Выбрать главу

– ¿Crees que soy anormal, Isabel? -me preguntó.

– No, Celia. Un porcentaje de la gente es gay. Lo malo es que te diste cuenta un poco tarde.

– Sé que voy a perder a todos los amigos y que mi familia no volverá a hablarme. Mis padres jamás entenderán esto, ya sabes de qué medio vengo.

– Si no pueden aceptarte tal como eres, por el momento no los necesitas. Hay otras prioridades, primero tus hijos.

Dejó de ir a mi oficina porque no quería depender de mí, como dijo, pero si no lo hubiese decidido ella, lo habría tenido que hacer yo. No podíamos continuar juntas. Reemplazarla fue casi imposible, tuve que contratar a tres personas para que hicieran el trabajo que ella hacía sola. Yo estaba acostumbrada a Celia, le tenía confianza ciega, y ella había aprendido a imitarme desde la firma hasta el estilo; bromeábamos con que algún día no muy lejano me escribiría los libros. Celia, Nico y Sally empezaron a ir a terapia, separados y juntos, para resolver los detalles. A Celia volvieron a recetarle antidepresivos y somníferos, andaba atontada por las pastillas.

En cuanto a Jason, nadie pensó mucho en él; había decidido quedarse en Nueva York después de graduarse. Ya nada lo atraía a California y no quería volver a ver a Sally ni a Celia. Se sintió solo, creyó que había perdido a su familia completa. Siguió perdiendo peso y cambió de aspecto, dejó de ser un muchacho remolón y se convirtió en un hombre furioso que pasaba buena parte de la noche vagando

por las calles de Manhattan porque no podía dormir. No faltaban chicas noctámbulas a quienes les contaba su desgracia para que después lo consolaran en la cama.

«Pasarían tres o cuatro años antes de que yo volviera a confiar en una mujer», me dijo mucho después, cuando pudimos hablar del asunto. También perdió la confianza en mí, porque no supe calibrar la parte de sufrimiento que a él le tocó.

«Déjate de mariconerías», le contestó Willie la primera vez que lo mencionó, su frase favorita para resolver los conflictos emocionales de sus hijos.

¿Y yo? Me dediqué a cocinar y tejer. Me levantaba al alba cada día, preparaba ollas de comida y las llevaba a la casa de Nico, o se las dejaba en el techo de la camioneta a Celia, para que al menos no les faltara alimento. Tejía y tejía con lana gruesa una prenda informe e inmensa que según Willie era un chaleco para envolver la casa.

En medio de esta tragicomedia, mis padres llegaron de visita y aterrizaron justo en una de esas tormentas descomunales que suelen alterar el clima bendito del norte de California, como si la naturaleza quisiera ilustrar el estado de ánimo de nuestra familia. Mis padres viven en un departamento alegre en un apacible barrio residencial de Santiago, entre árboles nobles, donde al atardecer las empleadas de uniforme, todavía hoy, en pleno siglo XXI, pasean a ancianas quebradizas y perros peluqueados. Los atiende Berta, que ha trabajado con ellos por más de treinta años y es mucho más importante en sus vidas que los siete hijos que juntan entre los dos. Willie sugirió una vez que se instalaran en California a pasar el resto de su vejez cerca de nosotros, pero no hay dinero que pueda pagar en Estados Unidos la comodidad y compañía que gozan en Chile. Me consuelo de esta separación pensando en mi madre con su bigotudo profesor de pintura, con sus amigas en el té de los lunes, durmiendo la siesta entre sábanas de lino almidonadas, presidiendo la mesa en los banquetes preparados por Berta, en su hogar lleno de parientes y amigos. Aquí los viejos se quedan muy solos. Mi madre y el tío Ramón vienen a vernos al menos una vez al año, y yo voy dos o tres veces a Chile, además tenemos el contacto diario de las cartas y el teléfono. Es casi imposible ocultarles algo a ese par de viejos astutos, pero no les dije nada de lo ocurrido con Celia porque me aferré a la vana ilusión de que se resolvería en un tiempo prudente; tal vez era sólo un capricho de juventud. Por eso existe un vacío notorio en la correspondencia con mi madre durante esos meses; para reconstruir esta historia he tenido que interrogar por separado a los participantes y a varios testigos. Cada uno recuerda las cosas de manera diferente, pero al menos podemos hablar sin tapujos. Apenas mis padres pisaron San Francisco se dieron cuenta de que algo muy grave nos había sacudido y no quedó más remedio que contarles la verdad.

– Celia se enamoró de Sally, la novia de Jason -les solté de sopetón.

– Espero que esto no se sepa en Chile -murmuró mi madre cuando pudo reaccionar.

– Se sabrá, estas cosas no se pueden ocultar. Además, pasan en todas partes.

– Sí, pero en Chile no se ventilan.

– ¿Qué piensan hacer? -preguntó el tío Ramón.

– No sé. La familia entera está en terapia. Un ejército de psicólogos se está haciendo rico con nosotros.

– Si en algo podemos ayudar… -murmuró mi madre, siempre incondicional, aunque le temblaba la voz, y agregó que debíamos dejarlos que se arreglaran solos y ser discretos, porque los comentarios sólo agravarían la situación.

– Ponte a escribir, Isabel, así estarás ocupada. Será la única manera de que no te metas más de la cuenta -me aconsejó el tío Ramón.

– Lo mismo me dice Willie.

PERO SEGUIMOS NAVEGANDO

Mis Hermanas del Desorden agregaron otra vela en sus altares, además de las que ya tenían por Sabrina y Jennifer, para orar por el resto de mi desquiciada familia y para que yo pudiese volver a escribir, porque llevaba mucho tiempo buscando pretextos para no hacerlo. Se aproximaba el 8 de enero y no me sentía capaz de escribir ficción; podía imponerme la disciplina, pero me faltaba la soltura, aunque el viaje a la India me había llenado la cabeza de imágenes y color. Ya no me sentía paralizada, el pozo de la inspiración estaba lleno y tenía más actividad que nunca porque la idea de la fundación había echado a andar, pero para escribir una novela se necesita una pasión alocada, que ya estaba encendida, pero había que darle oxígeno y combustible para que ardiera con más brío. Seguía dándole vueltas a la idea de «una memoria de los sentidos», una exploración del tema de la comida y el amor carnal. Dado el clima de pasiones que imperaba en la familia, tal vez resultaba sarcástico, pero no era ésa mi intención. Se me había ocurrido antes de los amores de Celia y Sally. Incluso tenía un título, Afrodita, que por ser vago me daba plena libertad. Mi madre me acompañó a las tiendas de pornografía de San Francisco, en busca de inspiración, y se ofreció a ayudarme con la parte de cocina sensual. Le pregunté de dónde sacaría recetas eróticas y respondió que cualquier plato presentado con coquetería es afrodisíaco, así que no había para qué perder energía con nidos de golondrina y cuernos de rinoceronte, tan difíciles de conseguir en los mercados locales. Ella, criada en uno de los medios más católicos e intolerantes del mundo, nunca había pisado una tienda «para adultos», como las llaman, y tuve que traducirle del inglés las instrucciones de varios adminículos de goma que casi la matan de risa. La investigación para Afrodita nos produjo a ambas sueños eróticos.

«A los setenta y tantos años, todavía pienso en eso», me confesó mi madre. Le recordé que mi abuelo también pensaba en eso a los noventa. Willie y el tío Ramón fueron nuestros conejillos de Indias, en ellos probamos las recetas afrodisíacas que, como la magia negra, sólo surten efecto si la víctima sabe que se las han administrado. Un plato de ostras, sin la explicación de que estimula la libido, no da resultados visibles. No todo fue drama en esos meses, también nos divertimos.

Cuando podíamos, escapábamos a tu bosque con Tabra y mis padres para dar largas caminatas. Las lluvias nutrían el arroyo donde echamos tus cenizas, y el bosque tenía una fragancia de tierra mojada y árboles. Caminábamos a buen paso, mi madre y yo delante, calladas, y el tío Ramón con Tabra más atrás, hablando del Che Guevara. Mi padrastro considera que Tabra es una de las mujeres más interesantes y guapas que ha conocido -son muchas- y ella lo admira por varias razones, especialmente porque en una ocasión estuvo con el heroico guerrillero, e incluso tiene una fotografía con él. El tío Ramón le ha repetido el mismo cuento doscientas veces, pero ni ella se cansa de oírlo ni él de relatarlo. Tú nos saludabas desde las copas de los árboles, paseábamos contigo. Me abstuve de informar a mis padres que una vez tu fantasma había ido en taxi a visitarnos a la casa; no había para qué confundirlos más.