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—Reconozco que Morel es capaz de asustar a cualquiera —Rob recordaba la expresión en los ojos grises del asistente de Regulo cuando manejaba el comunicador que le permitía controlar a Caliban—. A mí también me preocupa. Pero, ¿Senta no…?

Se interrumpió. Anson le había hecho un brusco ademán para que se callara. Senta se había inclinado hacia adelante y comenzaba a respirar agitada.

—Unos segundos más —dijo—. Tiene la venda sobre los ojos, para que no reciba ningún estímulo visual. Si oye cualquier palabra ahora, tendrá el mismo efecto. Debemos evitar que entre en un recuerdo que no sea el que queremos.

Se sentó en el sofá junto a Senta, mirándola con atención. Rob quedó impresionado. Mientras la miraba, las mejillas de Senta iban perdiendo su aspecto ajado y recuperaban el color que él había visto en Camino Abajo. La boca volvía a curvársele otra vez en una delicada y misteriosa sonrisa.

—Aquí estoy, Howard —exclamó—. Me siento bien. ¿A qué vamos a jugar? —rió, con una risa profunda, y se acomodó entre los mullidos almohadones del sofá. Su actitud era ya coqueta y llena de una explícita promesa sexual. Anson le dirigió a Rob una rápida mirada de impotencia, y luego se inclinó hacia el oído de Senta.

—Joseph Morel —articuló con toda claridad. Hizo una pausa tras pronunciar el nombre—. Gregor Merlin. Joseph Morel y Gregor Merlin. Repite esos nombres, Senta, repítelos.

Le miró aturdida.

—Joseph Morel. Gregor Merlin. Sí, sí. Ya sé. Pero, Howard, ¿cómo tú…?

La voz se iba debilitando. Una vez más, su cara mostraba un desfile de expresiones: temor, alegría, ansiedad, compasión, lujuria. Cuando se le estabilizó la mirada, inclinó la cabeza a un lado y asintió, luego pareció escuchar con atención.

—Merlin… Merlin los tiene —pronunció por fin. Miraba hacia arriba, con el ceño fruncido y una expresión de confusión y preocupación en el rostro—. Así es, Gregor Merlin. Acaba de decírmelo Joseph, por vídeo. No tiene idea de cómo han llegado allí, pero está seguro de que están en los laboratorios.

—A la mierda —dijo Anson mordiéndose el labio y mirando a Rob—. Esto es lo que me temía. Es lo mismo que ya habías oído. Es lógico, porque he dicho casi las mismas palabras. Ahora me temo que deberemos esperar a que pase toda la escena.

Senta escuchaba lo que le decían unos acompañantes invisibles, hasta que por fin asintió.

—Sí, son dos. No, no estaban vivos, no había aire en la cápsula. No sé si Merlin sabe de dónde provienen, pero debe imaginárselo. Le dijo a McGill que había hallado a dos Duendes, ése es el nombre que les da, en una caja de medicinas que le habían devuelto. Le mandó uno al otro hombre, Morrison, y ahora va a tratar de hacerles una autopsia completa. Ya sabe lo que les ha pasado, pero no…

Le cambiaba la cara, se convertía otra vez en un crisol de todas las emociones humanas. Antes de que el cambio fuera completo, Howard Anson se inclinó sobre ella, dispuesto a volver a hablarle. Rob levantó la mano, oponiéndose.

—No continúes, Howard —lo interrumpió—. ¿No has visto su cara? Sufre muchísimo cuando entra en esa parte de su pasado.

—Lo sé, Rob —los gestos de Anson eran adustos, sin rastros de las poses del hombre frívolo—. A mí tampoco me hace gracia. Pero debemos averiguar qué es para poder destruirlo. Ahora no digas nada o podríamos hacerle perder el hilo. —Había vuelto a inclinarse sobre ella—. Senta, otra vez. Repite esos nombres conmigo. Morel, Merlin, Duendes, Caliban, Sycorax. ¿Me oyes? Repítelos, Senta.

Incluso antes de que él terminara de hablar, la reacción había comenzado. Era evidente que no necesitaba otro estímulo. Sus rasgos comenzaron a retorcerse y contorsionarse, a ser una caricatura de su belleza: el rostro deformado por expresiones grotescas, las venas del cuello hinchadas. Finalmente su cara mostraba un horror creciente. Por un instante, abrió la boca y la cerró sin decir una palabra.

—¿Los has matado? —dijo por fin. Comenzó a mecerse adelante y atrás en el sofá, con las manos apretadas sobre la falda—. No lo creo. No puede ser verdad. No hablas en serio. —Hubo un silencio, luego agregó—: Dios mío, es cierto. Estás loco, tienes que estar loco. No comprendes lo que has hecho, ¿verdad? Y todos esos inocentes. Has matado a todos esos inocentes. ¿Por qué lo has hecho?

Se hizo un silencio más largo, mientras Rob Merlin y Howard Anson se miraban serios. La expresión de Howard indicaba que oía esas palabras por primera vez.

—No me importa qué estaban haciendo —continuó Senta Plessey—. No cambia nada. Nada puede justificar que los hayas matado. Gregor Merlin era amigo tuyo, ¿no? Hace años que lo conocías. Mucho tiempo.

Anson dirigió a Rob una mirada de intensa satisfacción y compasión a la vez, mientras Senta volvía a caer prisionera de las voces interiores. Pocos segundos después, comenzaron a deslizarse lágrimas por debajo de la venda. Sacudía la cabeza.

—Es inútil que me digas eso, Joseph —dijo—. Sé que me mientes. No intentes engañarme. He visto la información que se ha grabado para Caliban. Oí las órdenes que le diste, pero no sabía qué querían decir. Dijiste que quemara el edificio y pusiera la bomba. —Quedó en silencio por un momento, y luego volvió a murmurar algo, pero casi no se la oía—. «Quema el edificio y pon la bomba.» Pero, ¿por qué? ¿Por qué? Nada podía justificarlo, nada. Dijo que ya estaban muertos cuando llegaron allí, así que no pudieron haberles dicho nada, ni a él ni a su esposa. No sé qué eran esos «Duendes», pero eso no cambia las cosas.

Volvió a quedar en silencio, y luego negó con la cabeza con firmeza.

—No, no lo haré. Si no me dices la verdad, Joseph, lo averiguaré yo sola. Iré a Christchurch, y visitaré los laboratorios. Alguien sabrá algo.

Después se inclinó hacia adelante, escuchando otra vez con atención. Se hizo un silencio tan largo que Rob estaba seguro de que Senta había pasado a otra fase del trance. Miró a Howard e iba a decir algo cuando el otro hombre le hizo callar con un ademán. Senta se había sacudido con una nueva emoción, y se había llevado las manos a los ojos.

—Que Dios se apiade de ti. No te das cuenta de lo que me estás diciendo. Es inhumano. Si me estás diciendo la verdad, no puedo quedarme aquí. Tengo que irme, tengo que salir de aquí —sollozaba abiertamente, y se le quebraba la voz—. No puedo quedarme. Tienes que ir a decírselo, explicar lo que has estado haciendo. Diles que ha sido una locura, que no eras consciente de lo que suponía. Alguien debe decir la verdad. Te das cuenta, ¿no? No podré perdonártelo nunca.

Una vez más guardó silencio, sólo se oía el terrible sonido de sus ahogados sollozos. Mientras Rob Merlin y Howard Anson esperaban, mirándose, el tono cambió. Poco a poco se convirtió en una tos ronca, profunda.

—Se está recobrando. —Anson se acercó a Senta y le quitó la venda de los ojos—. Necesitará estar sola unos minutos. ¿Te molestaría pasar a la otra habitación? —Vio la mirada de Rob—. Está bien. No es peligroso dejarla sola ahora. No querrá que la veas en este estado cuando regrese al presente. Ve y déjame, que yo haré lo que pueda por ella. Estaré contigo enseguida.

Rob pasó junto a Anson, entró en el dormitorio y cerró la puerta. Se dirigió a la ventana y miró los rosados y amarillos de la vieja ciudad. Era casi el crepúsculo, una hora tranquila, silenciosa. Oía las campanas de las iglesias, allá lejos, por encima de los techos de las casas. En el gran edificio a tres kilómetros al oeste, se estarían celebrando los servicios vespertinos como sucedía desde hacía dos mil años. El aire de la ciudad era claro y tranquilo. Y en algún lugar, en algún lugar lejos de la Tierra, el hombre que había asesinado a sus padres, que había hecho de Senta Plessey una mujer destrozada, que impedía a Rob hallar placer alguno en la escena que se presentaba ante sus ojos, vivía en libertad.