El arquitecto recorrió la habitación y terminó posando su vista en la majestuosa torre central.
– Si no me has engañado y eres un artista, podrás entenderme -aventuró-. Si eres un subalterno de Livius, me complaceré en embrollarte.
El hombre se concentró en la reproducción a escala de su proyecto y comenzó a evocar, despacio:
– Cuando era joven, advertí que poseía buenas cualidades para el dibujo y la escultura. También practiqué con alguna dignidad la poesía y la música. Durante un tiempo, anduve disperso. Una buena o mala tarde, porque desde aquí ya todo resulta ambiguo, entré en una catedral. No era la primera vez. De hecho, es posible que no fuera la mejor catedral que había visitado y ni siquiera estaba concluida. Caminé entre las columnas, bajo la bóveda, fijándome en las líneas que se entrecruzaban, dotando a la piedra de vuelo y flexibilidad. Admiré la factura del coro, la integración de todos los elementos interiores. No era uno de esos templos en los que se superponen sin orden ni concierto estilos diversos o contradictorios. Habría podido discutirse el acierto de alguna de las soluciones ideadas por el arquitecto, pero todo encajaba, proporcionando una armonía impecable. Hasta tal extremo me sobrecogió aquel espacio que apenas reparé en sus defectos. Antes de nada, es importante resaltar que había entrado por una puerta lateral. Salí por la principal y avancé unos quince o veinte metros, disfrutando de la inesperada sensación de paz y plenitud que había obtenido. Entonces me detuve y me volví. Ante mí se erguían, sobre una fachada de abigarrada belleza, cuatro torres muy similares a las cuatro que los incompetentes que trabajan en la obra consiguieron levantar hace años, gracias a mis instrucciones. Me quedé extasiado, mirando cómo las agujas se clavaban en el firmamento.Aquel día, supe que la catedral era la obra de arte suprema, en la que cabían todas las demás formas del arte. Había que dibujarla, esculpirla, ordenarla como un poema o la música. Para todo lo que había intentado a través de procedimientos parciales existía un cauce integral.Aquel día, hace casi treinta años, se gestó mi proyecto.
El arquitecto se sentó junto a uno de sus tableros de trabajo.
– Durante años -continuó- me preparé para ser capaz de acometer mi obra. Primero aprendí las reglas de la arquitectura, que ignoraba. Me instruí en cómo debían repartirse las cargas, en cómo soportar los muros y las bóvedas y en otras muchas cuestiones engorrosas y distantes de las ligeras tareas en que me había ocupado hasta entonces. En cuanto tuve una mínima seguridad en mis conocimientos, me puse a dibujar. Al principio trabajé sin expectativas. Determiné la estructura y cientos de detalles antes de tener la menor garantía de que lo que iba amontonando en mis carpetas pudiera materializarse algún día. La catedral era un ente sin cuerpo, que colmaba mi espíritu como nada que pudiera tocarse, pero que corría el riesgo de quedarse en los planos cuando mi espíritu se extinguiese. Es curioso que vaya a suceder así, después de haber alimentado durante un tiempo el espejismo de estar levantándola sobre la tierra. El caso es que un día llegó a mis oídos que el Arzobispado había decidido emprender la construcción de un templo que testimoniara su grandeza y su temor de Dios. Desde mi lejana patria, envié mi proyecto. No tenía esperanzas de que nadie le prestara una atención excesiva. Mi proyecto no estaba inspirado por el temor de Dios. Era, más bien, una exhibición de orgullo y autosuficiencia.
El arquitecto se puso en pie y fue junto a la reproducción a escala. Inclinado sobre ella, respaldó su aserción anterior:
– Bajo la apariencia de una cierta ortodoxia en sus líneas fundamentales, el proyecto es un universo sometido a sus propias leyes. Habría podido ocultarlo, pero lo proclamé con la rotundidad de su torre central, reforzada por las siete que la rodean. Decidí que fueran siete para que nadie pudiera dividirlas, como no fuera de una en una. Las cuatro torres orientales y las dos occidentales, en contraste, no son más que una representación de lo imperfecto de mi universo, esto es, de lo par y divisible. Resulta significativo que sólo se hayan construido, y no del todo, estas últimas torres. El entramado que rodea la catedral no cumple otra función que la de sujetar las torres impares, apuntalando los muros y la nave. Si me permití algún ornamento sobre los contrafuertes, fue con el único ánimo de que no desmerecieran de aquello a lo que servían. Más o menos así, como la ves en esta miniatura de yeso, era en los planos que remití al Arzobispado.Y para mi infortunio, mi proyecto fue escogido.
El arquitecto se incorporó y regresó al asiento que había abandonado.
– Desde ese momento, la historia pierde todo interés.
Desde que llegué aquí y se puso en marcha la obra, casi no pude practicar mi arte. Lo cambié por la faena de supervisar lo que otros hacían con mi invención, desgastándome en vano para que no la desfigurasen. Para perfeccionar el proyecto disponía nada más de los ratos que robaba al sueño. Sólo entonces, en algunos instantes aislados de aquellas noches, se me restituía el placer, la música frágil y el orden que en la obra me eran negados sistemáticamente.Algunas veces llegué a pensar que aquella negación era el castigo de su Dios por no creer en El, por obligarles a servir con toda su fe a mi ambición pagana.
El narrador enmudeció. Ahora parecía más viejo, más débil, doblado junto al tablero y envuelto en su bata raída. Bálder tomó la palabra:
– ¿Cuál es la moraleja?
El arquitecto le contempló con una media sonrisa.
– Depende de quién la saque. ¿Sabes cuándo hice esta reproducción y cuándo dibujé muchos de los bocetos que hay en las paredes?
– No.
– Después de que Náusica acabase conmigo. Como te dijo ese Pólux, pagué un precio alto. Pero al cabo del tiempo, encontré una contrapartida. Poco a poco, con todas las limitaciones de mi reclusión, regresé a mi arte. Cuando ella me aniquiló, me alivió también de todo el lastre con que cargaba. Ahora soy un despojo, un prisionero y casi un inválido. Pero me queda esto. Por las mañanas me siento delante del tablero y dibujo. Por las tardes perfilo mi pequeña catedral de yeso. Aunque no me hago ilusiones, porque he fracasado y ya nunca realizaré lo que pretendí, también he purgado mis pecados. Vuelvo a ser un artista y eso me compensa de la infamia.
– Te felicito -se burló Bálder, sombríamente.
– Ríete, si te place. La vida te derrota siempre. Puede resultar efimero, escaso o tardío, pero el arte es la única forma de salvación.
– No hay ninguna salvación.
– Es pronto para que estés tan seguro.
Bálder abarcó de un único y último vistazo todo lo que el arquitecto tenía almacenado allí.
– Voy a ir por ella y no voy a salvarme -prometió, con firmeza-. He visto a Pólux con su botella y a ti entre los añicos de tu proyecto. Era un proyecto extraordinario, pero esto es un depósito de cadáveres. No quiero sobrevivirme, ni buscar maneras de consolarme. Mis dedos no volverán a sentir el tacto de la madera o mis instrumentos. Será el tacto de ella y nada más. Náusica, y luego el vacío.
El extranjero se detuvo un instante y concluyó, inmisericorde:
– Ya no soy un artista, ni lo seré nunca. La obra me ha destruido, como destruyó tu proyecto.
Su interlocutor abatió los párpados y al cabo de unos segundos le exhortó, mordiendo las palabras:
– Si eso es todo, vete. No la hagas esperar más.
Antes de salir, Bálder echó una última ojeada al arquitecto. El otro le miraba con resentimiento desde su tablero iluminado por el sol del mediodía. El extranjero lo imaginó en un día igual, años atrás, insultando a los operarios que construían las torres. Lo imaginó también sonriendo, al amparo de la noche en que Náusica había contenido un grito de dolor bajo su cuerpo ahora impotente. No le tuvo lástima. Ni siquiera tenía lástima de sí mismo. El camino no seguía más allá. Con una difusa mezcla de conformidad y decepción, descubrió que había llegado.
Capítulo 14 EN EL SAGRARIO
Entre las sombras nocturnas del palacio, sin otra ayuda que las lámparas que en los corredores lucían a largos intervalos, Bálder recordó sin dificultad el camino que llevaba hasta los aposentos de Náusica. Sólo le salió al paso, remoto tras alguna de las ventanas que se abrían en los recodos, el frío resplandor azulado de la luna llena. Bajo ella todo parecía espectral en el claustro circundado por las cuatro alas del edificio. La planta donde habitaba la hija del Arzobispo estaba desierta y silenciosa. Las campanas habían dado ya la medianoche. En un vestíbulo más o menos apartado, por el que habría llegado a aquel piso si hubiera tomado la escalera principal y no el dédalo por el que Horacio le había guiado, vio a un guardia fornido, de rostro infantil, que cabeceaba sobre su mesa. Ante él, apenas sujeto por las manos enguantadas, yacía el bastón. Pese a su aparatosa complexión y la amenaza del arma, el guarddia no daba la sensación de constituir un obstáculo que debería tener en cuenta. Bálder lo constató como una facilidad de la que tal vez prefería disponer, pero no le causaba ninguna alegría. En realidad, había olvidado la última vez en que había sentido algo que mereciese aquel nombre, y no era precisamente aquella noche cuando esperaba recobrarlo.
Sin cuidarse de nada más, caminó hasta la puerta deNáusica. No llamó. Probó y no le sorprendió que la llave no estuviera echada. Empujó la puerta y pasó dentro. Una tenue luz, que era a medias la claridad que entraba de fuera y a medias el candil que ardía junto a la cama, reinaba en la extensa habitación. La hija del Arzobispo estaba levantada, es decir, echada sobre su diván.Tanto éste como la mesita habían sido colocados más cerca de la ventana que la otra vez. La ventana estaba abierta y por ella penetraba una brisa tibia que llenaba la estancia de aromas vegetales. Los olores silvestres que llegaban del exterior se mezclaban con una fragancia prisionera: sobre la mesita, en el jarrón en el que sólo había una la noche de su visita anterior, el extranjero contó hasta siete rosas blancas.