La razón de esta quimera la ignoraban sus conocidos e incluso su esposa y sus cuatro hijos. Don Federico Téllez Unzátegui la ocultaba pero no la olvidaba: día y noche ella volvía a su memoria, pesadilla persistente de la que extraía nuevas fuerzas, odio fresco para perseverar en ese combate que algunos consideraban estrambótico, otros repelente y, los más, comercial. Ahora mismo, mientras entraba a la playa de estacionamiento, verificaba de un vistazo de cóndor que el Dodge había sido lavado, lo ponía en marcha y esperaba dos minutos (tomados por reloj) a que se calentara el motor, sus pensamientos, una vez más, mariposas revoloteando hacia llamas donde arderán sus alas, remontaban el tiempo, el espacio, hacia la población selvática de su niñez y hacia el espanto que fraguó su destino
Había sucedido en la primera década del siglo, cuando Tingo María era apenas una cruz en el mapa, un claro de cabañas rodeado por la jungla abrupta. Hasta allí venían, a veces, después de infinitas penalidades, aventureros que abandonaban la molicie de la capital con la ilusión de conquistar la selva. Así llegó a la región el ingeniero Hildebrando Téllez, con una esposa joven (por cuyas venas, como su nombre Mayte y su apellido Unzátegui voceaban, corría la azulina sangre vasca) y un hijo pequeño: Federico. Alentaba el ingeniero proyectos grandiosos: talar árboles, exportar maderas preciosas para la vivienda y el mueble de los pudientes, cultivar la piña, la palta, la sandía, la guanábana y la lúcuma para los paladares exóticos del mundo, y, con el tiempo, un servicio de vaporcitos por los ríos amazónicos. Pero los dioses y los hombres hicieron ceniza de esos fuegos. Las catástrofes naturales -lluvias, plagas, desbordes- y las limitaciones humanas -falta de mano de obra, pereza y estulticia de la existente, alcohol, escaso crédito- liquidaron uno tras otro los ideales del pionero, quien, a los dos años de su llegada a Tingo María, debía ganarse el sustento, modestamente, con una chacrita de camotes, aguas arriba del río Pendencia. Fue allí, en una cabaña de troncos y palmas, donde una noche cálida las ratas se comieron viva, en su cuna sin mosquitero, a la recién nacida María Téllez Unzátegui.
Lo ocurrido ocurrió de manera simple y atroz. El padre y la madre eran padrinos de un bautizo y pasaban la noche, en los festejos consabidos, en la otra margen del río. Había quedado a cargo de la chacra el capataz, quien, con los dos peones restantes, tenía una enramada lejos de la cabaña del patrón. En ésta dormían Federico y su hermana. Pero el niño acostumbraba, en épocas de calor, sacar su camastro a orillas del Pendencia, donde dormía arrullado por el agua. Es lo que había hecho esa noche (se lo reprocharía mientras tuviera vida). Se bañó a la luz de la luna, se acostó y durmió. Entre sueños, le pareció que oía un llanto de niña. No fue suficiente fuerte o largo para despertarlo. Al amanecer, sintió unos acerados dientecillos en el pie. Abrió los ojos y creyó morir, o, más bien, haber muerto y estar en el infierno: decenas de ratas lo rodeaban, tropezando, empujándose, contoneándose y, sobre todo, masticando lo que se ponía a su alcance. Brincó del camastro, cogió un palo, a gritos consiguió alertar al capataz y a los peones. Entre todos, con antorchas, garrotes, patadas, alejaron a la colonia de invasoras. Pero cuando entraron a la cabaña (plato fuerte del festín de las hambrientas) de la niña quedaba sólo un montoncito de huesos.
Habían pasado los dos minutos y don Federico Téllez Unzátegui partió. Avanzó, en una serpiente de automóviles, por la avenida Tacna, para tomar Wilson y Arequipa, hacia el distrito del Barranco, donde lo esperaba el almuerzo. Al frenar en los semáforos, cerraba los ojos y sentía, como siempre que recordaba aquel amanecer de trementina, una sensación ácida y efervescente. Porque, como dice la sabiduría, "Bien vengas mal si vienes solo". Su madre, la joven de estirpe vasca, por efecto de la tragedia contrajo un hipo crónico, que le causaba arcadas, le impedía comer y despertaba la hilaridad de la gente. No volvió a pronunciar palabra: sólo gorgoritos y ronqueras. Andaba así, con los ojos espantados, hipando, consumiéndose, hasta que unos meses después murió de extenuación. El padre se descivilizó, perdió la ambición, las energías, la costumbre de asearse. Cuando, por desidia, le remataron la chacrita, se ganó un tiempo la vida como balsero, pasando humanos, productos y animales de una banda a otra del Huallaga. Pero un día las aguas de la creciente deshicieron la balsa contra los árboles y él no tuvo ánimos para fabricar otra. Se internó en las laderas sicalípticas de esa montaña de ubres maternales y caderas ávidas que llaman La Bella Durmiente, se construyó un refugio de hojas y tallos, se dejó crecer los pelos y las barbas y allí se quedó años, comiendo hierbas y fumando unas hojas que producían mareos. Cuando Federico, adolescente, abandonó la selva, el ex-ingeniero era llamado el Brujo en Tingo María y vivía cerca de la Cueva de las Pavas, amancebado con tres indígenas huanuqueñas, en las que había procreado algunas criaturas montubias, de vientres esféricos.
Sólo Federico supo hacer frente a la catástrofe con creatividad. Esa misma mañana, después de haber sido azotado por dejar sola a su hermana en la cabaña, el niño (hecho hombre en unas horas), arrodillándose junto al montículo que era la tumba de María, juró que, hasta el último instante, se consagraría a la aniquilación de la especie asesina. Para dar fuerza a su juramento, regó sangre de azotes sobre la tierra que cubría a la niña. Cuarenta años más tarde, constancia de los probos que remueve montañas, don Federico Téllez Unzátegui podía decirse, mientras su Sedán rodaba por las avenidas hacia el frugal almuerzo cotidiano, que había mostrado ser hombre de palabra. Porque en todo ese tiempo era probable que, por sus obras e inspiración, hubieran perecido más roedores que peruanos nacido. Trabajo difícil, abnegado, sin premio, que hizo de él un ser estricto y sin amigos, de costumbres aparte. Al principio, de niño, lo más arduo fue vencer el asco a los parduzcos. Su técnica inicial había sido primitiva: la trampa. Compró con sus propinas, en la Colchonería y Bodega “El Profundo Sueño" de la avenida Raimondi, una que le sirvió de modelo para fabricar muchas otras. Cortaba las maderas, los alambres, los retorcía y dos veces al día las sembraba dentro de los linderos de la chacra. A veces, algunos animalitos atrapados estaban aún vivos. Emocionado, los ultimaba a fuego lento, o hacía sufrir punzándolos, mutilándolos, reventándoles los ojos.
Pero, aunque niño, su inteligencia le hizo comprender que si se abandonaba a esas inclinaciones se frustraría: su obligación era cuantitativa, no cualitativa. No se trataba de inferir el máximo sufrimiento por unidad de enemigo sino de destruir el mayor número de unidades en el mínimo tiempo. Con lucidez y voluntad notables para sus años, extirpó de sí todo sentimentalismo, y procedió en adelante, en su tarea genocida, con criterio glacial, estadístico, científico. Robándole horas al colegio de los Hermanos Canadienses, y al sueño (mas no al recreo, porque desde la tragedia no jugó más), perfeccionó las trampas, añadiéndoles una cuchilla que cercenaba el cuerpo de la víctima de modo que no fueran jamás a quedar vivas (no para ahorrarles dolor sino para no perder tiempo en rematarlas). Construyó luego trampas multifamiliares, de base ancha, en las que un trinche con arabescos podía apachurrar simultáneamente al padre, la madre y cuatro crías. Este quehacer fue pronto conocido en la comarca, e, insensiblemente, pasó de venganza, penitencia personal, a ser un servicio a la comunidad, mínimamente (pero mal que mal) retribuido. Al niño lo llamaban de chacras vecinas y alejadas, apenas había indicios de invasión, y él, diligencia de hormiga que todo lo puede, las limpiaba en pocos días. También de Tingo María empezaron a solicitar sus servicios, cabañas, casas, oficinas, y el niño tuvo su momento de gloria cuando el capitán de la Guardia Civil le encomendó despejar la Comisaría, que había sido ocupada. Todo el dinero que recibía, se lo gastaba fabricando nuevas trampas para extender lo que los ingenieros creían su perversión o su negocio. Cuando el ex-ingeniero se internó en la sexualoide maraña de La Bella Durmiente, Federico, que había abandonado el colegio, empezaba a complementar el arma blanca de la trampa con otra, más suticlass="underline" los venenos.