El paisaje se había empobrecido. No crecía nada en las escarpadas laderas de las pilas de roca, ni en el cavernoso interior del pozo con sus paredes de metal. Rob estaba de pie a unos treinta metros del borde, mirando el paisaje pelado de alrededor, muerto.
—Espero que todo esto valga la pena —le dijo al hombre que estaba junto a él—. Desde luego habéis excavado. Sabes que debemos llegar al punto exacto y luego mantenerlo abajo cuando comience a tirar. De lo contrario, perderemos todo.
El otro era un hombre pequeño, de piel oscura, y se sentía a sus anchas en el aire enrarecido de la montaña. La sonrisa que dirigió a Rob fue resplandeciente, y dejó ver los dientes separados.
—No es mi responsabilidad —dijo, con la familiaridad de una larga relación—. Bajarlo hasta el punto exacto es tu trabajo. Yo hago agujeros, nada más. Ven y mira el fondo de éste. Es inmenso, el más grande que he hecho.
Rob se dejó llevar hasta el borde del pozo. Medía poco más de cuatrocientos metros de ancho, y su borde era circular y liso. Los lados eran suavemente verticales. Rob le echó una mirada y dio un paso atrás.
—Me basta, Luis. No me gustan mucho las alturas.
—¡No me digas! —Miró a Rob de modo desafiante—. ¿Intentas que me lo trague, cuando Perrazo me ha contado que escalaste tú solo el Himalaya? ¿Y eso no es alto?
—Es distinto. Tenía la cabeza puesta en subir la montaña y bajarla. Aquí no se ve más que la bajada. Siempre me he preguntado cómo podías sentirte tan cómodo, trabajando en alturas así. —Dio otro paso rápido para mirar desde el borde, y retrocedió con la misma rapidez—. Desde aquí parecen más de cinco kilómetros. Ni siquiera veo el equipo de excavación, y son máquinas grandes.
—Las más grandes que encontré. Terminaremos en un par de meses. —Luis se acercó hasta el borde mismo del pozo y se inclinó. Asintió satisfecho por lo que vio y escupió hacia las profundidades—. Ésta es la parte más fácil, ¿no? Cuando haya entrado y tengamos que volver a colocar la roca, entonces comenzaremos a sudar. Será difícil de amarrar. ¿Estás seguro de que no puedes darme más tiempo? Dos mil millones de toneladas y menos de cinco minutos para llenar el pozo… es mucho pedir. —El tono confiado de la voz desmentía sus palabras mientras seguía inclinado sobre el borde, mirando hacia abajo.
—Lo harás, Luis. —Rob miraba hacia arriba, como por encima de ellos, viendo algo que descendía en los ojos de su imaginación—. Hemos construido un hongo al extremo del Tallo. Se ensancha hasta unos trescientos cincuenta metros en la parte de abajo, de modo que no te será difícil verlo llegar. Viajará a menos de cien kilómetros por hora en el tramo final. Puedes comenzar a meter la roca apenas el extremo final pase el nivel del terreno. Tendrás tiempo suficiente. Pensándolo bien, no sé por qué te pagamos tanto dinero, es como regalarlo.
—Está bien —Luis reía, sin dejar de mirar hacia adentro del pozo—. ¿Por qué no lo haces tú solo, eh? Entonces a mí me tocaría la parte más fácil, quedarme sentado allá en el Control Central y ver cómo trabajan los demás.
—¿Fácil? ¿Dónde te piensas que van a presentarse las dificultades? Tú podrás sentarte aquí lleno de una fe ciega; yo seré el que deba preocuparse por la estabilidad, durante todo el recorrido.
El otro se encogió de hombros.
—¿La estabilidad? La calculaste hace meses. Te vas a quedar allí sentado mirando, y me dices que te vas a preocupar. Dime qué vas a hacer.
Rob sonrió. Los dos hombres se habían gastado esta misma broma muchas veces.
—Estaré allí sentado tratando de controlar cien mil kilómetros de serpiente viva, nada más. Y de agregar el lastre en el otro extremo. ¿Qué te parecería si fallásemos? Caería todo aquí, en Quito, sobre tu regazo.
—Eso no pasará, ¿verdad? —Luis se volvió e inclinó la oscura cabeza a un lado; el tono de duda, sustituyó al de broma. Sus pies estaban a pocos centímetros del borde de la excavación.
—Apártate de ahí, Luis, y te contestaré. A ti no te preocupa, pero a mí me pone nervioso. No me costaría encontrar a un sustituto más competente, pero resultaría muy pesado entrenar a otra persona para manejar el Control de Amarre. —Rob esperó a que el otro se apartara un par de centímetros del borde—. Pero tienes razón —continuó—. Si no atamos el lastre al otro extremo, el cable no te caerá aquí, en la primera vuelta. Comenzará a enrollarse alrededor de la Tierra, aumentando la velocidad. Lo sentirás en la segunda vuelta. Te darás cuenta, eso te lo aseguro. Llevará más o menos la velocidad de Mach Tres cuando entre en la atmósfera, y serán dos mil millones de toneladas sin control. Quito será un lugar animado.
—¡Siccatta! Qué lindas imágenes pintas —Luis volvió a escupir por encima del borde, se volvió y comenzó a caminar junto a Rob hacia la nave—. Supongo que se lo habrás dicho a la Oficina General de Coordinación, ¿qué te han contestado?
—No es mi responsabilidad —dijo Rob, imitando la manera monótona de hablar del otro—. He dejado todo eso en manos de Darius Regulo. Ha conseguido todos los permisos.
—¡Ajá! ¿Y cómo lo ha hecho?
Rob se encogió de hombros.
—No lo sé. Seguramente a algunos los convencería, a otros los compraría; otros le deberían favores y a otros los asustaría hablándoles de los inconvenientes que supondría dejar de construir el Tallo. Ya sabes cómo se hacen estas cosas. Yo construyo los cables, nada más, y éste es grandote, el más grande que he hecho. Me alegra que sea Regulo el que manipula a las autoridades, con su diplomacia italiana. —Se sentó en el ala del vehículo aéreo—. Ya tenemos de qué preocuparnos. ¿Algún problema de verdad por aquí? De lo contrario, me iré a seguir con la fabricación, y con los planes finales para el vuelo de entrada.
El otro hizo un gesto burlón.
—He trabajado contigo en el Puente de Tasmania, en el Puente de Nueva Zelanda y en el Puente de Madagascar, ¿recuerdas? Y después de todo eso, todavía tienes el valor de hacerme semejante pregunta. Rob Merlin, mi perfeccionista amigo, ¿no me conoces? ¿No te parece que habría ido a verte hace mucho tiempo si algo no hubiera salido según los planes y según los plazos? ¿Te piensas que soy uno de esos lastajas incompetentes que prefieren que se les estropeen las cosas antes de admitir que tienen problemas?
—Está bien —Rob levantó la mano para detener el torrente de palabras—. Tienes razón. Me equivoqué, lo admito. No te enojes. Sé que lo tienes todo bajo control, sé cómo trabajas. Caramba, Luis, si no lo supiera jamás te habría llamado para este trabajo. Pero tú también me conoces. Tengo que verlo todo con mis propios ojos, y tengo que hacer preguntas estúpidas. Forma parte de mi manera de ser, así como hacer pozos es lo tuyo.
—Así es —Luis sonreía mientras subían al vehículo aéreo—. Estoy de acuerdo, forma parte de tu naturaleza. —Miró hacia atrás a los enormes terraplenes, colinas de roca y tierra hechas por la mano del hombre—. Y sigue así —dijo con voz suave—. Sigue insistiendo en ver todo con tus propios ojos. Ésa es la razón por la cual Luis Merindo ha trabajado para ti en cuatro ocasiones. Recuerda que yo también aprecio mi vida, aunque pienses que me acerco demasiado al borde. Vayamos a ver el Control de Amarre. Aquí estaremos listos cuando tú lo estés.
La vista desde L-4 era siempre una sorpresa para los visitantes. Era la Tierra lo que primero llamaba la atención, cuatro veces más grande que la Luna. La esfera lunar se veía exactamente del mismo tamaño que vista desde la Tierra, pero era distinta. Las marcas parecían otras. El habitante de la Tierra tenía una imagen arraigada en lo más profundo de la memoria, aún sin ser consciente de ello. Cuando la cara familiar era sustituida por un perfil desconocido, se convertía en un mundo nuevo e interesante, distinto de la antigua compañera de la Tierra. Y esa sensación persistía. Rob había viajado ya muchas veces a L-4 y comenzaba a acostumbrarse a esa nueva imagen del cielo. Pero incluso así, descubrió que de vez en cuando miraba ese hemisferio brillante mientras recorría despacio el Tallo, al regresar a la Araña.