Выбрать главу

—Todo es posible —concedió Poirot—. A uno no se le ocurriría, sin embargo… —tomó la taza—. Hágala pasar dentro de cinco minutos.

—Sí, señor.

George se retiró.

Poirot tomó su último sorbo de chocolate por aquella mañana. Dejó la taza y se puso en pie. Acercóse a la chimenea y se arregló el bigote detenidamente, contemplándose en el espejo que había encima de la repisa. Satisfecho, regresó a su silla, aguardando la entrada de la visitante. ¿Qué esperaba ver, concretamente? No lo sabía…

Estuvo esperando, quizás, una figura femenina de rasgos semejante a la que él estimaba, para sí, el ideal. Le había pasado por la cabeza una frase: «una belleza en apuros». Quedó desconcertado cuando George hizo entrar a la muchacha. Movió la cabeza invisiblemente y suspiró. Allí no había belleza… ¿Y por qué había de pensar en unos supuestos apuros…? Se sintió poseído por una extraña perplejidad.

«¡Uf! —pensó disgustado—. ¡Estas muchachas! No quieren sacar partido de sí mismas. ¿Por qué? Esta chica, por ejemplo, atractivamente vestida, peinada por un buen peluquero, tendría pase. Pero así tal como va…»

Su visitante tendría poco más de veinte años. Sus cabellos, largos y de un matiz indeterminado, le caían desordenadamente sobre los hombros. Sus ojos, de un azul verdoso, eran grandes. Carecían de expresión, sin embargo. Vestía las prendas que han llegado a constituir el uniforme de los seres de su generación: medias blancas de lana, dudosamente limpias, una falda roñosa y un largo y sucio jersey de lana también, muy gruesa. Calzaba botas altas.

Poirot experimentó un deseo común en todas las personas de su tiempo: arrojar a la joven a la primera pila de baño que estuviese a mano, con urgencia. Caminando por las calles de la ciudad había reaccionado, en ciertas ocasiones, de una manera muy semejante. Veíanse chicas como aquélla a centenares. Se descubría a primera vista su desaseo. Y no obstante —aquí saltaba la contradicción—, la joven que tenía delante parecía haber sido sumergida recientemente en las aguas del río para ser sacada en seguida. Tales muchachas, pensó Poirot, no eran, tal vez, sucias. Simplemente, se tomaban muchos trabajos para parecerlo…

Levantóse y estrechó cortésmente la mano de ella. Luego, le mostró una silla.

—¿Deseaba usted verme, señorita? Siéntese, se lo ruego.

—¡Oh! —exclamó la chica, algo agitada.

Después dirigió una mirada en silencio al rostro de Hércules Poirot.

—¿Y bien? —inquirió aquél.

Ella vaciló.

—Creo que… Prefiero continuar de pie.

Los grandes ojos de la visitante seguían fijos en la faz de Poirot. Su dueña vacilaba, evidentemente.

—Como guste.

Poirot la miró con atención. Esperaba… La muchacha movió los pies. Fijó los ojos en las puntas de sus botas y luego de nuevo en el hombre que tenía delante.

—¿Es usted…? ¿Es usted Hércules Poirot?

—Con seguridad que sí. ¿En qué puedo servirla?

—¡Oh! Es bastante difícil de… Quiero decir que…

Poirot pensó que quizás anduviera un poco necesitada de ayuda. Servicial, manifestó:

—Mi criado acaba de decirme que deseaba usted hablar conmigo para consultarme acerca de un crimen que quizás ha cometido… ¿Es mi interpretación correcta?

La joven asintió.

—Sí.

—A mi parecer, ésa es una cuestión que no admite duda. Usted tiene que saber forzosamente, si ha cometido un crimen o no.

—Bueno… No sé cómo explicárselo… a mi entender…

—Vamos. Descanse unos instantes. Explíquese.

—No sé… ¡Oh, Dios mío! No sé cómo… Verá usted… Es muy difícil… He… he cambiado de opinión. No quisiera mostrarme brusca, pero… bueno. Creo que será mejor que me marche.

—Vamos. Tenga valor.

—No. No puedo. Creí poder… ser capaz de presentarme ante usted para preguntarle qué era lo que yo debía hacer… Pero no me es posible. Es todo tan diferente…

—Diferente… ¿por qué?

—Lo siento muchísimo y de veras se lo digo, no quisiera que me juzgase descortés, pero…

La chica suspiró, mirando a Poirot, fijando luego la vista en otro punto de la habitación, para manifestar, súbitamente:

Es usted demasiado viejo. No hubo nadie que me dijera que era usted tan viejo. Desearía que no me considerase una persona desconsiderada, ruda, pero… Así es. Es usted demasiado viejo. Lo siento muchísimo, de veras.

Volviéndose rápidamente, la visitante echó a correr hacia la puerta, con la precipitación de un mosquito que se lanzara sobre una luz.

Poirot escuchó, boquiabierto, el portazo, procedente de la entrada.

Nom d’un nom d’un nom

Capítulo II

Sonó el timbre del teléfono.

Hércules Poirot no pareció haberlo oído.

Volvió a sonar, agudo, insistente.

George entró en la habitación, acercándose a la mesita al tiempo que dirigía a su señor una inquisitiva mirada.

Poirot movió una mano.

—Déjelo, George.

George obedeció, tornando a salir. El timbre continuó sonando, con cortos intervalos de silencio. El sonido resultaba irritante. Finalmente, cesó. Un minuto o dos después, sin embargo, volvió a sonar de nuevo.

—¡Ah, Sapristi! Debe ser una mujer… Sí. Es una mujer, indudablemente.

Poirot se puso en pie con un suspiro.

Descolgó el micro.

—Diga.

—¿Es usted? ¿Hablo con el señor Poirot?

—Poirot al habla.

—Soy la señora Oliver… Su voz me había parecido otra. No la identifiqué…

Bonjour, señora Oliver. Espero que se encuentre usted bien.

—¡Oh! Me encuentro perfectamente.

La voz de Ariadne Oliver llegaba a sus oídos con su habitual inflexión alegre. La célebre escritora de novelas detectivescas y Hércules Poirot eran excelentes amigos.

—En realidad, es demasiado temprano para llamarle a usted por teléfono. Ahora bien yo pretendía pedirle un favor.

—Usted dirá.

—El «Club de los Autores de Novelas Detectivescas» se dispone a celebrar su cena de todos los años. ¿Aceptaría usted el puesto de orador-invitado? Le quedaría muy agradecida, si me contestara afirmativamente.

—¿Cuándo va a ser eso?

—El mes que viene… El día veintitrés, concretamente.

El hilo telefónico transmitió un profundo suspiro.

—¡Ah! Soy demasiado viejo.

—¿Que es usted demasiado viejo? ¿Qué demonios quiere decir? Usted de viejo no tiene nada.

—¿De veras lo cree así?

—Naturalmente que lo creo. Su presencia será acogida con mucho agrado. Usted está en condiciones de referirnos una serie muy interesante de historias relacionadas con crímenes reales.

—¿Y quién estará dispuesto a escucharlas?

—Todos. Los asistentes… Oiga usted, señor Poirot: ¿pasa algo? ¿Qué le ha ocurrido? Parece hallarse un tanto alterado.

—Pues sí lo estoy. Mis sentimientos… Bueno, ¿qué importa ahora eso?

—Explíquese, por favor.

—¿Qué más da?

—Mire, señor Poirot. Será mejor que venga a verme y me hable de eso. ¿Cuándo piensa venir por aquí? Esta tarde. Venga y tomaremos el té juntos.

—El té de la tarde… ¡Si no lo tomo nunca por la tarde!

—Le serviré café, entonces.

—No bebo nunca café a tales horas.

—¿Y qué le parece una taza de chocolate? Con un poco de nata encima ¿eh? Y si no una tisane… Sé que le gustan. De no apetecerle la tisane saboreará una limonada, o una naranjada. Aunque es posible que una taza de caté sin cafeína…

Ah, ça, non, par exemple! Es algo que aborrezco.

—Pues le irá bien cualquiera de los jarabes que a usted tanto le agradan… ¡Ya sé! Tengo en la alacena media botellita de Ribena…