– Soy un celestino de primera, cuenten conmigo para cualquier cosa.
¿Por qué no dijiste también que nos tenderías la cama? -lo reñí esa tarde, apenas se presentó en mi gallinero de Radio Panamericana, ávido de detalles.
– ¿Es algo así como tu tía, no? -dijo, palmoteándome--. Está bien, me has impresionado. Una amante vieja, rica y divorciada: ¡veinte puntos!
– No es mi tía, sino la hermana de la mujer de mi tío -le expliqué lo que ya sabía, mientras daba vuelta a una noticia de "La Prensa" sobre la guerra de Corea--. No es mi amante, no es vieja y no tiene medio. Sólo lo de divorciada es verdad.
– Vieja quería decir mayor que tú, y lo de rica no era crítica sino felicitación, yo soy partidario de los braguetazos -se rió Javier-. ¿Así que no es tu amante? ¿Qué, entonces? ¿Tu enamorada?
– Una cosa entre las dos -le dije, sabiendo que lo irritaría.
– Ah, quieres hacerte el misterioso, pues te vas a la mierda ipso facto -me advirtió-. Y, además, eres un miserable: yo te cuento todos mis amores con la flaca Nancy y lo del braguetazo tú me lo habías ocultado.
Le conté la historia desde el principio, las complicaciones que teníamos para vernos y entendió por qué en las últimas semanas le había pedido dos o tres veces plata prestada. Se interesó, me comió a preguntas y acabó jurándome que se convertiría en mi hada madrina. Pero al despedirse se puso grave:
– Supongo que esto es un juego -me sermoneó, mirándome a los ojos como un padre solícito-. No se olvide que a pesar de todo usted y yo somos todavía dos mocosos.
– Si quedo encinta, te juro que me haré abortar -lo tranquilicé.
Una vez que se fue, y mientras Pascual entretenía al Gran Pablito con un choque serial, en Alemania, en el que una veintena de automóviles se habían incrustado uno en el otro por culpa de un distraído turista belga que estacionó su auto en plena carretera, para auxiliar a un perrito, me quedé pensando. ¿Era cierto que esta historia no iba en serio? Sí, cierto. Se trataba de una experiencia distinta, algo más madura y atrevida que todas las que había vivido, pero, para que el recuerdo fuera bueno, no debería durar mucho. Estaba en estas reflexiones cuando entró Genaro-hijo a invitarme a almorzar. Me llevó a Magdalena, a un jardín criollo, me impuso un arroz con pato y unos picarones con miel, y a la hora del café me pasó la factura:
– Eres su único amigo, háblale, nos está metiendo en un lío de los diablos. Yo no puedo, a mí me dice inculto, ignaro, ayer a mi padre lo llamó mesócrata. Quiero evitarme más líos con él. Tendría que botarlo y eso sería una catástrofe para la empresa.
El problema era una carta del embajador argentino dirigida a Radio Central, en lenguaje mefítico, protestando por las alusiones "calumniosas, perversas y psicóticas" contra la patria de Sarmiento y San Martín que aparecían por doquier en las radionovelas (que el diplomático llamaba "historias dramáticas serializadas"). El embajador ofrecía algunos ejemplos, que, aseguraba, no habían sido buscados ex-profeso sino recogidos al azar por el personal de la Legación "afecto a ese género de emisiones". En una se sugería, nada menos, que la proverbial hombría de los porteños era un mito pues casi todos practicaban la homosexualidad (y, de preferencia, la pasiva); en otra, que en las familias bonaerenses, tan gregarias, se sacrificaba por hambre a las bocas inútiles -ancianos y enfermos- para aligerar el presupuesto; en otra, que lo de las vacas era para la exportación porque allá, en casita, el manjar verdaderamente codiciado era el caballo; en otra, que la extendida práctica del fútbol, por culpa sobre todo del cabezazo a la pelota, había lesionado los genes nacionales, lo que explicaba la. abundancia proliferante, en las orillas del río de color leonado, de oligofrénicos, acromegálicos, y otras sub-variedades de cretinos; que en los hogares de Buenos Aires -"semejante cosmópolis", puntualizaba la carta- era corriente hacer las necesidades biológicas, en el mismo recinto donde se comía y dormía, en un simple balde…
– Tú te ríes y nosotros también nos reíamos -dijo Genaro-hijo, comiéndose las uñas-, pero hoy se nos presentó un abogado y nos quitó la risa. Si la Embajada protesta ante el gobierno nos pueden cancelar los radioteatros, multar, clausurar la Radio. Ruégale, amenázalo, que se olvide de los argentinos.
Le prometí hacer lo posible, pero sin muchas esperanzas porque el escriba era un hombre de convicciones inflexibles. Yo había llegado a sentirme amigo de él; además de la curiosidad entomológica que me inspiraba, le tenía aprecio. Pero ¿era recíproco? Pedro Camacho no parecía capaz de perder su tiempo, su energía, en la amistad ni en nada que lo distrajera de "su arte", es decir su trabajo o vicio, esa urgencia que barría hombres, cosas, apetitos. Aunque es verdad que a mí me toleraba más que a otros. Tomábamos café (él menta y yerbaluisa) y yo iba a su cubículo y le servía de pausa entre dos páginas. Lo escuchaba con suma atención y tal vez eso lo halagaba; quizá me tenía por un discípulo, o, simplemente, era para él lo que el perrito faldero de la solterona y el crucigrama del jubilado: alguien, algo con qué llenar los vacíos.
Tres cosas me fascinaban en Pedro Camacho: lo que decía, la austeridad de su vida enteramente consagrada a una obsesión, y su capacidad de trabajo. Esto último, sobre todo. En la biografía de Emil Ludwig había leído la resistencia de Napoleón, cómo sus secretarios se derrumbaban y él seguía dictando, y solía imaginarme al Emperador de los franceses con la cara nariguda del escribidor y a éste, durante algún tiempo, Javier y yo lo llamamos el Napoleón del Altiplano (nombre que alternábamos con el de Balzac criollo). Por curiosidad, llegué a establecer su horario de trabajo y, pese a que lo verifiqué muchas veces, siempre me pareció imposible.
Empezó con cuatro radioteatros al día, pero, en vista del éxito, fueron aumentando hasta diez, que se radiaban de lunes a sábado, con una duración de media hora cada capítulo (en realidad, 23 minutos, pues la publicidad acaparaba siete). Como los dirigía e interpretaba todos, debía permanecer en el estudio unas siete horas diarias, calculando que el ensayo y grabación de cada programa durasen cuarenta minutos (entre diez y quince para su arenga y las repeticiones). Escribía los radioteatros a medida que se iban radiando; comprobé que cada capítulo le tomaba apenas el doble de tiempo que su interpretación, una hora. Lo cual significaba, de todos modos, unas diez horas en la máquina de escribir. Esto disminuía algo gracias a los domingos, su día libre, que él, por supuesto, pasaba en su cubículo, adelantando el trabajo de la semana. Su horario era, pues, entre quince y dieciséis horas de lunes a sábado, y de ocho a diez los domingos. Todas ellas prácticamente productivas, de rendimiento 'artístico' sonante.
Llegaba a Radio Central a las ocho de la mañana y partía cerca de medianoche; sus únicas salidas a la calle las hacía conmigo, al Bransa, para tomar las infusiones cerebrales. Almorzaba en su cubículo, un sandwich y un refresco que le iban a comprar devotamente Jesusito, el Gran Pablito o alguno de sus colaboradores. Jamás aceptaba una invitación, jamás le oí decir que había estado en un cine, un teatro, un partido de fútbol o en una fiesta. Jamás lo vi leer un libro, una revista o un periódico, fuera del mamotreto de citas y de esos planos que eran sus 'instrumentos de trabajo'. Aunque miento: un día le descubrí un Boletín de Socios del Club Nacional.
– Corrompí al portero con unos cobres -me explicó, cuando le pregunté por el libraco-. ¿De dónde podría sacar los nombres de mis aristócratas? Para los otros, me bastan las orejas: los plebeyos los recojo del arroyo.