– Algo está flaqueando en los radioteatros y mi obligación es remediarlo y la de ellos ayudarme -afirmó, frunciendo el ceño-. Pero está visto que el arte y la bolsa son enemigos mortales, como los chanchos y las margaritas.
– ¿Flaqueando? -me asombré-. ¡Pero si son todo un éxito!
– Los mercaderes no quieren despedir a Pablito, pese a que yo lo he exigido -me explicó-. Por consideraciones sentimentales, que lleva no sé cuántos años en Radio Central y tonterías así. Como si el arte tuviera que ver algo con la caridad. ¡La incompetencia de ese enfermo es un verdadero sabotaje a mi trabajo!
El Gran Pablito era uno de esos personajes pintorescos e indefinibles que atrae o fabrica el ambiente de la radio. El diminutivo sugería que se trataba de un chiquillo, pero era un cholo cincuentón, que arrastraba los pies y tenía unos ataques de asma que levantaban miasmas a su alrededor. Merodeaba mañana y tarde por Radio Central y Panamericana haciendo de todo, desde echar una mano a los barrenderos e ir a comprar entradas al cine y a los toros a los Genaros, hasta repartir pases para las audiciones. Su trabajo más permanente eran los radioteatros, donde se encargaba de los efectos especiales.
– Estos creen que los efectos especiales son una mariconada que cualquier mendigo puede hacer -despotricaba, aristocrático y helado, Pedro Camacho-. En realidad también son arte, ¿y qué sabe de arte el braquicéfalo medio moribundo de Pablito?
Me aseguró que, “llegado el caso", no vacilaría en suprimir con sus propias manos cualquier obstáculo a la "perfección de su trabajo" (y lo dijo de tal modo que le creí). Compungido, añadió que no tenía tiempo para formar un técnico en efectos especiales, enseñándole desde la a hasta la z, pero que, luego de una rápida exploración del "dial nativo", había encontrado lo que buscaba. Bajó la voz, echó un vistazo en torno y concluyó, mefistofélicamente:
– El elemento que nos conviene está en Radio Victoria.
Analizamos con Javier las posibilidades que tenía Pedro Camacho de materializar sus propósitos homicidas con el Gran Pablito y coincidimos en que la suerte de éste dependía exclusivamente de los surveys: si la progresión de los radioteatros se mantenía sería sacrificado sin misericordia. En efecto, no había pasado una semana cuando Genaro-hijo se presentó en el altillo, sorprendiéndome en plena redacción de un nuevo cuento -debió notar mi confusión, la velocidad con que arranqué la página de la máquina de escribir y la entreveré con los boletines, pero tuvo la delicadeza de no decir nada-, y se dirigió conjuntamente a Pascual y a mí con un gesto de gran mecenas:
– Tanto quejarse ya consiguieron el redactor nuevo que querían, par de flojos. El Gran Pablito trabajará con ustedes. ¡No se duerman sobre sus laureles!
El refuerzo que recibió el Servicio de Informaciones fue más moral que material, porque a la mañana siguiente, cuando, puntualísimo, el Gran Pablito se presentó a las siete en la oficina, y me preguntó qué debía hacer y le encargué dar la vuelta a una reseña parlamentaria, puso cara de espanto, tuvo un acceso de tos que lo dejó amoratado, y tartamudeó que era imposible:
– Si yo no sé leer ni escribir, señor.
Aprecié como fina muestra del espíritu risueño de Genaro-hijo el que nos hubiera elegido para nuevo redactor a un analfabeto. Pascual, a quien el saber que la Redacción se bifurcaría entre él y el Gran Pablito había puesto nervioso, recibió la noticia del analfabetismo con franca alegría. En mi delante riñó a su flamante colega por su espíritu apático, por no haber sido capaz de educarse, como había hecho él, ya adulto, yendo a los cursos gratuitos de la nocturna. El Gran Pablito, muy asustado, asentía, repitiendo como un autómata "es verdad, no había pensado en eso, así es, tiene usted toda la razón”, y mirándome con cara de inminente despedido. Lo tranquilicé, diciéndole que se encargaría de bajar los boletines a los locutores. En realidad, se convirtió en un esclavo de Pascual, quien lo tenía todo el día trotando del altillo a la calle y viceversa, para que le trajera cigarrillos, o unas papas rellenas que vendía un ambulante de la calle Carabaya y hasta yendo a ver si llovía. El Gran Pablito soportaba su servidumbre con excelente espíritu de sacrificio e incluso demostraba más respeto y amistad hacia su torturador que hacia mí. Cuando no estaba haciendo mandados de Pascual, se encogía en un rincón de la oficina, y, apoyando la cabeza en la pared, se dormía instantáneamente. Roncaba con unos ronquidos sincrónicos y sibilantes, de ventilador enmohecido.
Era un espíritu generoso. No le guardaba el más mínimo rencor a Pedro Camacho por haberlo sustituido por un advenedizo de Radio Victoria. Se expresaba siempre en los términos más elogiosos del escriba boliviano, por quien sentía la más genuina admiración. Con frecuencia, me pedía permiso para ir a los ensayos de los radioteatros. Cada vez volvía más entusiasmado:
– Este tipo es un genio -decía, ahogándose-. Se le ocurren cosas milagrosas.
Traía siempre anécdotas muy divertidas sobre las proezas artísticas de Pedro Camacho. Un día nos juró que éste había aconsejado a Luciano Pando que se masturbara antes de interpretar un diálogo de amor con el argumento de que eso debilitaba la voz y provocaba un jadeo muy romántico. Luciano Pando se había resistido.
– Ahora se entiende por qué cada vez que hay una escena sentimental se mete al bañito del patio, don Mario -hacía cruces y se besaba los dedos el Gran Pablito-. Para corrérsela, para qué va a ser. Por eso le sale la voz tan suavecita.
Discutimos largamente con Javier sobre si sería cierto o una invención del nuevo redactor y llegamos a la conclusión de que, en todo caso, había bases suficientes para no considerarlo absolutamente imposible.
– Sobre esas cosas deberías escribir un cuento y no sobre Doroteo Martí -me amonestaba Javier-. Radio Central es una mina para la literatura.
El cuento que estaba empeñado en escribir, en esos días, se basaba en una anécdota que me había contado la tía Julia, algo que ella misma había presenciado en el Teatro Saavedra de La Paz. Doroteo Martí era un actor español que recorría América haciendo llorar lágrimas de inflamada emoción a las multitudes con "La Malquerida" y "Todo un hombre" o calamidades más truculentas todavía. Hasta en Lima, donde el teatro era una curiosidad extinta desde el siglo pasado, la Compañía de Doroteo Martí había repletado el Municipal con una representación que, según la leyenda, era el non plus ultra de su repertorio: la Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor. El artista tenía un acerado sentido práctico y las malas lenguas decían que, alguna vez, el Cristo interrumpía su sollozante noche de dolor en el Bosque de los Olivos para anunciar, con voz amable, al distinguido público asistente que el día de mañana la Compañía ofrecería una función de gancho en la que cada caballero podría llevar a su pareja gratis (y continuaba el Calvario). Fue precisamente una representación de la Vida, Pasión y Muerte lo que había visto la tía Julia en el Teatro Saavedra. Era el instante supremo, Jesucristo agonizaba en lo alto del Gólgota, cuando el público advirtió que el madero en el que permanecía amarrado, entre nubes de incienso, Jesucristo-Martí, comenzaba a cimbrearse. ¿Era un accidente o un efecto previsto? Prudentes, cambiando sigilosas miradas, la Virgen, los Apóstoles, los legionarios, el pueblo en general, comenzaban a retroceder, a apartarse de la cruz oscilante, en la que, todavía con la cabeza reclinada sobre el pecho, Doroteo-Jesús había empezado a murmurar, bajito, pero audible en las primeras filas de la platea: "Me caigo, me caigo". Paralizados sin duda por el horror al sacrilegio, nadie, entre los invisibles ocupantes de las bambalinas, acudía a sujetar la cruz, que ahora bailaba desafiando numerosas leyes físicas en medio de un rumor de alarma que había reemplazado a los rezos. Segundos después los espectadores paceños pudieron ver a Martí de Galilea, viniéndose de bruces sobre el escenario de sus glorias, bajo el peso del sagrado madero, y escuchar el estruendo que remeció el teatro. La tía Julia me juraba que Cristo había alcanzado a rugir salvajemente, antes de hacerse una mazamorra contra las tablas: "Me caí, carajo". Era sobre todo ese final el que yo quería recrear; el cuento iba a terminar así, de manera efectista, con el rugido y la palabrota de Jesús. Quería que fuera un cuento cómico y, para aprender las técnicas del humor, leía en los colectivos, Expresos y en la cama antes de caer dormido a todos los escritores risueños que se ponían a mi alcance, desde Mark Twain y Bernard Shaw hasta Jardiel Poncela y Fernández Flórez. Pero, como siempre, no me salía y Pascual y el Gran Pablito iban contando las cuartillas que yo mandaba al canasto. Menos mal que, en lo que se refería al papel, los Genaros eran manirrotos con el Servicio de Informaciones.