás con Hattie en cuanto lo desees. Todas las jóvenes hermosas y de buena posición de la calle Baltimore te sonríen al pasar. Si yo estuviera en tu lugar, si tuviera una cara la mitad de atractiva que la tuya, Quentin Clark, ¡sabría muy bien qué hacer con el desahogo y el lujo de esta sociedad!

En el otoño de 1849, en que ustedes trabaron conocimiento conmigo unas páginas más atrás, estaba tan afianzado profesionalmente que ni me daba cuenta de ello. Peter Stuart y yo formábamos una excelente asociación. Mis padres habían muerto para entonces, como consecuencia de un accidente cuando viajaban en un carruaje en Brasil, adonde habían acudido para resolver asuntos del negocio de mi padre. La vida que yo me había organizado en su ausencia transcurría en medio de todo aquello: Hattie, Peter, los escogidos clientes que aparecían a diario en nuestras oficinas y mi mansión familiar a la sombra de viejos álamos, conocida como Glen Eliza, en honor al nombre de mi madre, Elizabeth. Todo eso marchaba satisfactoriamente, como movido por alguna maquinaria automática, silenciosa e ingeniosa. Hasta la muerte de Poe.

Por aquellos días yo tenía la debilidad, propia de un joven, de desear que los demás comprendieran todo cuanto me concernía; era la necesidad de hacer entender a los demás. Pensaba que lo conseguiría. Aún recuerdo la primera vez que le dije a Peter que deberíamos ocuparnos de proteger a Edgard A. Poe, creyendo, irracionalmente, que consideraría que se trataba de un asunto importante. Contando con la buena disposición que yo atribuía a Peter, fui a transmitir buenas noticias al señor Poe.

Mi primera carta a Edgar Poe, el 16 de marzo de 1845, trataba de una pregunta que me hice mientras leía «El cuervo», entonces un poema recién publicado y que dio lugar a algún comentario. Los versos finales dejan al cuervo posado sobre un busto de Palas «encima de la puerta de mi habitación». En estos últimos versos, la traviesa y misteriosa ave continúa obsesionando al joven del poema quizá para toda la eternidad:

Y sus ojos guardan todo el parecido con un demonio con el que sueña, y la luz de la lámpara que alumbra sobre él proyecta su sombra en el suelo; y mi alma, de esa sombra que yace flotando en el suelo, no se levantará ¡nunca jamás!

Si el cuervo se posa encima de la puerta de la habitación, ¿qué luz de qué lámpara podía estar tras él, de tal manera que proyectara su sombra en el suelo? Con la impetuosidad de la juventud, escribí a Poe solicitándole una respuesta, pues yo deseaba captar cada pliegue y cada rincón del poema. Junto con la pregunta, incluí en la misma carta al señor Poe el importe de una suscripción a una nueva revista titulada The Broadway Journal, que por entonces editaba el escritor, a fin de asegurarme de que vería todo cuanto saliera de su pluma.

Después de meses sin recibir respuesta, y sin un solo numero de The Broadway Journal, escribí de nuevo al señor Poe. Como el silencio persistía, dirigí una reclamación a un socio de la revista en Nueva York, e insistí en que se me devolviera el dinero de la suscripción. Un día, recibí mis tres dólares junto con una carta.

Firmada por Edgar A. Poe.

¡Qué sorprendente y edificante que aquel visionario eminente se aviniera a dirigirse personalmente a un simple lector de veintidós años! Incluso explicaba el pequeño misterio relativo a la sombra del cuervo. «Mi idea era el brazo del candelabro lijado a la pared, mucho más arriba de la puerta y del busto, como a menudo puede verse en los palacios ingleses, e incluso en algunas de las mejores casas de Nueva York.»

¡La verdadera naturaleza de las sombras del cuervo reveladas y explicadas para mí! Poe también me agradecía mis opiniones y me animaba a enviarle más. Aclaraba que sus socios financieros en el The Broadway Journal, donde había estado trabajando, habían forzado su interrupción, colocándole a él en el dilema de que asumiera el pleno control, lo que suponía otra derrota en la lucha entre dinero y literatura. Él siempre consideró la revista como un simple complemento temporal de otros proyectos. Un día, decía, podríamos conocernos personalmente, él me confiaría sus planes literarios y solicitaría mi consejo como hombre de leyes. «Soy terriblemente ignorante -afirmaba- en materia legal.»