– O sea que a usted le parece bien que por ser salvaje tengamos que pegarle un tiro -volvió a gruñir Manzanita Arévalo.
– No estoy diciendo que me parezca bien -murmuró Lituma-. Sino repitiendo lo que el teniente dijo que dice la superioridad. No seas idiota.
Entraron a la avenida Contralmirante Mora cuando las campanas de Nuestra Señora del Carmen de la Legua daban las doce y el sonido le pareció a Lituma tétrico. Iba mirando adelante, empeñosamente, pero a ratos, a pesar suyo, la cara se le volvía hacia la izquierda y echaba una ojeada al negro. Lo veía, un segundo, cruzando el macilento cono de luz de algún farol y siempre estaba iguaclass="underline" moviendo las mandíbulas con seriedad y caminando al ritmo de ellos, sin el menor indicio de angustia. "Lo único que parece importarle en el mundo es masticar", pensó Lituma. Y un momento después: "Es un condenado a muerte que no sabe que lo es". Y casi inmediatamente: "No hay duda que es un salvaje". En eso, oyó a Manzanita:
– Y por último por qué la superioridad no deja que se vaya por ahí y se las arregle como pueda -rezongaba, malhumorado-. Que sea otro vagabundo, de los muchos que hay en Lima. Uno más, unos menos, qué más da.
– Ya lo oíste al teniente -replicó Lituma-. La Guardia Civil no puede auspiciar el delito. Y si a éste lo dejas suelto en plaza no tendría más remedio que robar. O se moriría como un perro. En realidad, le estamos haciendo un favor. Un tiro es un segundo. Eso es preferible a irse muriendo de a poquitos, de hambre, de frío, de soledad, de tristeza.
Pero Lituma sentía que su voz no era muy persuasiva y tenía la sensación, al oírse, de estar oyendo a otra persona.
– Sea como sea, déjeme decirle una cosa -oyó protestar a Manzanita- Esta vaina no me gusta y me hizo usted un flaco favor escogiéndome.
– ¿Y a mí crees que me gusta? -murmuró Lituma-. ¿Y no me hizo un flaco favor a mí la superioridad escogiéndome?
Pasaron frente al Arsenal Naval, donde sonaba una sirena, y, al cruzar el descampado, a la altura del dique seco, un perro salió de las sombras a ladrarlos. Caminaron en silencio, oyendo el golpear de las botas contra la vereda, el rumor vecino del mar, sintiendo en las narices el aire húmedo y salado.
– En este terreno vinieron a refugiarse unos gitanos el año pasado -dijo Manzanita, de pronto, con la voz quebrada-. Levantaron unas carpas y dieron una función de circo. Leían la suerte y hacían magia. Pero el alcalde hizo que los corriéramos porque no tenían licencia municipal.
Lituma no contestó. Sintió pena, de repente, no sólo por el negro sino también por Manzanita y por los gitanos.
– ¿Y lo vamos a dejar tirado ahí en la playa, para que lo picoteen los alcatraces? -casi sollozó Manzanita.
– Vamos a dejarlo en el basural, para que lo encuentren los camiones municipales, se lo lleven a la Morgue y lo regalen a la Facultad de Medicina para que los estudiantes lo autopsien -se enojó Lituma-. Oíste muy bien las instrucciones, Arévalo, no me las hagas repetírtelas.
– Las oí, pero no me pasa la idea de que tenemos que matarlo, así, en frío -dijo Manzanita unos minutos después-. Y a usted tampoco, aunque trate. Por su voz me doy cuenta que tampoco está de acuerdo con esta orden.
– Nuestra obligación no es estar de acuerdo con la orden, sino ejecutarla -dijo débilmente el sargento. Y luego de una pausa, todavía más despacio:- Ahora que tienes razón. Yo tampoco estoy de acuerdo. Obedezco porque hay que obedecer.
En ese momento terminaron el asfalto, la avenida, los faroles, y comenzaron a andar en tinieblas sobre la tierra blanda. Una hediondez espesa, casi sólida, los envolvió. Estaban en los basurales de las orillas del Rímac, muy cerca del mar, en ese cuadrilátero entre la playa, el lecho del río y la avenida, donde los camiones de la Baja Policía venían, a partir de las seis de la mañana, a depositar los desperdicios de Bellavista, la Perla y el Callao y donde, aproximadamente desde la misma hora, una muchedumbre de niños, hombres, viejos y mujeres comenzaban a escarbar las inmundicias en busca de objetos de valor, y a disputar a las aves marinas, a los gallinazos, a los perros vagabundos los restos comestibles perdidos entre las basuras. Estaban muy cerca de ese desierto, camino a Ventanilla, a Ancón, donde se alinean las fábricas de harina de pescado del Callao.
– Éste es el mejor sitio -dijo Lituma-. Los camiones de la basura pasan todos por aquí.
El mar sonaba muy fuerte. Manzanita se detuvo y el negro se detuvo también. Los guardias habían prendido sus linternas y examinaban, en la temblona luz, la cara cuarteada de rayas, masticando inmutable.
– Lo peor es que no tiene reflejos ni adivina las cosas -murmuró Lituma-. Cualquiera se daría cuenta y se asustaría, trataría de escapar. Lo que me friega es su tranquilidad, la confianza que nos tiene.
– Se me ocurre una cosa, mi sargento. -A Arévalo le chocaban los dientes como si estuviera helándose-. Dejémoslo que se escape. Diremos que lo matamos y, en fin, cualquier cuento para explicar la desaparición del cadáver…
Lituma había sacado su pistola y estaba quitándole el seguro.
– ¿Te atreves a proponerme que desobedezca las órdenes de los superiores y que encima les mienta? -resonó, trémula, la voz del sargento. Su mano derecha apuntaba el caño del arma hacia la sien del negro.
Pero pasaron dos, tres, varios segundos y no disparaba. ¿Lo haría? ¿Obedecería? ¿Estallaría el disparo? ¿Rodaría sobre las basuras indescifrables el misterioso inmigrante? ¿O le sería perdonada la vida y huiría, ciego, salvaje, por las playas de las afueras, mientras un sargento irreprochable quedaba allí, en medio de pútridos olores y del vaivén de las olas, confuso y adolorido por haber faltado a su deber? ¿Cómo terminaría esa tragedia chalaca?
V
El paso de Lucho Gatica por Lima fue adjetivado por Pascual en nuestros boletines como “soberbio acontecimiento artístico y gran hit de la radiotelefonía nacional". A mí la broma me costó un cuento, una corbata y una camisa casi nuevas, y dejar plantada a la tía Julia por segunda vez. Antes de la llegada del cantante de boleros chileno, había visto en los periódicos una proliferación de fotos y de artículos laudatorios ("publicidad no pagada, la que vale más", decía Genaro-hijo), pero sólo me di cuenta cabal de su fama cuando noté las colas de mujeres, en la calle Belén, esperando pases para la audición. Como el auditorio era pequeño -un centenar de butacas- sólo unas pocas pudieron asistir a los programas. La noche del estreno la aglomeración en las puertas de Panamericana fue tal que Pascual y yo tuvimos que subir al altillo por un edificio vecino que compartía la azotea con el nuestro. Hicimos el boletín de las siete y no hubo manera de bajarlo al segundo piso:
– Hay un chuchonal de mujeres tapando la escalera, la puerta y el ascensor -me dijo Pascual-. Traté de pedir permiso pero me creyeron un zampón.
Llamé por teléfono a Genaro-hijo y chisporroteaba de felicidad:
– Todavía falta una hora para la audición de Lucho y la gente ya ha parado el tráfico en Belén. Todo el Perú sintoniza en este momento Radio Panamericana.
Le pregunté si en vista de lo que ocurría sacrificábamos los boletines de las siete y de las ocho, pero él tenía recursos para todo e inventó que dictáramos las noticias por teléfono a los locutores. Así lo hicimos y, en los intervalos, Pascual escuchaba, embelesado, la voz de Lucho Gatica en la radio, y yo releía la cuarta versión de mi cuento sobre el senador-eunuco, al que había acabado por poner un título de novela de horror: "La cara averiada". A las nueve en punto escuchamos el fin del programa, la voz de Martínez Morosini despidiendo a Lucho Gatica y la ovación del público que, esta vez, no era de disco sino real. Diez segundos más tarde sonó el teléfono y oí la voz alarmada de Genaro-hijo: