—Lo dejé donde estaba —repuso Frances—. No se me ocurrió otra cosa… No sabía qué hacer: si decírtelo o callarme. Finalmente, ayer torné a mirar en la cómoda. El arma había desaparecido, Claudia, no vi el menor rastro de ella.
—¿Crees a Norma capaz de haber enviado a David aquí para conseguirla?
—Es una posibilidad que no descarto… Voy a decirte una cosa, Claudia: en el futuro pienso encerrarme en mi habitación bajo llave todas las noches.
Capítulo VII
La señora Oliver abrió los ojos, sintiéndose profundamente satisfecha. Veía extenderse ante ella todo un día sin nada que hacer. Habiéndose desprendido de su último original, se enfrentaba con una etapa de descanso. Al igual que otras veces, en situaciones parecidas, podía dedicar sus ocios a lo que más le gustara. Así, hasta que el afán creador volviese a manifestarse.
Comenzó a pasear de un lado para otro del piso, vagando sin rumbo, tocando sus cosas, examinando un objeto u otro, registrando los cajones de su mesa de trabajo… Comprendía que eran ya excesivas las cartas sin contestar que en ella se amontonaban, pero estaba convencida de que no se encontraba precisamente en la disposición de ánimo apropiada para emprender la tarea de responder a sus diversos comunicantes. Era una labor muy fatigosa… Le apetecía un trabajo interesante de veras. Quería… ¿Qué era lo que quería?
Pensó en la conversación que había sostenido con Hércules Poirot, en el consejo que éste le había dado. ¡Qué absurdo! Después de todo, ¿por qué no había de intervenir en aquel problema que llevaba a medias con Poirot? Poirot era muy dueño de tomar la decisión de sentarse en una silla, juntar las yemas de sus dedos y poner en actividad las células grises de su cerebro mientras hundía el cuerpo en cualquier sillón cómodo, encerrado entre cuatro paredes. Tales procedimientos no atraían lo más mínimo a Ariadne Oliver. Habíase dicho que por fin iba a llevar a cabo algo positivo. Haría averiguaciones relativas a aquella misteriosa muchacha. ¿Dónde se encontraba Norma Restarick? ¿Qué hacía? ¿A qué conclusiones sería capaz de llegar ella, Ariadne Oliver, en relación con la chica?
La señora Oliver seguía yendo de un lado para otro, cada vez más desconsolada. ¿Qué rumbo tomar? No era fácil decidirse. ¿Y si se encaminaba a un lugar concreto, formulando preguntas a diestro y siniestro? ¿Y si se presentaba, por ejemplo, en Long Basing? Claro que Poirot ya había estado allí, averiguando todo lo que, seguramente, podía averiguarse en aquel sitio… ¿Y que excusa podía aducir para meterse en casa de sir Roderick Horsefield?
Consideró la perspectiva de otra visita a Borodene Mansions. ¿Se enteraría de algo allí, quizás? Habría de inventar un pretexto, otro… ¿Cual? Vacilaba. Consideraba aquel punto, sin embargo, el más indicado para procurarse una información complementaria. ¿Qué hora era? Faltaban dos minutos para las doce. Existían ciertas posibilidades…
Por el camino forjó la excusa que precisaba. No le pareció muy original. A la señora Oliver le hubiera agradado dar con algo más intrigante. Luego se dijo que tal vez fuera mejor un pretexto corriente. Nada más llegar a Borodene Mansions examinó con atenta mirada la imponente y ceñuda construcción, aproximándose al patio central.
Uno de los porteros estaba conversando con el conductor de un capitoné… Un lechero que empujaba un pequeño carromato se acercó a la señora Oliver en las inmediaciones del ascensor.
Empezó a trasegar botellas, silbando alegremente. La señora Oliver contemplaba con abstraída mirada la mole del capitoné.
—La ocupante del número sesenta y seis se muda —explicó a Ariadne el lechero, interpretando equivocadamente su actitud.
El hombre trasladó un montón de frascos al ascensor.
—Claro que ella misma, con anterioridad, sí que se ha mudado definitivamente —añadió, emergiendo de nuevo.
Tratábase de un tipo comunicativo, locuaz.
Señaló con un pulgar hacia arriba.
—Se arrojó por una de las ventanas del séptimo piso, hace tan sólo una semana. A las cinco de la mañana. Una hora muy chocante, ¿eh?
A la señora Oliver le pareció bastante impertinente su frívola despreocupación.
—¿Por qué hizo eso?
—¿Que por qué lo hizo? ¿Quién puede saberlo? Se dice que estaba loca.
—¿Era… joven?
—¡No! Rondaría ya la cincuentena.
Dos hombres procedían a subir al capitoné una cómoda. El mueble era pesado. Un par de cajones fueron a parar al suelo. A los ojos de la señora Oliver llegó revoloteando una hoja de papel, que ella se apresuró a recoger.
—Vas a hacer todo polvo, Charlie —dijo el risueño lechero en tono de reproche, al tiempo que se metía en el ascensor con su cargamento de botellas.
Los individuos del camión empezaron a discutir. La señora Oliver les ofreció la hoja de papel encontrada, pero los dos hicieron unos expresivos aspavientos, rechazándola.
Sin pensarlo más, Ariadne entró en el edificio, subiendo hasta el apartamento número 67. Oyó un ruido dentro y la puerta se abrió. En el umbral se plantó una mujer de mediana edad que llevaba una bayeta en las manos. Evidentemente, realizaba en aquellos instantes tareas de carácter doméstico.
—¡Oh! —exclamó la señora Oliver, recurriendo como casi siempre a su monosílabo favorito—. Buenos días. ¿Hay… hay alguien en el piso?
—No, señora. Sus ocupantes han salido ya. Cada una se ha ido a su trabajo.
—Sí, claro, es natural. Verá usted… La última vez que estuve aquí me dejé olvidado un pequeño dietario. ¡Qué fastidio! Debió caérseme hallándome en el cuarto de estar.
—Pues yo no he visto nada, señora. Claro que, ¿cómo iba a saber que era suyo, en caso contrario? ¿Quiere usted entrar?
La mujer se echó a un lado amablemente, siguiendo a la señora Oliver hasta la habitación por ella indicada.
—Sí… —Ariadne deseaba estrechar sus relaciones a toda costa—. Ahí está el libro que traje para la señorita Restarick, para la señorita Norma. ¿Ha vuelto ya del campo?
—Su cama está intacta. No ha debido de regresar. Yo sé que fue a pasar con su familia el último fin de semana.
—Es lo más seguro: que esté con los suyos todavía —manifestó la señora Oliver—. Éste fue el libro que traje para ella. Uno de los libros de que soy autora.
Tal revelación no pareció suscitar el menor interés en la mujer de la limpieza.
—Yo me había sentado aquí —prosiguió diciendo Ariadne acariciando los brazos de uno de los sillones—. Es lo que recuerdo, al menos. Después me acerqué a la ventana y más tarde al sofá.
Miró con atención detrás de unos cojines. La mujer se creyó en la obligación de hacer lo mismo con los del sofá.
—Cuando una pierde una cosa como esa… bueno… es que resulta desesperante —explicó la señora Oliver, deseosa de estimular la locuacidad probable de su interlocutora—. En las páginas de mi dietario tengo anotados mis compromisos, día por día, señas de amigos, etc. Estoy segura de que hoy tenía que comer con una persona importante y no consigo recordar el nombre ni el sitio en que teníamos que vernos. ¿Y si fuera mañana el día de la cita concertada? Entonces es que voy a obrar a ciegas, al faltarme la preciosa guía de mi dietario. ¡Qué contrariedad!
La mujer le dirigió una mirada saturada de simpatía.
—Ya me doy cuenta de que es para usted un incidente verdaderamente desagradable esa pérdida.
—Qué pisos tan bonitos, ¿eh? —dijo la señora Oliver mirando a su alrededor.
—Quedan muy altos, para mi gusto.
—Mejor. Así se disfruta de un panorama excelente, ¿no?
—Sí, pero los que dan al este tienen que soportar las embestidas de los fríos vientos invernales, que entran libremente gracias a las armaduras metálicas de esas ventanas. Algunos inquilinos han hecho construir otras interiores. Un piso, en estas condiciones, no me llama la atención. A mí déme usted una planta baja, por mala que sea. Es más cómoda, sobre todo si se tienen pequeños. Es fácil dejar en la entrada el coche-cuna y otros objetos engorrosos. Pues sí, señora. A mí lo que me gustan son las plantas bajas. Sin ir más lejos, piense usted lo que ocurriría aquí si hubiese un incendio.