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—¿Ribena? ¿Qué es eso?

—Una bebida que sabe a grosella.

—Desde luego, que con usted hay que rendirse, señora Oliver. Me conmueve su solicitud. Esta tarde le aceptaré con mucho gusto una taza de chocolate.

—Perfectamente. Y con tal motivo me explicará qué es lo que le ha afectado tanto. La conversación telefónica terminó aquí.

* * *

Poirot reflexionó unos instantes. A continuación marcó un número. Cuando quedó establecida la comunicación, inquirió:

—¿El señor Goby? Habla con Hércules Poirot. ¿Está usted muy ocupado en estos momentos?

—Así, así —replicó el señor Goby—. Regularmente ocupado estoy, si he de serle sincero. Pero si lleva usted prisa, como de costumbre señor Poirot, podré atenderle… Creo que mis ayudantes están en condiciones de valerse por sí solos con lo que actualmente tienen entre manos. Desde luego, hoy en día no es fácil hacerse con buenos colaboradores. En otros tiempos todo era distinto. Los jóvenes piensan demasiado en sí mismos actualmente. Creen, además, saberlo todo antes de haber comenzado a aprender. Pero, en fin, no se puede esperar que unos hombres nuevos sostengan cabezas viejas. Muy complacido, me pongo a su disposición, señor Poirot. Hasta existe la posibilidad de que se dedique a uno o dos de los mejores muchachos al trabajo que usted fije. Me imagino que será lo de siempre… ¿Hay que procurarle alguna información especial?

Poirot empezó a facilitarle detalles exactos referentes a la tarea a realizar. Cuando hubo terminado con el señor Goby, Poirot llamó a Scotland Yard, poniéndose en comunicación con un amigo suyo. El hombre, después de escuchar las palabras de aquél, replicó:

—¿No me está usted pidiendo mucho, señor Poirot? Cualquier crimen, Cometido en cualquier lugar… Se desconoce el sitio, la fecha, la víctima… Esto va a ser como buscar una aguja en un pajar: algo disparatado —el comunicante añadió, adoptando un tono desaprobador—: Al parecer, no está usted enterado de muchas cosas…

* * *

A las cuatro y cuarto de aquella tarde, Poirot se sentaba en el saloncito de estar de la señora Oliver, saboreando un chocolate colmado de nata. Ella acababa de colocarle la taza delante encima de una mesita. También se veía allí una menuda fuente colmada de bizcochos langue de chats.

—¡Cuánta amabilidad, chére madame!

Poirot apartó los ojos del chocolate para fijarse, con alguna sorpresa, en el peinado de la señora Oliver, así como en el nuevo empapelado de la habitación. Ambas eran cosas inéditas para él. La última vez que viera a la dueña de la casa juzgó su peinado sencillo y severo. Ahora observaba sobre su cabeza un despliegue completo de rizos de todas clases, de intrincadas formas. Esto tenía mucho de artificial sobre su persona. Mentalmente, se preguntó qué quedaría de semejante fantasía si la señora Oliver se mostraba de pronto excitada, reacción frecuente en ella. En cuanto al empapelado…

Poirot experimentaba la impresión mirando hacia la pared de que se habían sumergido en un huerto de árboles frutales.

—¿Son nuevas… esas cerezas? —inquirió, señalando con su cucharilla.

—¿Estima excesivo su número? —quiso saber la señora Oliver—. ¿Opina usted que era mejor el otro papel?

Poirot hizo un esfuerzo ahora, recordando un aluvión de polícromos pájaros tropicales perdidos en el interior de un frondoso bosque. Sintióse inclinado a observar: «Plus ça change plus c’est la même chose», pero se contuvo a tiempo.

La señora Oliver siguió los movimientos de su huésped al dejar la taza en su platillo, recostándose a continuación en su asiento con un suspiro de satisfacción, limpiándose seguidamente unas impertinentes motas de tarta que se le habían quedado adheridas al bigote. Entonces ella le preguntó:

—¿Va usted a explicarme ya lo que ha ocurrido?

—Se lo puedo decir en muy pocas palabras. Esta mañana se presentó en mi casa una joven que deseaba verme. Sugerí la conveniencia de que solicitara hora para una entrevista. Uno lleva su orden, ¿comprende? Respondió que quería verme inmediatamente, porque pensaba que quizás hubiese cometido un crimen.

—¡Qué cosa tan rara! ¿No estaba segura de ello?

—Precisamente. C’est ennui! Le indiqué a George que la hiciera pasar. Se plantó en mi habitación. No quiso sentarse. Limitóse a contemplarme. No apartaba los ojos de mí. Parecía haber perdido el juicio. Si es que alguna vez había tenido alguno. Intenté animarla. De repente, declaró que había cambiado de opinión. Me dijo que no quería que la juzgara descortés, pero que yo le parecía demasiado viejo

La señora Oliver se apresuró a pronunciar unas palabras de consuelo.

—Bueno, es que las chicas son así… Para ellas, todas las personas que rebasan los treinta y cinco años de edad están ya medio muertos. Carecen de sentido común generalmente esas muchachas. Tiene usted que hacerse cargo.

—Me sentí herido —declaró Hércules Poirot.

—En su lugar, eso no me produciría ninguna preocupación. Naturalmente, fue brusca…

—Eso me tiene sin cuidado. Y no me he referido solamente a mis sentimientos personales. Estoy preocupado. Sí, preocupado.

—Yo de usted habría olvidado por completo el incidente —manifestó la señora Oliver, confortadora.

—No me ha entendido todavía. Me siento preocupado por la muchacha. Fue a verme para solicitar mi ayuda. Luego decidió que yo era demasiado viejo. Demasiado viejo para serle de alguna utilidad. Se hallaba equivocada, por supuesto, no hay ni que decirlo, huyendo posteriormente. Le digo que la joven andaba bastante necesitada de ayuda.

—Yo no pienso igual —declaró la señora Oliver—. Con frecuencia, las chicas hacen de ciertas cosas verdaderas montañas.

—Está usted equivocada. La joven que me visitó necesita de alguien que la ayude.

—¿Piensa usted que cometió realmente algún crimen?

—¿Y por qué no? Tal fue su afirmación.

—Sí, pero… —la señora Oliver se interrumpió—. Ella señaló la posibilidad —agregó la escritora lentamente—. ¿Y qué es lo que quiso darle a entender exactamente con sus palabras?

—En cierto modo carecen de sentido.

—¿A quién asesinó la chica? Mejor dicho: ¿a quién creía haber asesinado?

Poirot se encogió de hombros.

—¿Y cuál fue el móvil de su crimen?

Poirot repitió su gesto anterior.

—Han podido sucederle muchas cosas, desde luego —la señora Oliver mostraba un rostro radiante, lo cual le pasaba siempre que ponía su fértil imaginación en marcha—. Pudo haber atropellado a algún transeúnte con su coche, sin detenerse a auxiliar a su víctima. Cabe la posibilidad de que hallándose en lo alto de un acantilado un hombre la atacara y que en el forcejeo que se produjese consiguiera ella lanzar a aquél al abismo… ¿Por qué no pensar que pudo administrar un medicamento a un enfermo equivocadamente? ¿Y si tomó parte en cualquiera de las reuniones que organizan los estrambóticos jóvenes de ahora, riñendo violentamente con uno de los asistentes? Un movimiento mal hecho y cuando se maneja un arma cortante es fácil apuñalar a una persona… También…

—¡Ya está bien, señora! ¡Ya está bien!

Pero a la señora Oliver ya no había modo de contenerla. Se había disparado…

—Supongamos que una enfermera que actúa dentro de un quirófano se equivoca con el anestésico… —la señora Oliver se interrumpió. Ahora ansiaba conocer más detalles—. ¿Qué aspecto tenía esa chica?

Poirot consideró atentamente la pregunta durante unos instantes.

—Era como una Ofelia carente de atractivos físicos.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señora Oliver—. Oyéndole a usted decir eso casi la veo. ¡Qué extraño!