«Éste es un país de tontos graves», me advirtió, pero yo sabía que no sería así. Una cosa son los literatos y otra somos los chilenos sin ínfulas intelectuales, que a lo largo de los siglos hemos desarrollado un perverso sentido del humor para sobrevivir en esa tierra de cataclismos. En mi época de periodista aprendí que nada nos divierte tanto a los chilenos como burlarnos de nosotros mismos, aunque jamás soportaríamos que lo hiciese un extranjero. No me equivoqué, porque un año más tarde se publicó mi libro sin que nadie me tirara tomates en público. Además, fue pirateado. Dos días después de su publicación aparecieron en las calles del centro de Santiago las pilas de la edición pirata, que se ofrecía a un cuarto del precio oficial, junto a montones de discos, videos e imitaciones de lentes y carteras de diseñadores. Desde el punto de vista moral y económico, el pirateo es un desastre para las editoriales y los autores, pero en cierta forma también es un honor, porque significa que hay muchos lectores interesados y que los pobres pueden comprar el libro. Chile está al día con el progreso. En Asia, los libros de Harry Potter se piratean de manera tan descarada que ya está en la calle un volumen que la autora todavía no ha imaginado. Es decir, hay una chinita en un desván polvoriento escribiendo como J. K. Rowling, pero sin gloria.
El Chile de mis amores es el de mi juventud, cuando tú y tu hermano eran chicos, cuando yo estaba enamorada de tu padre, trabajaba como periodista y vivíamos apretados en una casita prefabricada con paja en el techo. En esa época parecía que nuestro destino estaba bien planeado y que nada malo podía ocurrirnos. El país estaba cambiando. En 1970 Salvador Allende fue elegido presidente y hubo una explosión política y cultural, el pueblo salió a la calle con una sensación de poder que nunca había tenido, los jóvenes pintaban murales socialistas, el aire estaba lleno de canciones de protesta. Chile se dividió y las familias se dividieron también, como la nuestra. Tu Granny marchaba a la cabeza de las protestas contra Allende, aunque desviaba la columna de manifestantes para que no pasaran delante de nuestra casa a tirarnos piedras. Además, ésa fue la época de la revolución sexual y el feminismo, que afectaron a la sociedad casi más que la política y que para mí fueron fundamentales. Entonces ocurrió el golpe militar de 1973 y se desencadenó la violencia, destrozando el pequeño mundo en que nos sentíamos seguros. ¿Cómo habría sido nuestro destino sin ese golpe militar y los años de terror que siguieron? ¿Qué habría sucedido si nos hubiéramos quedado en el Chile de la dictadura? Nunca habríamos vivido en Venezuela, tú no habrías conocido a Ernesto ni Nico a Celia, tal vez yo no hubiera escrito libros, ni hubiera tenido oportunidad de enamorarme de Willie y hoy no estaría en California. Estos devaneos son inútiles. La vida se hace caminando sin mapa y no hay forma de volver atrás. Mi país inventado es un homenaje al territorio mágico del corazón y los recuerdos, al país pobretón y amigable donde tú y Nico pasaron los años más felices de la infancia.
El segundo tomo de la trilogía para jóvenes ya estaba en manos de varios traductores, pero no podía concentrarme en el libro sobre Chile porque un sueño recurrente no me dejaba en paz. Soñaba que
había un bebé en un sótano laberíntico, cruzado por cañerías y cables, como el de la casa de mi abuelo, donde pasé tantas horas de mi infancia entretenida en juegos solitarios. Yo podía llegar hasta el infante, pero no podía sacarlo a la luz. Se lo conté a Willie y él me recordó que sólo sueño con bebés cuando estoy escribiendo, sin duda tenía que ver con el nuevo libro. Como temí que se refiriera a El Reino del Dragón de Oro, revisé una vez más el manuscrito, pero nada me llamó la atención. Ese sueño recurrente siguió molestándome durante semanas, hasta que me llegó la traducción al inglés y pude leerla separada por la distancia de otro idioma, entonces me di cuenta de que había un problema fatal con el argumento: yo había supuesto que los protagonistas, Alexander y Nadia, poseían cierta información que no tenían manera de haber obtenido y que determinaba el final. Debí pedir de vuelta el manuscrito de mis traductores y cambiar un capítulo. Sin aquel infante atrapado en un enmarañado subterráneo, que me fregó la paciencia noche tras noche, ese error se me habría pasado.
MISIÓN DESASTROSA
La cuestión del tercer volumen de mi trilogía juvenil surgió espontáneamente en una marcha de paz en la que participó toda la familia, después de asistir al servicio dominical en una iglesia metodista célebre en San Francisco: el Glide Memorial Church. Allí se produce una mezcla de razas, ideas y hasta religiones, porque es el lugar de encuentro de budistas, católicos, judíos, protestantes, uno que otro musulmán y agnósticos, deseosos de participar en una celebración de cantos y abrazos, más que de rezos. El pastor es un afroamericano formidable, capaz de remecer los corazones con su entusiasmo para predicar la paz, palabra que en ese momento tenía connotaciones antipatrióticas. La congregación entera, de pie, aplaudió hasta machucarse las palmas y al final del servicio muchos de nosotros salimos a la calle a manifestarnos contra la guerra de Irak.
En medio de una multitud, mi tribu se dio cita, incluidas Celia, Sally y Tabra. Los niños habían pintado pancartas, yo sujetaba a Andrea, para no perderla en el barullo, y Nicole iba a horcajadas sobre los hombros de su padre. Era un día soleado y la gente llevaba un ánimo festivo, tal vez porque comprobamos que los disidentes éramos muchos. Sin embargo, cincuenta mil personas en el centro de San Francisco eran una pulga en el lomo del imperio. Este país es un continente parcelado, resulta imposible medir la magnitud o variedad de las reacciones, porque cada estrato y grupo social, étnico o religioso es una nación bajo el amplio paraguas de Estados Unidos, «hogar de los libres y tierra de valientes». Eso de valientes parecía una burla en ese momento, cuando reinaba el temor. Ernesto tuvo que afeitarse la barba para que no lo bajaran del avión cada vez que intentaba viajar, porque cualquiera con aspecto de árabe, como él, resultaba sospechoso. Se me ocurre que los terroristas de al-Qaida fueron los más sorprendidos con el alcance del atentado. Pensaban hacer un hueco en las torres, nunca imaginaron que se vendrían abajo. Supongo que en ese caso la reacción habría sido menos histérica y el gobierno habría hecho un cálculo más realista del poder del enemigo. Se trataba de grupos reducidos de guerrilleros en unas cuevas lejanas, gente primitiva, fanática y desesperada, sin los recursos para intimidar a Estados Unidos.
El afiche que hizo Andrea decía: PALABRAS, NO BOMBAS. Para una chiquilla que a los diez años comenzó a escribir su primera novela, las palabras eran sin duda poderosas. Le pregunté qué significaba eso de palabras en vez de bombas y me contó que su maestra había pedido a la clase que propusiera formas de resolver el conflicto sin violencia. Ella pensó en su padre y en sí misma, que de chica sufría rabietas fulminantes y arremetía a ciegas.
«Tengo un toro dentro», decía después, cuando la furia se disolvía. En esos momentos Nico la sujetaba con suavidad por los brazos, se arrodillaba para mirarla a los ojos y le hablaba en tono pausado hasta que se calmaba, sistema que con algunas variaciones él siempre emplea en situaciones críticas. Hizo un curso de comunicación sin violencia y no sólo aplica al pie de la letra lo aprendido, sino que lo refresca cada dos años, para que no le falle en una emergencia. Al llegar a la pubertad Andrea consiguió controlar al toro y así le cambió el carácter.
«Ya no me divierte molestar a mi hermana», confesó Alejandro cuando vio que no lograba sacarla de quicio. Andrea tenía razón: las palabras podían ser más eficaces que los puños. El argumento del tercer libro sería la doma del toro de guerra. Mis nietos y yo extendimos un mapa sobre la mesa de mi abuela para ver dónde situaríamos la última aventura de Alexander Cold y Nadia Santos. El Oriente Próximo parecía evidente, era lo que veíamos a diario en el noticiario; sin embargo, la más brutal y extensa violencia sucede en África, donde se cometen genocidios con impunidad. Sería pues una aventura en una aldea africana aislada, donde un militar desquiciado impone el terror y esclaviza a los pigmeos. No me devané los sesos con el título: El Bosque de los Pigmeos. Tabra, quien nunca falla a la hora de la inspiración, me prestó un libro de fotografías de reyes de tribus africanas, cada uno con una indumentaria fantástica. La mayoría ejercía un poder simbólico y religioso, pero no político. En algunos casos su salud y fertilidad representaban la salud y fertilidad del pueblo y la tierra y, por lo mismo, lo despachaban de un machetazo apenas se enfermaba o envejecía, a menos que tuviese la delicadeza de suicidarse. En cierta tribu el rey sólo duraba siete años en el trono; luego lo enviaban a mejor vida y su sucesor se comía su hígado. Uno de los monarcas se jactaba de haber engendrado ciento setenta hijos, y otro aparecía con su harén de mujeres jóvenes, todas embarazadas, él ataviado con una capa de piel de león, plumas y collares de oro macizo, ellas desnudas. En el libro había un par de reinas poderosas, que contaban con su propio harén de muchachas, pero el texto no explicaba quién preñaba a las concubinas en este caso.