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—Di los pasos necesarios para que su padre contratara mis servicios. Eso me permitió tomar las medidas precisas para evitar que a la chica le sucediera algo desagradable.

—¿Alude al doctor Stillingwater?

—Stillingfleet —corrigió Poirot—. Sí.

—¿Cómo demonios se las arregló para lograr tal propósito? No podía ocurrírseme la idea de que el padre de Norma le hubiera elegido como el hombre más indicado para proteger a la chica. Siempre me pareció receloso, desconfiado con los extraños.

—Forcé la cosa… Le visité alegando haber recibido una carta suya rogándome que me presentara en su despacho.

—¿Y él le creyó?

—Naturalmente que me creyó. ¡Si le enseñé la carta en cuestión! Había sido escrita a máquina, en una hoja de papel igual que el que se usa en su oficina, hallándose aquélla firmada con su nombre, si bien no de su puño y letra.

—¿Fue usted mismo quien escribió la carta entonces?

—Sí. Juzgué que despertaría su curiosidad y que accedería a hablar. Habiendo ido ya tan lejos, apelé a mis facultades.

—¿Le dijo qué proyectaba en relación con el doctor Stillingfleet?

—No. Eso no se lo dije a nadie. El paso implicaba un peligro.

—¿Para Norma?

—Para Norma, sí. Aparte de que la muchacha era peligrosa para los demás. Hubo desde el principio ambas posibilidades… Los hechos podían ser interpretados en ambos sentidos. El intento de envenenamiento de la señora Restarick no era convincente: Había sido aplazado demasiado tiempo; no constituía una seria intentona criminal. Luego, hubo una confusa historia referente a un disparo de revólver que tuvo por escenario Borodene Mansions, y otro cuento a base de navajas y manchas de sangre.

»Cada vez que sucedía una de esas cosas, Norma no sabía nada acerca de ellas, no recordaba, etc. Encuentra arsénico en un cajón, pero no recuerda haber puesto tal sustancia allí. Manifiesta perder la memoria a veces; hay largos períodos de tiempo vacíos, los cuales no sabe a qué ha dedicado… En consecuencia, uno tiene que preguntarse: ¿es verdad lo que ella dice?, o bien: ¿lo inventa por una razón u otra? ¿Es ella víctima de un monstruoso complot?, o ¿parte todo de Norma? ¿Se presenta como una chica víctima de cualquier perturbación de tipo mental?, o bien, ¿anida el crimen en su mente con una atenuante de responsabilidad?

—Hoy la advertí distinta, muy distinta —manifestó la señora Oliver como si meditara sus palabras.

Poirot asintió.

—Ya no era Ofelia… sino Ifigenia.

Oyóse un ruido exterior que les distrajo momentáneamente.

—¿Usted cree…? —la señora Oliver se interrumpió, mirando inquisitiva a Poirot.

Éste se había acercado a la ventana más próxima a él, asomándose al patio de la edificación. Acababa de llegar una ambulancia.

—¿Es que van a llevárselo? —preguntó Ariadne con voz trémula. Y luego añadió, complacida—: ¡Pobre «pavo real»!

—Tenía bien poco de elogiable ese individuo —manifestó Poirot fríamente.

—Era un tipo decorativo… Además, un hombre tan joven…

—Muy a menudo, eso es suficiente para les femmes.

Poirot entreabrió la puerta de la habitación, echando un vistazo.

—Dispensé… Voy a dejarla sola un instante —anunció.

—¿A dónde va usted? —inquirió la señora Oliver, recelosa.

—En este país, según tengo entendido, ésa no se considera una pregunta delicada —dijo Poirot en tono de reproche.

—¡Oh! Perdón.

Ariadne Oliver se asomó a la ventana para ver lo que ocurría allá abajo.

—El señor Restarick acaba de llegar en un taxi —observó al deslizarse dentro de la habitación silenciosamente Poirot, unos minutos más tarde—. Le acompañaba Claudia. ¿Consiguió usted entrar en el cuarto de Norma, si es que se ha dirigido allí?

—La habitación de Norma ha sido ocupada por la policía.

—Algo enojoso para usted ¿verdad? ¿Qué lleva en esa especie de carpeta negra que tiene en la mano?

Poirot correspondió a la pregunta de Ariadne con otra.

—¿Qué lleva usted en esa bolsa de lona adornada con figuras de caballos persas?

—¿Se refiere a mi bolso de compra? Pues… un par de peras solamente, la verdad.

—Bien. Creo que puedo confiarle mi carpeta. No la trate con rudeza, por favor.

—¿Qué es?

—Algo que yo había esperado encontrar… y que, por fin, he encontrado… ¡Ah! Una cosa tras otra…

La señora Oliver creía ver en las palabras de Poirot más de lo que ellas expresaban.

La voz de Restarick sonaba fuerte, con tonos de cólera. Claudia telefoneaba. Un taquígrafo de la policía había entrado en el piso vecino para tomar declaración a Frances Cary y a un personaje mítico del género femenino llamado Jacobs de apellido… Se producían entradas y salidas continuamente… Eran atendidas las órdenes… Por último, salieron del apartamento dos hombres armados de cámaras fotográficas.

Inesperadamente, se produjo la incursión en el dormitorio de Claudia de un hombre alto y joven, de rojos cabellos. Dirigióse a Poirot, sin hacer el menor caso de la señora Oliver.

—¿Qué ha hecho la muchacha? ¿Ha cometido un crimen? ¿Quién es la víctima? ¿Su amigo?

—Sí.

—¿Lo ha admitido?

—Parece ser que sí.

—Más claro: ¿lo admitió con palabras concretas?

—No lo sé. No he tenido oportunidad de hablar con ella.

Entró en la habitación un policía.

—¿El doctor Stillingfleet? —inquirió—. El médico de los servicios policíacos desea hablar con usted. El doctor Stillingfleet hizo un gesto de asentimiento, abandonando la habitación.

—Vaya, vaya… Conque ése es el doctor Stillingfleet, ¿eh? —dijo la señora Oliver, reflexiva—. Un buen ejemplar de la raza, monsieur Poirot.

Capítulo XXIII

El inspector jefe Neele cogió una hoja de papel, haciendo en ella un par de anotaciones. Su mirada se paseó luego por los rostros de las cinco personas que había en la habitación. Hablaba en tono solemne, muy formal.

—¿La señorita Jacobs? —preguntó.

Neele miró al policía apostado junto a la puerta, agregando:

—Ya sé, sargento Conolly, que se le ha tomado declaración. Ahora, no obstante, me agradaría hacerle yo unas preguntas.

Unos minutos después entraba en el cuarto la señorita Jacobs. Neele se puso en pie cortésmente para saludarla.

—Soy el inspector jefe Neele —dijo al estrechar su mano—. Lamento verme obligado a molestarla por segunda vez. Quisiera que me refiriese detalladamente todo lo que vio usted y oyó. Temo que le resulte doloroso…

—No. Doloroso, no. La impresión, eso sí, fue tremenda —manifestó la señorita Jacobs, aceptando la silla que se le ofrecía. Seguidamente, añadió—: Al parecer, usted ha aclarado un poco esto.

Él supuso que se estaba refiriendo a la retirada del cadáver.

La señorita Jacobs paseó la mirada por los rostros de los presentes, descubriendo con franco asombro a Poirot («¿Qué diablos significa esto?»); la nada disimulada curiosidad de la señora Oliver; el aire expectante del doctor Stillingfleet, con su roja cabeza vuelta a un lado; la sonrisa de reconocimiento de Claudia (a la que correspondió con un gesto afirmativo), y la mueca contrita de Andrew Restarick…

—Usted debe ser el padre de la muchacha —le dijo—. Soy una desconocida y las palabras de condolencia no vienen muy a menudo a mis labios. Será mejor callar, en este sentido… Nos ha tocado vivir en un mundo lleno de cosas tristes… Eso es lo que yo opino, al menos. Creo que actualmente las chicas estudian demasiado.

La señorita Jacobs se volvió a continuación hacia Neele.

—Usted dirá, inspector.

—Deseo, señorita Jacobs, como ya le he indicado antes, que nos cuente todo lo que vio y oyó.