«Espere… Ya verá… —añadió la señora Oliver con aire vengativo—. Espere y verá…»
Abrió la puerta llamando a Edith, su doncella, en cuyas manos puso el paquete, diciéndole que tenía que ser entregado en la estafeta de correos inmediatamente.
«Y ahora —se preguntó la señora Oliver—, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo voy a matar el tiempo?»
Empezó a ir de un lado para otro de nuevo.
«Sí —pensó—. Me gustaría ver en el empapelado pájaros tropicales y otras cosas semejantes en lugar de las cerezas de éste… Con los otros dibujos yo me sentía en ocasiones en medio de un bosque de los trópicos. ¡Me sentía leona, o tigresa, o la hembra del leopardo y el orangután! ¿Qué sensación puedo experimentar entre esas cerezas? Todo lo más, en medio de este huerto artificioso, puedo llegar a creerme una especie de espantapájaros».
Tornó a mirar a su alrededor.
«Debiera comenzar a lanzar gorjeos, como cualquier avecilla. Sí. Eso es lo que debiera estar haciendo ya —se dijo sombríamente—. Comiendo cerezas… Me gustaría que fuese la época adecuada del año para comer cerezas. Me pregunto si…»
Descolgó el teléfono.
—Me aseguraré de ello, señora —contestó al otro extremo del hilo telefónico George, correspondiendo a su pregunta.
Luego escuchó otra voz.
—Hércules Poirot a sus órdenes, señora Oliver.
—¿Dónde ha estado usted? Estuvo por ahí durante todo el día. Supongo que visitaría a los Restarick. ¿Ha sido así? ¿Vio usted a sir Roderick? ¿Qué averiguó concretamente?
—Nada —respondió Hércules Poirot.
—¡Oh! ¡Qué aburrimiento!
—Pues no, señora Oliver. No creo que la cosa tenga nada de aburrida. Estimo, en cambio, muy sorprendente que yo no consiguiera descubrir nada de particular.
—Sorprendente… ¿Por qué? No comprendo…
—Tal conclusión, mi querida amiga, no se halla de acuerdo con el planteamiento de los hechos. Puede ser que haya algo inteligentemente ocultado. He aquí otro detalle de sumo interés. A propósito, la señora Restarick no sabía que la muchacha estaba siendo echada de menos.
—Quiere usted significar entonces que no tiene nada que ver con la desaparición de la chica, ¿verdad?
—Así es, por lo visto. Hablé con el joven.
—¿Se refiere usted a ése que cae mal a todo el mundo?
—En efecto, estoy aludiendo a ese desagradable muchacho.
—¿Le juzga usted, personalmente, desagradable?
—¿Desde qué punto de vista?
—Desde el que puede adoptar una chica, no, por supuesto.
—Estoy seguro de que la que vino a verme se habría sentido encantada con él.
—¿No se puede calificar a ese sujeto de horroroso?
—Por el contrario; su rostro podría calificarse de bello —respondió Hércules Poirot.
—¿Sí? —inquirió la señora Oliver—. A mí los hombres bellos no me han gustado jamás.
—Las jovencitas no piensan como usted.
—Tiene usted razón. A ellas no les llaman la atención los hombres de rasgos faciales correctos, de aspecto cuidado, bien vestidos y aseados. Ahora sus preferencias se inclinan por los tipos de aspecto semejante a los que aparecen en las comedias de la época de la Restauración, de ser posible, muy sucios, como si se dispusieran a aceptar cualquier trabajo repulsivo…
—Al parecer, tampoco él conocía el paradero de la muchacha.
—O no quiso admitir su desaparición.
—Quizá. Se presentó allí en la casa, penetrando en la misma sin que nadie le viera. ¿Por qué razón procedió así? ¿Buscaba a la muchacha? ¿Iba detrás de alguna cosa?
—¿Usted cree que buscaba alguna cosa?
—Algo buscaba dentro de la habitación de la joven.
—¿Cómo lo sabe? ¿Le vio usted allí?
—No. Yo solamente le vi bajar las escaleras. Pero encontré una mancha de cieno en el cuarto de la muchacha, mancha que podía proceder de uno de sus zapatos. Es posible que la misma Norma le encargara que recogiese cualquier objeto… Cabe tal posibilidad, sí. Hay otra chica en esa casa, una chica muy linda, por cierto… Es probable que fuera a verla. Sí. Hay que pensar en eso también.
—¿Qué se propone ahora? —inquirió la señora Oliver.
—Nada —contestó Poirot.
—Eso es bien poco —manifestó Ariadne en tono de reproche.
—Me va a ser facilitada una información, tal vez. Hice un encargo. Ahora bien, es posible que este paso resulte infructuoso.
—Pero… ¿de veras que no piensa hacer nada?
—Hasta el momento oportuno, no.
—Yo sí me propongo actuar —anunció la señora Oliver.
—Por favor, sea prudente.
—¡Qué tontería! ¿Qué puede sucederme?
—Cuando se ha cometido un crimen puede salirnos al paso lo más inesperado. Eso se lo digo yo, señora Oliver. Hércules Poirot.
Capítulo VI
El señor Goby se sentó en una silla. Era un hombre menudo y encogido, de traza muy corriente.
Había fijado la mirada en una de las patas en forma de garra de una mesa muy antigua, a la que dirigía sus observaciones. Nunca concentraba su atención directamente en sus interlocutores.
—Me alegro de que consiguiera los nombres, señor Poirot —declaro—. De otro modo, ya se lo puede imaginar, habría necesitado más tiempo. En realidad, me he hecho de los datos principales, captando habladurías, expresivas por otro lado. Las murmuraciones son útiles para el informador. Comenzaré por Borodene Mansions, ¿le parece bien?
Poirot inclinó la cabeza, complacido.
—Hay muchos porteros allí —dijo el señor Goby, dirigiéndose ahora al reloj que ocupaba el centro de la repisa de la chimenea—. Empezando por allí, utilicé a dos jóvenes. Me resultaron caros, pero valía la pena. Disimulé por todos los medios la presencia del investigador empeñado en averiguar cosas muy concretas. ¿Uso las iniciales o menciono los nombres completos?
—Entre estas paredes, puede usted mencionar los nombres completos —respondió Poirot.
—La señorita Claudia Reece-Holland es una encantadora joven. Su padre es uno de los miembros del Parlamento. Un hombre ambicioso. Aparece en las páginas de los periódicos con frecuencia. No tiene otra hija. Trabaja como secretaria. Una muchacha seria. Nada de reuniones estrambóticas, ni bebidas, ni compañías dudosas… Comparte el piso con otras dos chicas. La segunda trabaja para la «Wedderburn Gallery», en la calle Bond. Un tipo cursi. Alterna con la gente de Chelsea. Va de un sitio para otro, organizando exposiciones de arte.
»La tercera es la suya. No hace mucho tiempo que reside allí. Se opina, en general que anda algo despistada. No se insinúa nada grave. Pero se la tiene por persona un tanto vaga, indefinida. Uno de los porteros es extraordinariamente parlanchín. Una copa o dos y uno se queda sorprendido al observar la cantidad de cosas que es capaz de referir. Sabe quiénes son los que beben, los que toman drogas, los que pasan apuros a la hora de pagar el impuesto estatal sobre la renta, los que ocultan su dinero debajo de cualquier losa suelta… Desde luego, no puede tomarse todo lo que afirma como artículo de fe. El caso es que circuló cierta historia acerca de un revólver disparado una noche…
—¿Un revólver? ¿Resultó alguien herido?
—Hay dudas a ese respecto. Ese hombre cuenta que una noche oyó el estruendo de un disparo. Salió para ver qué pasaba y se encontró con la chica, la que a usted le interesa, plantada, inmóvil y con el revólver en la mano. Parecía hallarse aturdida. Después acudió corriendo una de sus amigas… Mejor dicho, no; se presentaron ambas. Y la señorita Cary (la cursi, ¿eh?) inquirió: «Norma, ¿qué demonios has hecho?» La señorita Reece-Holland intervino con gran viveza, para decirle: «Cállate, Frances. ¿Es que no sabes cerrar el pico? Vamos, no seas tonta». Quitando el arma a la muchacha («Dame eso»), la metió en el bolso… A continuación advirtió la presencia de este mozo, Micky, y dirigiéndose a él, riendo, agregó: «Usted debe de haberse llevado un buen susto, ¿eh?» Luego, la joven agregó: «Que no le preocupe este incidente. La verdad es que no teníamos la menor idea de que esta, arma estuviera cargada. Por manosearla ya ve usted lo que pasa…» Guardó silencio un instante, para recomendarle después. «Si alguien hace preguntas sobre lo sucedido diga que no es nada, que no tiene importancia…» Norma se dejó conducir por su amiga al ascensor y las tres subieron al piso de nuevo. Pero Micky seguía dudando. Entonces salió a dar una vuelta por el patio.