—Mary pensó que fue obra mía. Mi padre opina lo mismo.
—Te he dicho, Norma, que todo eso es fruto de tu imaginación.
—Acabas de decírmelo, sí, David. Y procedes así para consolarme. Supón que yo diera esa sustancia…
—¿Supón…? ¿Qué quieres sugerir? Tú tienes que saber si se la diste o no.
—No lo sé.
—Sigues aferrada a eso. Me lo repites a cada paso. «No lo sé, no lo sé…»
—No me comprendes, David. No tienes la menor idea acerca de lo que es el odio. Yo empecé a odiar a esa mujer en el mismo momento en que la vi.
—Me consta. Lo has dicho muchas veces.
—He ahí lo más extraño. Te lo he dicho y sin embargo no me acuerdo de haberte hablado en tales términos. ¿Te das cuenta? Siempre estoy diciendo cosas a una persona u otra. Hablo de lo que quiero hacer o de lo que he hecho… Y luego no lo recuerdo. Es como si las pensara y en ocasiones salieran a la luz, comunicándolas a los demás. Entonces… te he hablado de ello, ¿verdad?
—Pues… Quiero indicarte, quiero pedirte, Norma, que dejemos este tema.
—Pero… te he hablado en esos términos, ¿no?
—¡Sí, sí! Todas les personas tienen arranques de ese tipo, querida: «La odio. Quisiera matarla. Yo creo que si pudiera la envenenaría». Pero tales frases no dejan de ser estúpidos, infantiles desahogos ¿Me entiendes? Es como si uno no tuviera conocimiento, una reacción natural, dentro de lo que cabe. ¿No has oído nunca a los niños?: «¡Oh! ¡Qué rabia me da! A ése yo le cortaría la cabeza». Estas barbaridades se oyen con frecuencia en los patios de recreo de los colegios. Refiriéndose a algunos condiscípulos, cuando piensan particularmente en este o aquel profesor antipático…
—¿En eso lo dejas todo? Tú pareces pensar que sigo siendo una criatura…
—Y lo eres, en ciertos aspectos. Júzgate desapasionadamente y verás… ¿Qué más da ya que odies o no odies a esa mujer? Saliste de la casa de tu padre y ya no tienes que convivir con ella.
—¿Y por qué no he de continuar en mi casa? ¿Por qué no he de seguir viviendo con mi padre? —inquirió Norma—. No es justo. No es justo. Primeramente, él huyó abandonando a mi madre, y ahora, al volver, se casa con Mary. Naturalmente que la odio. Como ella me odia a mí. He estado pensando en matarla, en el mejor procedimiento para llegar a eliminarla. Me he recreado en tales pensamientos. Pero más tarde… cuando ella, realmente, cayó enferma…
David contestó, molesto…
—No te tendrás por una especie de bruja, ¿verdad? No creo que te dediques a hacer figuritas de cera para clavar alfileres en ellas, ¿eh?
—¡Oh, no! Eso sí que son tonterías, lo que yo hice fue algo real. Completamente real.
—Un momento, Norma… ¿Qué quieres significar concretamente cuando dices esas cosas?
—El frasco estaba en mi cajón, sí. Lo abrí, encontrándolo inmediatamente.
—¿A qué frasco te refieres?
—Al que llevaba esa etiqueta «El Dragón Exterminador. Un Herbicida de Selección». El frasco era de color verde oscuro. El líquido era para rociar los puntos que se querían ver libres de malas hierbas. Había en la etiqueta dos rótulos más, que rezaban: «¡Cuidado!» y «Veneno».
—¿Lo compraste tú?
—No sé de dónde lo saqué. Pero se hallaba en aquel cajón y faltaba la mitad de su contenido total…
—Luego… tú… recordaste…
—Sí —repuso Norma—. Sí… —su voz era indecisa, vaga, como si la joven se hallase amodorrada—. Sí. Creo que fue entonces cuando todo volvió a mi memoria. Tú también piensas así, ¿verdad, David?
—No sé qué hacer contigo, Norma. De veras que no lo sé. En ciertos momentos pienso que te estás forjando esa historia, que te la estás recitando a ti misma.
—No obstante, ella estuvo en el hospital, sometida a observación… Eso se dijo. Los médicos se hallaban desorientados. Le dijeron más tarde que no habían descubierto nada de particular. Ella, entonces, regresó a casa… Después volvió a caer enferma y yo empecé a tener miedo. Mi padre me miraba de un modo extraño. Un día, con ocasión de visitarnos el médico, los dos se encerraron en el estudio… Di la vuelta al edificio, apostándome junto a una ventana. Deseaban saber de qué hablaban. Se estaban poniendo de acuerdo para trasladarme no sé donde, para encerrarme en no sé qué establecimiento. Era un sitio en el que habría de «seguir un tratamiento»… Ya lo ves. Me tomaban por una demente… Tuve miedo… Y a todo esto yo no me hallaba segura de mí, yo no sabía si había hecho o había dejado de hacer algo…
—¿Fue entonces cuando huiste?
—No… Eso ocurrió más adelante…
—Cuéntamelo todo.
—No quiero volver a hablar de ello.
—Antes o después, habrás de decirles dónde paras.
—¡No lo haré! ¡Les odio! ¡Odio a mi padre tanto como a Mary! Quisiera verles muertos. Quisiera verles muertos, sí. Creo que luego… creo que luego podría volver a ser feliz.
—Mira. Norma… —el joven vaciló. No sabía cómo seguir—. El matrimonio y todo lo demás no me seduce mucho… Quiero decir que no pensé nunca en dar un paso adelante en tal sentido… Bueno… Habrían de transcurrir años. Uno no desea atarse, así como así. Ahora, sin embargo, se me antoja que es lo mejor que podemos hacer: casarnos. Recurriremos a cualquier oficina del registro civil Tendrás que decir que cumpliste ya los veintiún años. Recógete los cabellos, ponte unas gafas… Hay que hacer lo que sea para que no parezcas tan niña. Una vez casados, tu padre quedará atado de pies y manos. ¡Ya no podrá mandarte a ningún sitio! Su autoridad sobre ti habrá desaparecido.
—Le odio.
—Tú, por lo que veo, odias a todo el mundo.
—Sólo a mi padre y a Mary.
—Tengo que decirte que, en fin de cuentas, nada hay de censurable en el hecho de que un hombre vuelva a casarse.
—Piensa en cómo se portó con mi madre.
—Ha pasado ya mucho tiempo desde entonces, ¿no?
—Sí, claro. Yo era muy pequeña, pero no he olvidado. Nos abandonó a las dos. Al llegar las Navidades solía enviarme todos los años algún regalo. Por las fechas de su regreso no le habría reconocido, de habérmelo encontrado por la calle. Nada significaba para mí… Yo creo que él consiguió que mi madre fuese encerrada. Ella se asustaba cuando se ponía enferma. Ignoro a dónde iba. No sé qué le pasaba. A veces me pregunto… A veces me pregunto, David, si dentro de mi cabeza habrá algo que no marche bien, que me induzca a cometer una acción criminal. Como lo del cuchillo…
—¿De qué cuchillo hablas?
—No importa. ¡Qué más da!
—¿Te niegas a ser más explícita?
—Creo que tenía manchas de sangre… Se hallaba escondido allí… debajo de mis medias.
—¿Recuerdas haberlo ocultado en tal sitio? ¿Con tus cosas?
—Eso pienso. Pero no acierto a recordar qué hice con él antes. Me es imposible recordar dónde estuve. Hay una hora de aquella noche completamente vacía dentro de mi cerebro. No sé dónde estuve durante aquellos sesenta minutos. Y, sin embargo estuve en alguna parte, haciendo algo…
—¡Sssss!
La camarera se aproximaba a la mesa.
—Te recuperarás, Norma. Yo cuidaré de ti —levantando la voz, David agregó—: Vamos a pedir algo más, querida —cogiendo el menú dijo, mirando a la empleada—: Sírvanos un par de raciones de habas cocidas y dos tostadas, señorita.
Capítulo VIII
Hércules Poirot dictaba a su secretaria, la señorita Lemon.
—Y aunque aprecio en lo que vale el honor que usted me dispensa, lamento tener que informarle…
Sonó el timbre del teléfono. La señorita Lemon extendió un brazo, descolgando el micro.