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—¿Por qué se retiró usted, señorita Battersby?

—La verdad, monsieur Poirot, no creo que ésta sea una cuestión de su incumbencia.

—No, desde luego. Me he dejado llevar, simplemente, de una natural curiosidad.

—He cumplido los setenta años. ¿No cree usted que es ésta una buena razón?

—Yo diría que no, en su caso. La veo llena de vigor, enérgica. La conceptúo, por tanto, capaz de desempeñar el cargo del que dimitió durante muchos años más.

—Los tiempos cambian, monsieur Poirot. Y uno no siempre se halla de acuerdo con la tónica general de esas alteraciones. Voy a satisfacer su curiosidad. Un buen día descubrí que cada vez tenía menos paciencia con los padres de nuestras discípulas. Las aspiraciones de ellos en relación con sus hijas eran propias de personas miopes, francamente estúpidas.

La señorita Battersby había sido una especialista muy conocida en la enseñanza de las matemáticas, según dedujo Poirot del historial que se procurara con anterioridad a aquella visita.

—No vaya usted a creer que llevo una vida ociosa —dijo ella—. No concibo la existencia sin un afán cotidiano, sin una tarea diaria. Actualmente, guío por el mundo los pasos de estudiantes ya mayores, a los que ayudo con mis consejos y experiencia. Y ahora, por favor… ¿Podría decirme por qué se interesa tanto por Norma Restarick?

—La inquietud actual de su padre está más que justificada. Voy a decírselo sin más rodeos: la chica ha desaparecido.

La señorita Battersby siguió sin alterarse, escrutando el rostro de su interlocutor.

—¿Sí? Al decir usted que ha desaparecido yo interpreto que la joven se ha marchado de su casa sin indicar a sus padres a dónde se dirigía. ¡Oh! Creo que su madre murió, de manera que a quien no le ha dicho nada es al padre. Esto, señor Poirot, no es cosa muy rara en nuestros días. ¿Y no ha llamado el señor Restarick a la policía?

—En este aspecto no transige. Se ha negado rotundamente a proceder así.

—Puedo asegurarle que yo no tengo la menor idea sobre el paradero de la chica. Nada he oído referir acerca de Norma. Lo cierto es que no he vuelto a saber de ella desde que salió de Meadowfield. Lamento no poderle ser útil en ningún sentido.

—No es precisamente esa clase de información la que he venido a buscar aquí, señorita Battersby. Yo quisiera saber qué tipo de muchacha es… ¿Cómo me la describiría? No me refiero a su físico. No… ¿Cómo es en realidad Norma, por dentro?

—En el colegio fue una muchacha más entre sus compañeras. Como estudiante no hizo nada extraordinario.

—¿No era un tipo neurótico?

La señorita Battersby consideró detenidamente la pregunta. A continuación respondió, hablando con lentitud:

—No. Yo no me atrevería a afirmar eso de ella. Claro que todo es relativo… En estos casos es preciso tener en cuenta las circunstancias familiares.

—¿Está usted pensando en su madre, una inválida?

—Si. Norma procedía de un hogar deshecho. El padre, a quien quería la joven mucho, me parece, abandonó a su esposa, trasladándose a un país extranjero en compañía de otra mujer… Es natural que la madre se mostrase siempre resentida por aquella mala acción del marido. Al exteriorizar ese resentimiento más de la cuenta en presencia de Norma perturbó su manera de pensar y sentir.

—Quizá se ciña más a lo que me interesa si me da su opinión sobre la difunta señora Restarick.

—¿Quiere que le dé mi opinión puramente personal?

—Si usted no tiene inconveniente…

—No. No tengo el menor inconveniente en contestar a su pregunta. Las condiciones del propio hogar influyen decisivamente en la formación del carácter de los hijos. Por tal motivo, siempre estudié aquéllas. Tuve que valerme de los escasos informes que llegaban a mí por diversos conductos, en ocasiones por el más directo. La señora Restarick era una mujer recta, digna, diría yo. Las cualidades positivas que poseía, sin embargo, se hallaban mermadas ¡por ser una criatura extraordinariamente estúpida!

—¡Ah! —exclamó Poirot, atento a las palabras de la señorita Battersby.

—Era también, lo diré así, una malade imaginaire. Es decir, una mujer sumamente exagerada al hablar de sus dolencias. Una de esas personas que se pasan la vida en las clínicas y hospitales. El ambiente familiar de la muchacha no podía ser más desgraciado, especialmente tratándose de una joven que no poseía una personalidad muy acusada. Norma carecía de ambiciones intelectuales. No tenía tampoco confianza en sí misma. Era, en suma, una chica a la que jamás habría recomendado yo que siguiera una carrera. Un empleo corriente, seguido del matrimonio y los hijos era todo lo que yo le hubiera deseado.

—¿No advirtió usted…, perdóneme la pregunta, señales de trastorno mental?

—¿Señales de trastorno mental? —inquirió la señorita Battersby—. ¡Tonterías!

—De manera que ésa es su respuesta, ¿eh? Y nada de pensar en ella como una criatura neurótica, ¿verdad?

—Todas las muchachas, casi todas las muchachas, particularmente en la adolescencia, y en sus primeros encuentros con el mundo, pueden ser tipos neuróticos. Se enfrenta una entonces con seres no maduros aún, que necesitan de un buen guía… Con mucha frecuencia, las chicas se sienten atraídas por los hombres que menos les acomodan, por hombres peligrosos, incluso.

»Hoy en día parece ser que no hay padres con carácter, capaces de tomar las medidas precisas, al objeto de evitar a sus hijas experiencias sumamente desagradables. Y si los hay, andan escasos… Por tal razón muchas de ellas viven períodos más o menos prolongados de auténtico histerismo. Muy a menudo se unen en matrimonio a quien menos les conviene y la aventura termina, poco tiempo después, en un divorcio.

—¿Y Norma, con toda seguridad, no dio nunca señales de sufrir perturbaciones de carácter mental?

Poirot se mostraba fatigosamente insistente al enfocar aquella cuestión.

—La señorita Restarick es un tipo de mujer emocional. Lo era, por lo menos, tiempo atrás. Todo en ella apuntaba hacia la normalidad. ¡Perturbaciones de carácter mental! Como ya dije antes: ¡tonterías! Lo más probable es que haya desaparecido en compañía del joven con quien desea casarse, con el hombre que ama y, ¡nada hay menos anormal que eso, amigo mío!

Capítulo XXI

Poirot se encontraba sentado en un sillón de ancho respaldo, muy cómodo. Sus manos descansaban sobre los brazos de aquél. Había fijado los ojos en la chimenea, que tenía enfrente, la cual miraba sin ver. Al lado tenía una pequeña mesita. Sobre ésta se veían unos cuantos papeles cogidos con un sujetador metálico, limpios y cuidadosamente unidos. Había allí informes redactados por el señor Goby, declaraciones de Neele, el inspector jefe, y una serie de hojas con este encabezamiento: «Comentarios, habladurías, rumores». Se detallaba hasta la procedencia de cada dato.

De momento, no tenía necesidad de consultar aquellos documentos. Ya los había leído con todo detenimiento. Los había colocado allí por si en un instante determinado tenía necesidad de echarles un vistazo, en demanda de cualquier detalle olvidado o confuso. Quería ahora reunirlos todos en su mente, ensamblar cuanto sabía porque estaba convencido de que aquellas cosas habían de formar un conjunto armónico.

¿Cuál era el ángulo exacto a considerar?, se preguntaba ahora. Él no era de los que se dejaban llevar, entusiasmados, por cualquier intuición particular. No era un intuitivo… Pero, eso sí: tenía sus sentimientos. Lo importante no eran los sentimientos en sí, sino lo que los originaba. Le inspiraba interés la causa… Y había que poner en juego casi siempre la lógica, el sentido común y el conocimiento, sabiamente aliados.

¿Qué era lo que sentía ante aquel caso? Y como tal caso, ¿qué clasificación le correspondía? Era preciso arrancar de lo general para desembocar en lo particular. ¿Cuáles venían a ser de los hechos considerados los más salientes del caso?