– Bajen como sea, esto se está poniendo color de hormiga.
Nos costó un triunfo perforar el muro de mujeres apiñadas en la escalera, a las que contenía, en la puerta del auditorio, el corpulento portero Jesusito. Pascual gritaba: "¡Ambulancia! ¡Ambulancia! ¡Buscamos aun herido!". Las mujeres, la mayoría jóvenes, nos miraban con indiferencia o sonreían, pero no se apartaban y había que empujarlas. Adentro, nos recibió un espectáculo desconcertante: el celebrado artista reclamaba protección policial. Era bajito y estaba lívido y lleno de odio hacia sus admiradoras. El empresario progresista procuraba calmarlo, le decía que llamar a la policía causaría pésima impresión, esa nube de muchachas era un homenaje a su talento. Pero la celebridad no se dejaba convencer:
– Yo las conozco a ésas -decía, entre aterrado y furibundo-. Comienzan pidiendo un autógrafo y acaban arañando, mordiendo.
Nosotros nos reíamos, pero la realidad confirmó sus predicciones. Genaro-hijo decidió que esperáramos media hora, creyendo que las admiradoras, aburridas, se irían. A las diez y cuarto (yo tenía compromiso con la tía Julia para ir al cine) nos habíamos cansado de esperar que ellas se cansaran y acordamos salir. Genaro-hijo, Pascual, Jesusito, Martínez Morosini y yo formamos un círculo, cogidos de los brazos, y pusimos en el centro a la celebridad, cuya palidez se acentuó hasta la blancura apenas abrimos la puerta. Pudimos bajar las primeras gradas sin grandes daños, dando codazos, rodillazos, cabezazos y pechazos contra el mar femenino, que por el momento se contentaba con aplaudir, suspirar y estirar las manos para tocar al ídolo -quien, níveo, sonreía, e iba murmurando entre dientes: "Cuidadito con soltar los brazos, compañeros"-, pero pronto tuvimos que hacer frente a una agresión en regla. Nos cogían de la ropa y jaloneaban, y dando aullidos alargaban las uñas para arrancar pedazos de la camisa y el terno del ídolo. Cuando, luego de diez minutos de asfixia y empujones, llegamos al pasillo de la entrada, creí que nos íbamos a soltar y tuve una visión: el pequeño cantante de boleros nos era arrebatado y sus admiradoras lo desmenuzaban ante nuestros ojos. No sucedió, pero cuando lo metimos al auto de Genaro-papá, quien esperaba al volante desde hacía hora y media, Lucho Gatica y su guardia de hierro estábamos convertidos en los sobrevivientes de una catástrofe. A mí me habían arranchado la corbata y hecho jirones la camisa, a Jesusito, le habían roto el uniforme y robado la gorra y Genaro-hijo tenía amoratada la frente de un carterazo. El astro estaba indemne, pero de su ropa sólo conservaba íntegros los zapatos y los calzoncillos. Al día siguiente, mientras tomábamos nuestro cafecito de las diez en el Bransa, le conté a Pedro Camacho las hazañas de las admiradoras. No le sorprendieron en absoluto:
– Mi joven amigo -me dijo, filosóficamente, mirándome desde muy lejos-, también la música llega al alma de la multitud.
Mientras yo luchaba por defender la integridad física de Lucho Gatica, la señora Agradecida había hecho la limpieza del altillo y echado a la basura la cuarta versión de mi cuento sobre el senador. En vez de amargarme, me sentí liberado de un peso y deduje que había en esto una advertencia de los dioses. Cuando le comuniqué a Javier que no lo rescribiría más, él, en vez de tratar de disuadirme, me felicitó por mi decisión.
La tía Julia se divirtió mucho con mi experiencia de guardaespaldas. Nos veíamos casi a diario, desde la noche de los besos furtivos en el Grill Bolívar. Al día siguiente del cumpleaños del tío Lucho yo me había presentado intempestivamente en la casa de Armendáriz y, buena suerte, la tía Julia estaba sola.
– Se fueron a visitar a tu tía Hortensia -me dijo, haciéndome pasar a la sala-. No fui, porque ya sé que esa chismosa se pasa la vida inventándome historias.
La tomé de la cintura, la atraje hacia mí e intenté besarla. No me rechazó pero tampoco me besó: sentí su boca fría contra la mía. Al apartarnos, vi que me miraba sin sonreír. No sorprendida como la víspera, más bien con cierta curiosidad y algo de burla.
– Mira, Marito -su voz era afectuosa, tranquila-. He hecho todas las locuras del mundo en mi vida. Pero ésta no la voy a hacer. -Lanzó una carcajada:- ¿Yo, corruptora de menores? ¡Eso sí que no!
Nos sentamos y estuvimos conversando cerca de dos horas. Le conté toda mi vida, no la pasada sino la que tendría en el futuro, cuando viviera en París y fuera escritor. Le dije que quería escribir desde que había leído por primera vez a Alejandro Dumas, y que desde entonces soñaba con viajar a Francia y vivir en una buhardilla, en el barrio de los artistas, entregado totalmente a la literatura, la cosa más formidable del mundo. Le conté que estudiaba Derecho para darle gusto a la familia, pero que la abogacía me parecía la más espesa y boba de las profesiones y que no la practicaría jamás. Me di cuenta, en un momento, que estaba hablando de manera muy fogosa y le dije que por primera vez le confesaba esas cosas íntimas no a un amigo sino a una mujer.
– Te parezco tu mamá y por eso te provoca hacerme confidencias -me psicoanalizó la tía Julia-. Así que el hijo de Dorita resultó bohemio, vaya, vaya. Lo malo es que te vas a morir de hambre, hijito.
Me contó que la noche anterior se había quedado desvelada, pensando en los besos furtivos del Grill Bolívar. Que el hijo de Dorita, el chiquito al que sólo ayer ella había acompañado a su mamá a llevar al colegio La Salle, en Cochabamba, el mocosito al que ella todavía creía de pantalón corto, la guagua con quien se hacía escoltar al cine para no ir sola, de buenas a primeras la besara en la boca como si fuera un hombre hecho y derecho, no le cabía en la cabeza.
– Soy un hombre hecho y derecho -le aseguré, cogiéndole la mano, besándosela-. Tengo dieciocho años. Y ya hace cinco que perdí la virginidad.
– ¿Y qué soy yo entonces, que tengo treinta y dos y que la perdí hace quince? -se rió ella-. ¡Una vieja decrépita!
Tenía una risa ronca y fuerte, directa y alegre, que abría de par en par su boca grande, de labios gruesos, y que le arrugaba los ojos. Me miraba con ironía y malicia, todavía no como a un hombre hecho y derecho, pero ya no como a un mocoso. Se levantó para servirme un whisky:
– Después de tus atrevimientos de anoche, ya no puedo convidarte Coca-Colas -me dijo, haciéndose la apenada-. Tengo que atenderte como a uno de mis pretendientes.
Le dije que la diferencia de edad tampoco era tan terrible.
– Tan terrible no -me repuso-. Pero, casi casi, lo justo para que pudieras ser mi hijo.
Me contó la historia de su matrimonio. Los primeros años todo había ido muy bien. Su marido tenía una hacienda en el altiplano y ella se había acostumbrado tanto a la vida de campo que rara vez iba a La Paz. La casa-hacienda era muy cómoda y a ella le encantaba la tranquilidad del lugar, la vida sana y simple: montar a caballo, hacer excursiones, asistir a las fiestas de los indios. Las nubes grises habían comenzado porque no podía concebir; su marido sufría con la idea de no tener descendencia. Luego, él había comenzado a beber y desde entonces el matrimonio se había deslizado por una pendiente de riñas, separaciones y reconciliaciones, hasta la disputa final. Luego del divorcio habían quedado buenos amigos.
– Si alguna vez me caso, yo nunca tendría hijos -le advertí-. Los hijos y la literatura son incompatibles.
– ¿Quiere decir que puedo presentar mi solicitud y ponerme a la cola? -me coqueteó la tía Julia.
Tenía chispa y rapidez para las réplicas, contaba cuentos colorados con gracia y era (como todas las mujeres que había conocido hasta entonces) terriblemente aliteraria. Daba la impresión de que en las largas horas vacías de la hacienda boliviana sólo había leído revistas argentinas, alguno que otro engendro de Delly, y apenas un par de novelas que consideraba memorables: "El árabe" y "El hijo del árabe", de un tal H. M. Hull. Al despedirme esa noche le pregunté si podíamos ir al cine y me dijo que "eso sí". Habíamos ido a función de noche, desde entonces, casi a diario, y además de soportar una buena cantidad de melodramas mexicanos y argentinos, nos habíamos dado una considerable cantidad de besos. El cine se fue convirtiendo en pretexto; elegíamos los más alejados de la casa de Armendáriz (el Montecarlo, el Colina, el Marsano) para estar juntos más tiempo. Dábamos largas caminatas después de la función, haciendo empanaditas (me había enseñado que cogerse de las manos se decía en Bolivia 'hacer empanaditas'), zigzagueando por las calles vacías de Miraflores (nos soltábamos cada vez que aparecía un peatón o un auto), conversando sobre todas las cosas, mientras que -era esa estación mediocre que en Lima llaman invierno- la garúa nos iba humedeciendo. La tía Julia salía siempre, a almorzar o a tomar té, con sus numerosos pretendientes, pero me reservaba las noches. Íbamos al cine, en efecto, a sentarnos en las filas de atrás de la platea, donde (sobre todo si la película era muy mala) podíamos besamos sin estorbar a otros espectadores y sin que alguien nos reconociera. Nuestra relación se había estabilizado rápidamente en lo amorfo, se situaba en algún punto indefinible entre las categorías opuestas de enamorados y amantes. Éste era un tema recurrente de nuestras conversaciones. Teníamos de amantes la clandestinidad, el temor a ser descubiertos, la sensación de riesgo, pero lo éramos espiritual, no materialmente, pues no hacíamos el amor (y, como se escandalizaría más tarde Javier, ni siquiera "nos tocábamos"). Teníamos de enamorados el respeto de ciertos ritos clásicos de la adolescente pareja miraflorina de ese tiempo (ir al cine, besarse durante la película, caminar por la calle de la mano) y la conducta casta (en esa Edad de Piedra las chicas de Miraflores solían llegar vírgenes al matrimonio y sólo se dejaban tocar los senos y el sexo cuando el enamorado ascendía al estatuto formal de novio), pero ¿cómo hubiéramos podido serlo dada la diferencia de edad y el parentesco? En vista de lo ambiguo y extravagante de nuestro romance, jugábamos a bautizarlo: 'noviazgo inglés', 'romance sueco', 'drama turco'.