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La manera como el Padre Seferino Huanca Leyva consiguió atraer, moscas que sienten la miel, alcatraces que divisan el pez, hacia su desairado Parvulario a los chiquillos de Mendocita, fue poco ortodoxa y le ganó la primera advertencia seria de la Curia. Hizo saber que por cada semana de asistencia, los niños recibirían de regalo una estampita. Este cebo hubiera resultado insuficiente para la desalada concurrencia de desarrapados que motivó, si las eufemísticas "estampitas" del muchacho del Chirimoyo no hubieran sido, en realidad, imágenes desvestidas de mujeres que era difícil confundir con vírgenes. A ciertas madres de familia que se mostraron extrañadas de sus métodos pedagógicos, el párroco les aseguró, solemnemente, que, aunque pareciera mentira, las "estampitas" mantendrían a sus cachorros lejos de la carne impura y los harían menos traviesos, más dóciles y soñolientos.

Para conquistar a las niñas del barrio se valió de las inclinaciones que hicieron de la mujer la primera pecadora bíblica y de los servicios de Mayte Unzátegui, también incorporada al plantel de la parroquia en calidad de ayudante. Ésta -sabiduría que sólo veinte años de regencia de lupanares en Tingo María puede forjar, supo ganarse la simpatía de las niñas dándoles cursos que las divertían: cómo pintarrajearse labios y mejillas y párpados sin necesidad de comprar maquillaje en las boticas, cómo fabricar con algodón, almohadillas y aun papel periódico, pechos y caderas y nalgas postizas, y cómo bailar los bailes de moda: la rumba, la huaracha, el porro y el mambo. Cuando el Visitador de la Jerarquía inspeccionó la parroquia y vio, en la sección femenina del Parvulario, la aglomeración de mocosas, turnándose el único par de zapatos de taco alto del barrio y contoneándose ante la vigilancia magisterial de la ex-celestina, se restregó los ojos. Al fin, recuperando el habla, preguntó al Padre Seferino si había creado una Academia para Prostitutas.

– La respuesta es sí -contestó el hijo de la Negra Teresita, varón que no le temía a las palabras-. Ya que no hay más remedio que se dediquen a ese oficio, por lo menos que lo ejerzan con talento.

(Fue por esto que recibió la segunda advertencia seria de la Curia.)

Pero no es cierto que el Padre Seferino, como llegaron a propalar sus detractores, fuera el Gran Cafiche de Mendocita. Era sólo un hombre realista, que conocía la vida palmo a palmo. No fomentó la prostitución, trató de adecentarla y libró soberbias batallas para impedir que las mujeres que se ganaban la vida con su cuerpo (todas las de Mendocita entre los doce y sesenta años) contrajeran purgaciones y fueran despojadas por los macrós. La erradicación de la veintena de cafiches del barrio (en algunos casos, su regeneración) fue una labor heroica, de salubridad social, que ganó al Padre Seferino varios chavetazos y una felicitación del alcalde de la Victoria. Empleó para ello su filosofía de la prédica armada. Hizo saber, mediante pregón callejero de Jaime Concha, que la ley y la religión prohibían a los hombres vivir como zánganos, a costilla de seres inferiores, y que, en consecuencia, vecino que explotara a las mujeres se toparía con sus puños. Así, tuvo que desmandibular al Gran Margarina Pacheco, dejar tuerto al Padrillo, impotente a Pedrito Garrote, idiota al Macho Sampedri y con violáceos hematomas a Cojinoba Huambachano. Durante esa quijotesca campaña fue una noche emboscado y cosido a chavetazos; los asaltantes, creyéndolo muerto, lo dejaron en el fango, para los perros. Pero la reciedumbre del muchacho darwiniano fue más fuerte que las enmohecidas hojas de cuchillo que lo pincharon, y salvó, conservando, eso sí -marcas de fierro en cuerpo y cara de varón que damas lúbricas suelen llamar apetitosas- la media docena de cicatrices que, luego del juicio, mandaron al Hospital Psiquiátrico, como loco incurable, al jefe de sus agresores, el arequipeño de nombre religioso y apellido marítimo, Ezequiel Delfín.

Sacrificios y esfuerzos rindieron los frutos esperados y Mendocita, asombrosamente, quedó limpio de cafiches. El Padre Seferino fue la adoración de las mujeres del barrio; desde entonces concurrieron masivamente a las misas y se confesaron todas las semanas. Para hacerles menos maligno el oficio que les daba de comer, el Padre Seferino invitó al barrio a un médico de la Acción Católica a que les diera consejos de profilaxia sexual y las adoctrinara sobre las maneras prácticas de advertir a tiempo, en el cliente o en sí mismas, la aparición del gonococo. Para los casos en que las técnicas de control de la natalidad que Mayte Unzátegui les inculcaba no dieran resultado, el Padre Seferino trasplantó, desde el Chirimoyo a Mendocita, a una discípula de doña Angélica, a fin de que despachara oportunamente al limbo a los renacuajos del amor mercenario. La advertencia seria que recibió de la Curia, cuando ésta supo que el párroco auspiciaba el uso de preservativos y pesarios y era un entusiasta del aborto, fue la decimotercera.

La decimocuarta fue por la llamada Escuela de Oficios que tuvo la audacia de formar. En ella, los experimentados del barrio, en amenas charlas -anécdotas van, anécdotas vienen bajo las nubes o las casuales estrellas de la noche limeña-, enseñaban a los novatos sin prontuario, maneras diversas de ganarse los frejoles. Allí se podían aprender, por ejemplo, los ejercicios que hacen de los dedos unos inteligentes y discretísimos intrusos capaces de deslizarse en la intimidad de cualquier bolsillo, bolso, cartera o maletín, y de reconocer, entre las heterogéneas piezas, la presa codiciada. Allí se descubría cómo, con paciencia artesanal, cualquier alambre es capaz de reemplazar con ventaja a la más barroca llave en la apertura de puertas, y cómo se puede encender los motores de las distintas marcas de automóviles si uno, por acaso, resulta no ser el propietario. Allí se enseñaba a arrancar prendas al escape, a pie o en bicicleta, a escalar muros y a desvidriar silenciosamente las ventanas de las casas, a hacer la cirugía plástica de cualquier objeto que cambiara abruptamente de dueño y la forma de salir de los varios calabozos de Lima sin autorización del comisario. Hasta la fabricación de chavetas y -¿murmuraciones de la envidia?- la destilación de pasta de pichicata se aprendía en esa Escuela, que ganó al Padre Seferino, por fin, la amistad y compadrazgo de los varones de Mendocita, y también su primera refriega con la Comisaría de la Victoria, donde fue conducido una noche y amenazado de juicio y cárcel por eminencia gris de delitos. Lo salvó, naturalmente, su influyente protectora.

Ya en esta época el Padre Seferino se había convertido en una figura popular, de la cual se ocupaban los periódicos, las revistas y las radios. Sus iniciativas eran objeto de polémicas. Había quienes lo consideraban un protosanto, un adelantado de esa nueva hornada de sacerdotes que revolucionarían la Iglesia, y había quienes estaban convencidos de que era un quintacolumnista de Satán encargado de socavar la Casa de Pedro desde el interior. Mendocita (¿gracias a él o por su culpa?) se convirtió en una atracción turística: curiosos, beatas, periodistas, snobs se llegaban hasta el antiguo paraíso del hampa para ver, tocar, entrevistar o pedir autógrafos al Padre Severino. Esta publicidad dividía a la Iglesia: un sector la consideraba beneficiosa y otro perjudicial para la causa.