Llegó el autobús. La gente desfiló un poco precipitadamente en dirección a la puerta de acceso. Claudia se instaló en la parte alta. La señora Oliver pudo sentarse en un asiento corrido para tres. Cuando el cobrador pasó junto a ella con su talonario, Ariadne dejó en su mano una moneda de medio chelín. No tenía la menor idea sobre la ruta que seguían. Tampoco sabía cuál era la distancia a recorrer para llegar a lo que la mujer de la limpieza le había descrito vagamente como «uno de los edificios recientemente levantados junto a la catedral de San Pablo».
Manteníase alerta. Por último, avistó la venerable cúpula. Unos minutos más, unos segundos, quizá, y descendería del autobús. No perdía de vista a los que bajaban de la plataforma superior. ¡Sí! Allí estaba Claudia, perfilada, limpia, embutida en su elegante vestido. Se apeó. La señora Oliver la siguió oportunamente, volviendo a situarse a una distancia razonable de ella.
«¡Muy interesante! —pensó Ariadne—. Aquí estoy, siguiendo los pasos de una persona, igual que los personajes de mis libros en determinadas ocasiones. Y lo que es más, debo de estar haciéndolo muy bien porque esa chica no ha notado nada en absoluto». Verdaderamente, Claudia Reece-Holland parecía continuar ensimismada, como al principio de su desplazamiento de aquel día.
«Tiene toda la estampa de una joven eficiente —se dijo la señora Oliver—. En un asunto de intriga, Claudia no haría mal papel. A la hora de buscar un criminal capaz me decidiría por ella». Desgraciadamente, nadie había sido asesinado todavía, es decir, si eran ciertas las vacilaciones expresadas por Norma…
Aquella parte de Londres parecía haberse beneficiado con el incremento de la construcción a lo largo de los últimos años. Enormes rascacielos (que la señora Oliver estimaba feísimos) apuntaban al cielo sus moles cuadradas, en forma de gigantescas cajas de cerillas.
Claudia entró en uno de los edificios. «Ahora sabré a qué atenerme», pensó la señora Oliver siguiéndola. Divisó cuatro ascensores que subían y bajaban con frenéticas prisas. «Esto —dijo Ariadne—, me va a resultar más difícil». Pero las cabinas eran grandes y ella se limitó a dejarse adelantar por una masa de hombre de gran estatura, que utilizó como muralla, para escapar a la posible observación de la joven. El destino de ésta era el cuarto piso. Deslizóse a lo largo de un pasillo y la señora Oliver remoloneó unos instantes detrás de dos desconocidos de gran talla. Así pudo ver qué puerta había franqueado. Había tres en el fondo del corredor. Ariadne leyó uno de los rótulos: «Joshua Restarick Ltd». Se encontraba frente a aquél que le interesaba.
Verdaderamente, no sabía qué hacer ahora. Había dado con el domicilio social de la entidad regentada por el padre de Norma, el lugar en que Claudia trabajaba. Su descubrimiento no tenía nada de sensacional a fin de cuentas. ¿De qué le serviría haber dado aquellos pasos? De nada, probablemente.
Esperó unos momentos y se entretuvo yendo de un extremo a otro del pasillo. Quizá viera acercarse a aquella puerta alguna figura interesante. Entraron en el local dos o tres chicas, pero no advirtió nada de particular en sus personas; la señora Oliver volvió a tomar el ascensor, saliendo del edificio un tanto desilusionada.
¿Qué hacer a continuación? ¿Qué hacer? Dio un paseo por las calles próximas al edificio. ¿Y si entraba en la catedral de San Pablo?
«Podría meterme en la “Galería de los Susurros” y recrearme con esta curiosidad —pensó la señora Oliver—. Y… ¿qué tal resultaría el lugar como escenario de un crimen?»
«No —decidió—. Sería como una profanación. No estaría bien, desde luego». Encaminóse, pensativa, al teatro Mermaid. Este punto, se dijo, encerraba muchas más posibilidades.
Dio la vuelta, dirigiéndose a la zona de los nuevos edificios. Sintió entonces la necesidad de un desayuno más sustancial que el que había hecho, penetrando en un café. El establecimiento estaba lleno a medias de gente que se desayunaba tarde o anticipaba algo la ligera comida del mediodía. En el instante en que miraba a su alrededor en busca de una mesa que le agradara, la señora Oliver se quedó con la boca abierta, auténticamente asombrada. Sentada a una de las mesitas acababa de descubrir a Norma. Frente a ella había un joven de frondosa cabellera de color castaño, con las puntas rizadas a la altura de los hombros. Vestía chaleco de terciopelo rojo y una chaqueta de fantasía.
«David —pensó Ariadne, conteniendo el aliento—. Debe de ser David».
Norma y él hablaban animadamente.
Consideró su plan de acción… Habiendo decidido ya cuál iba a ser su conducta inmediata, cruzó el café encaminándose a una pequeña puerta discretamente rotulada: «Señoras».
No sabía si Norma la reconocería o no. Una mirada distraída o vaga es a veces profunda en la práctica. Una ventaja de momento, la atención de la chica parecía haberse fijado exclusivamente en su acompañante, en David. Claro que, ¿quién sabía lo que podía suceder?
«En este aspecto —pensó Ariadne—, yo puedo aportar mi granito de arena». Se plantó delante de un pequeño espejo saturado de diminutas manchas (huellas del paso de las moscas, tal vez), estudiando lo que a su juicio era siempre el punto en que se centraban las miradas de la gente nada más ver a una mujer: sus cabellos. Pocas personas estaban tan al tanto de esta verdad como la señora Oliver, que habiendo cambiado en muchas ocasiones de peinado, lograra pasar inadvertida junto a algunas de sus amistades.
Después de mirarse de frente y de perfil inició su trabajo. Fuera las horquillas… Se quitó algunos mechones de pelo, que procedió a guardar en su bolso, una vez envueltos en su pañuelo. Luego partió sus cabellos en dos, dejándose una raya en medio. Seguidamente, se los echó hacia atrás, formando un moño corriente a la altura de la nuca, casi. Se puso las gafas que llevaba consigo. ¡Había sabido darse un aire muy serio! «¡Si parezco una intelectual!», pensó. Su gesto era de aprobación ante su propia obra. El lápiz de labios le sirvió para alterar la forma de su boca. Realizados estos preparativos, regresó al café. Ponía mucho cuidado al andar porque las gafas eran sólo para leer y todo lo divisaba borroso. No tardó en ocupar la mesita libre que había al lado de Norma y David. Daba la cara a este último. Norma quedaba de espaldas. Por consiguiente, la chica no la vería, a menos que volviese la cabeza. Apareció una camarera. Ariadne pidió una taza de té y un bollo. Procuraría no llamar la atención.
Norma y David discutían. Ni siquiera habíanse dado cuenta de su llegada.
La señora Oliver necesitó un minuto o dos para empezar a captar sus palabras…
—…esas cosas deben de ser figuraciones tuyas —estaba diciendo David a la chica—. Te las imaginas, ¿comprendes? A mí me parece una insensatez, querida.
—No lo sé. No puedo decírtelo.
Norma hablaba con voz extraña y monótona.
La señora Oliver oía mejor a David que a Norma, por el hecho de darle ésta la espalda. Sin embargo la inflexión con que pronunció sus palabras le produjo una desagradable inquietud. Allí había algo raro, pensó. Muy raro. Recordó la información que Poirot le diera al iniciarse aquella historia: «La muchacha cree en la posibilidad de que haya cometido un crimen». ¿Qué le pasaba a Norma Restarick? ¿Era víctima de continuas alucinaciones? ¿Sentíase mentalmente afectada por algo? ¿Era lo suyo, simplemente, una reacción lógica ante la brusca realidad?
—¿Quieres que te diga lo que pienso? ¡Todo sale de Mary! Es una mujer estúpida, que se inventa enfermedades y otras cosas parecidas…
—Ella estuvo enferma.
—De acuerdo. Lo estuvo. Cualquier persona sensata habría solicitado los servicios de un médico, para que le administrase un medicamento adecuado; antibiótico u otro, sin más…