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A menudo, cuando regreso a casa después de un viaje, tengo la impresión de haber andado en círculos durante treinta años para acabar de nuevo en Chile; son los mismos inviernos de lluvia y viento, los veranos secos y calientes, los mismos árboles, las costas abruptas, el mar frío y oscuro, los cerros inacabables, los cielos despejados.

A Hija de la fortuna siguió Retrato en sepia, la novela que estaba escribiendo en esos meses y que también conecta Chile con California. El tema es la memoria. Soy una eterna trasplantada, como decía el poeta Pablo Neruda; mis raíces ya se habrían secado si no estuviesen nutridas por el rico magma del pasado, que en mi caso tiene un componente inevitable de imaginación. Tal vez no es sólo en mi caso, dicen que el proceso de recordar y de imaginar son casi idénticos en el cerebro. El argumento de la novela está inspirado en algo que le ocurrió a una rama lejana de mi familia, en la que el marido de una de las hijas se enamoró de su cuñada. En Chile este tipo de historia familiar no se ventila; aunque todos sepan la verdad, se teje una conspiración de silencio para mantener las apariencias. Tal vez por eso a nadie le gusta tener a un escritor en la familia. El escenario para los sucesos que narré en el libro era una hermosa propiedad agrícola al pie de la cordillera de los Andes, y los protagonistas, la gente más buena del mundo, no merecían tamaño sufrimiento. Creo que éste hubiera sido más tolerable si hubieran hablado sin tapujos y, en vez de encerrarse en el secreto, hubieran abierto puertas y ventanas para que el aire se llevara el mal olor. Fue uno de esos dramas de amor y traición soterrados bajo capas y capas de convenciones sociales y religiosas, como en una novela rusa. Tal como dice Willie, a puerta cerrada hay muchos misterios de familia.

No planeé ese libro como una segunda parte de Hija de la fortuna, aunque históricamente coincidían, pero varios personajes, como Eliza Sommers, el médico chino Tao Chi'en, la matriarca Paulina de Valle y otros se introdujeron en las páginas sin que yo pudiese impedirlo. Cuando iba a medio camino en la escritura, comprendí que podía relacionar esas dos novelas con La casa de los espíritus y formar así una especie de trilogía que empezaba con Hija de la fortuna y usaba a Retrato en sepia como puente. Lo malo fue que en uno de los libros Severo del Valle perdió una pierna en la guerra y en el libro siguiente apareció con dos; es decir, existe una pierna amputada flotando en la densa atmósfera de los errores literarios. La investigación correspondiente a California fue fácil, porque ya la había hecho para la novela anterior, pero el resto debí hacerlo en Chile, con ayuda del tío Ramón, quien escarbó durante meses en libros de historia, documentos y periódicos antiguos. Fue una buena excusa para ir a menudo a ver a mis padres, que habían entrado en la década de los ochenta y empezaban a verse más frágiles. Por primera vez pensé en la posibilidad aterradora de que un día no muy lejano podría quedarme huérfana. ¿Qué haría yo sin ellos, sin la rutina de escribirle a mi madre? Ese año, contemplando la cercanía de la muerte, ella me devolvió los paquetes de mis cartas, envueltas en papel de Navidad.

«Toma, guárdalas. Si me despacho de un patatús, no conviene que caigan en manos ajenas», me dijo. Desde entonces me las entrega cada año con el compromiso de que cuando yo me muera, Nico y Lori las quemen en una hoguera purificadora. Las llamas se llevarán nuestros pecados de indiscreción: allí vertemos cuanto se nos cruza por la cabeza y además tiramos barro a terceras personas. Gracias al talento epistolar de mi madre y a mi obligación de contestarle, dispongo de una abultada correspondencia donde los acontecimientos permanecen frescos; así he podido escribir estas memorias. La finalidad de esa metódica correspondencia es mantener latiendo el cordón que nos ha unido desde el instante de mi gestación, pero también es un ejercicio para fortalecer la memoria, esa frágil bruma donde los recuerdos se esfuman, se mezclan, cambian, y al final de nuestros días resulta que sólo hemos vivido lo que podemos evocar. Lo que no escribo se me olvida, es como si nunca hubiera sucedido; por eso nada significativo falta en esas cartas. A veces mi madre me llama por teléfono para contarme algo que la ha afectado de manera particular y lo primero que se me ocurre decirle es que me lo escriba, para que no se borre. Si ella se muere antes que yo, como es probable que ocurra, podré leer dos cartas diarias, una suya y otra mía, hasta cumplir ciento cinco años, y como para entonces estaré sumida en la confusión de la senilidad, todo me parecerá nuevo. Gracias a nuestra correspondencia, viviré dos veces.

EL LABERINTO DE LAS PENAS

Nico se repuso de la lesión en la espalda, empezaron a bajar sus niveles de porfiria y pensó en serio en la posibilidad de cambiar de trabajo. Además, se puso a hacer yoga y deporte: levantar pesas sin necesidad, nadar ida y vuelta a Alcatraz en las aguas heladas de la bahía de San Francisco, pedalear en bicicleta sesenta millas cerro arriba, correr de un pueblo a otro como un fugitivo… Le salieron músculos donde no los hay y podía preparar panquecas en la posición yoga del árboclass="underline" sobre un solo pie, el otro apoyado en el interior del muslo, un brazo levantado y el otro batiendo, mientras recitaba la palabra sagrada OOOOM. Un día vino a tomar el desayuno a mi casa y no lo reconocí. El príncipe del Renacimiento se había transformado en un gladiador.

A Lori le fallaron todos los intentos de gestar un niño y con mucha tristeza se despidió de ese sueño. Quedó machucada por el tratamiento de fertilidad y lo mucho que hurgaron dentro de su cuerpo, pero eso no fue nada comparado con el dolor del alma. La relación entre Celia y Nico era casi hostil, lo que producía tensión y afectaba mucho a Lori, porque se sentía atacada. No podía pasar por alto la rudeza con que la trataba Celia, por mucho que Nico le repitiera su mantra: «No es personal, cada uno es responsable de sus sentimientos y la vida no es justa». No creo que eso fuera de mucha ayuda. Sin embargo, hasta donde era posible, las dos parejas mantenían a los niños al margen de sus problemas.

El papel de madrastra es ingrato, yo misma he contribuido a la

leyenda con mi gota de hiel. No hay una sola madrastra buena en la tradición oral ni en la literatura universal, excepto la de Pablo Neruda, a quien el poeta llamaba «mamadre». En general, no hay agradecimiento para las madrastras, pero Lori puso tanto esmero en la tarea, que mis nietos, con ese instinto infalible de los niños, no sólo la quieren tanto como a Sally, sino que ella es la primera persona a quien recurren si necesitan algo, porque nunca les falla. Hoy no pueden imaginar su existencia sin sus tres madres. Por años desearon que los cuatro padres, Nico, Lori, Celia y Sally, vivieran juntos y, en lo posible, en casa de los abuelos, pero esa fantasía ya desapareció. La infancia de mis nietos ha transcurrido yendo de una familia a otra, siempre de paso, como tres mochileros. Cuando estaban con una pareja, echaban de menos a la otra. Mi madre temía que ese sistema les produjese un incurable desorden de cíngaros, pero los chiquillos resultaron más estables que la mayoría de la gente que conozco.