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—¿Qué me dice?

—Norma me odia. Es verdad, me odia. ¿Por qué ha de ser así? Ya me imagino que querría mucho a su madre, pero, ¿qué tiene de particular que su padre volviese a casarse?

—¿Está usted convencida de que la odia?

—Naturalmente que sí. Tengo pruebas de ello. Cuando decidió marcharse a Londres sentí un gran descanso. Yo no quería que hubiese disgustos por mi causa…

La señora Restarick se calló de pronto. Parecía haberse dado cuenta por vez primera de que estaba hablando con un desconocido, con un extraño.

Poirot poseía la cualidad de suscitar confidencias. Sus interlocutores, en estos casos, hablaban y hablaban como si le hubiesen conocido toda la vida…

Ella dejó oír ahora una breve risita.

—¡Dios mío! —exclamó luego—. No sé por qué le estoy contando todo esto. En todas las familias hay problemas. ¡Pobres madrastras! Nosotras no solemos pasarlo bien en el plano de las relaciones con los hijos del marido. ¡Ah! Ya hemos llegado…

Llamó con las nudillos a una puerta.

—¡Adelante, adelante!

Aquello fue un rugido estentóreo.

—Tiene usted una visita, tío —dijo Mary Restarick, al entrar en la habitación.

Poirot la seguía.

Un hombre ya anciano, de ancha espalda y cuadrada faz, muy roja y de expresión irritada, que había estado paseando por el cuarto, se plantó frente a ellos. Detrás de él había una mesa. Una chica, sentada a la misma, clasificaba cartas y otros papeles. Inclinaba sobre ellos su menuda y morena cabeza…

—Le presento a monsieur Hércules Poirot, tío Roddy —dijo Mary Restarick.

Poirot avanzó con naturalidad.

—¡Ah, sir Roderick! Han transcurrido muchos años desde la última vez que nos vimos… Hay que volver al pasado y detenernos en la última guerra. Yo me encontraba en Normandía… Recuerdo que allí estaban también el coronel Race, el general Abercromby, el mariscal del aire, sir Edmund Collingsby… ¡Y qué decisiones nos vimos obligados a tomar! ¡Cuantos obstáculos hubimos de vencer! ¡Ah! Ya no tenemos por qué ser reservados. Me acuerdo de cuando fue desenmascarado aquel agente secreto que tanto trabajo nos dio por espacio de mucho tiempo… ¿No se acuerda? Le hablo del capitán Henderson.

—¡Oh, claro! ¡El capitán Henderson! ¡Maldito cerdo! ¡Desenmascarado!

—Puede que usted no se acuerde de mí, de Hércules Poirot.

—¿No voy a acordarme? Sí, sí, hombre… Qué a punto estuvimos ahí de… Usted era el representante francés, ¿verdad? ¿No había dos? Ahora no logro recordar el nombre del otro. Siéntese, siéntese… No hay nada tan grato como hablar de los viejos tiempos.

—Temía que no se acordase de mí o de mi colega: monseñor Giraud.

—Pues se equivoca: me acuerdo de los dos. ¡Ah! Aquello era vivir, sí, señor.

La joven de la mesa se levantó. Cortésmente, acercó una silla a Poirot.

—Eso es, Sonia, eso es —dijo sir Roderick—. Permítame que le presente a mi encantadora secretaria. No puede usted imaginarse lo que esta muchacha representa para mí. Me ayuda constantemente, ordena y archiva mis papeles… Sin ella no sabría qué hacer.

Poirot se inclinó en una ceremoniosa reverencia.

Enchanté, señorita —murmuró.

A modo de réplica, la chica susurró unas palabras. Era una menuda persona, de negros y abundantes cabellos. Parecía tímida. Sus ojos, de un matiz azul oscuro, se hallaban casi siempre fijos en el suelo. Sonrió dulcemente al oír las palabras de sir Roderick.

Éste le dio varias palmaditas en un hombro.

—No sabría qué hacer sin ella —repitió—. De veras.

—Sir Roderick exagera —protestó la muchacha—. Como secretaria no soy tan eficiente como él afirma. Por ejemplo: no soy capaz de escribir a mucha velocidad en la máquina.

—Tu velocidad me basta, querida. Además, eres mi memoria también. Y asimismo, mis ojos y oídos, y una gran cantidad de cosas más.

Sonia sonrió nuevamente.

—Yo me acuerdo ahora —dijo Poirot—, de algunos hechos sobresalientes de aquel tiempo. En realidad, no sé si la gente exagera o no. Así, el día que le robaron a usted el coche.

Poirot prosiguió fluidamente con aquella historia.

Sir Roderick estaba encantado.

—Sí, sí. Siempre hubo tendencia hacia la exageración. Pero en el fondo el incidente sé desarrolló tal cual usted acaba de referirlo. Es fantástico que usted se acuerde de él habiendo transcurrido tanto tiempo. Yo podría referirle ahora otro mucho más sabroso…

Ni corto ni perezoso, sir Roderick se lanzó a contarle otra historia.

Poirot le escuchaba atentamente. Al final hizo un simulacro de aplauso cariñoso. Luego se puso en pie.

—No debo entretenerle más, sir Roderick —manifestó—. Veo que está usted entregado a un trabajo importante… Es que pasé casualmente por aquí y estimé que debía presentarse mis respetos. Los años pasan sí, pero usted no ha perdido su antiguo vigor, su gusto por la vida.

—Pues sí… Es posible que tenga usted razón, amigo mío. Ahora, no se exceda en sus cumplidos, por favor…, me figuro que me aceptará una taza de té. Mary no tendrá inconveniente en preparárnoslo, quizás —el anciano miró a su alrededor—. ¡Oh! Se ha marchado. Buenísima muchacha.

—Sí. Y muy bella. Por espacio de muchos años ella habrá sido un gran consuelo para usted.

—¡Oh! La boda tuvo lugar recientemente. Se trata de la segunda esposa de mi sobrino. Voy a serle franco. De este sobrino mío, de Andrew, nunca hice mucho caso… No le veía un hombre sentado. Se me antoja demasiado inquieto. Mi sobrino favorito era su hermano Simon, mayor que él. Claro que tampoco le conocía muy bien…

»Por lo que a Andrew respecta he de señalar que se portó muy mal con su primera mujer. Se fue, se ausentó, ¿sabe? Se marchó con una compañía nada recomendable. Todo el mundo sabía de ella. Sin embargo, él estaba enamorado. Todo terminó en un año o dos. El muy necio… De esta esposa no se puede afirmar nada desfavorable, por lo que hasta el momento he visto. Bueno. Simon era un individuo de más peso. Un tanto sombrío y aburrido, no obstante, para mi gusto. No puedo decir que me sintiera satisfecho cuando mi hermana entró a formar parte de la familia. Un matrimonio de conveniencia, ¿sabe? Gente rica… Pero el dinero no lo es todo… Todos los míos se han ido casando con personas afectas a los servicios. Nunca supe nada de los Restarick.

—Tienen una hija, según me han informado. Una amiga mía la conoció casualmente la semana pasada.

—¡Oh! Usted habla de Norma. Una estúpida. Anda por ahí embutida en unas ropas terribles, en compañía de un joven que nada más verlo repugna. Si. Ahora estos tipos se prodigan. Los muchachos se dejan crecer el pelo. Se dejan llamar de varias maneras también: «beatles» gamberros, etcétera. No puedo entenderme con ellos. Prácticamente, hablan un lenguaje extranjero. Pero nadie se molesta en escuchar las críticas de los que poseemos más edad y experiencia. Así vamos todos… Incluso Mary… Pienso, sin embargo, que terminará siendo víctima del histerismo… Su salud… Se ha hablado de que la visita al hospital es siempre conveniente, tanto para someterse a observación como para otra cosa similar. ¿Y si bebiéramos algo? ¿Un whisky? ¿No? Espérese unos minutos y tomaremos té.

—Gracias, pero estoy en casa de unos amigos y…

—Bueno. He de decirle que su visita me ha resultado muy grata. Uno disfruta recordando ciertas cosas ocurridas hace tantos años. Sonia, querida, ten la amabilidad de acompañar a monsieur… Lo siento. No recuerdo su nombre… Se me ha vuelto a olvidar. ¡Ah, sí! Poirot. Acompáñalo hasta donde esté Mary, ¿quieres?

—No, no —Hércules Poirot se apresuró a desechar su ofrecimiento—. Ya he molestado bastante a la señora Restarick. Descuide… Sabré dar con la salida perfectamente. Ha sido para mí un gran placer volver a verle.