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Los anos no fueron generosos con la memoria del inspector Fumero. Ni siquiera quienes le odiaban y le temian parecen recordarle ya. Hace anos me tropece en el paseo de Gracia con el teniente Palacios, que dejo el cuerpo y se dedica ahora a dar clases de educacion fisica en un colegio de la Bonanova. Me conto que todavia hay una placa conmemorativa en honor a Fumero en los sotanos de la comisaria central de Via Layetana, pero la nueva maquina expendedora de refrescos a monedas la tapa completamente.

En cuanto al caseron de los Aldaya, sigue alli, contra todo pronostico. Finalmente, la inmobiliaria del senor Aguilar consiguio venderlo. Fue restaurado completamente y las estatuas de los angeles reducidas a gravilla para cubrir la pista del aparcamiento que ocupa lo que fuera el jardin de los Aldaya. Hoy en dia es una agencia de publicidad, dedicada a la creacion y promocion de esa rara poesia de los calcetines de punto, los flanes en polvo y los deportivos para ejecutivos de altos vuelos. Tengo que confesar que un dia, alegando razones inverosimiles, me presente alli y solicite visitar la casa. La vieja biblioteca en la que estuve a punto de perder la vida es ahora una sala de juntas decorada con carteles de anuncios de desodorantes y detergentes con poderes milagrosos. La habitacion donde Bea y yo concebimos a Julian es ahora el bano del director general.

Aquel dia, al regresar a la libreria despues de visitar el antiguo palacete de los Aldaya, me encontre con un paquete en el correo que traia matasellos de Paris. Contenia un libro titulado El angel de brumas, novela de un tal Boris Laurent. Deje pasar las hojas al vuelo, sintiendo ese perfume magico a promesa de los libros nuevos, y detuve la vista en el arranque de una frase al azar. Supe al instante quien la habia escrito, y no me sorprendio regresar a la primera pagina y encontrar, en el trazo azul de aquella pluma que tanto habia adorado de nino, la siguiente dedicatoria:

Para mi amigo Daniel, que me devolvio la voz y la pluma.

Y para Beatriz, que nos devolvio a ambos la vida.

Un hombre joven, tocado ya de algunas canas, camina por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derrama sobre la Rambla de Santa Monica como una guirnalda de cobre liquido.

Lleva de la mano a un muchacho de unos diez anos, la mirada embriagada de misterio ante la promesa que su padre le ha hecho al alba, la promesa del Cementerio de los Libros Olvidados.

Julian, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. A nadie.

- ?Ni siquiera a mama? -inquiere el muchacho a media voz.

Su padre suspira, amparado en esa sonrisa triste que le persigue por la vida.

- Claro que si -responde-. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contarselo todo.

Al poco, figuras de vapor, padre e hijo se confunden entre el gentio de las Ramblas, sus pasos para siempre perdidos en la sombra del viento