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—Supongo que lo que declare ahora diferirá en algo de lo que manifesté anteriormente —contestó la señorita Jacobs, de modo inesperado—. Suele pasar… Una intenta hacer una descripción más completa e, inevitablemente, se vale de más palabras. Creo que no voy a ser más precisa, sin embargo. En estos casos, se dice siempre lo que una piensa que debió ver aparte de lo que tuvo ante los ojos. Bueno. Me esforzaré por ajustarme a la realidad con el máximo rigor.

»Todo empezó con unos gritos. Experimenté un gran sobresalto. Pensé que alguien acababa de sufrir algún accidente. Me acercaba ya a la puerta de mi apartamento cuando oí unos golpes en ella. Los gritos continuaban. La abrí, viendo que se trataba de una de mis vecinas, de una de las tres chicas que ocupaban el apartamento número sesenta y siete. Ignoro su nombre, si bien la conozco de vista.

—Frances Cary —dijo Claudia.

—Murmuró unas palabras incoherentes, unas frases confusas, sin sentido… Alguien había muerto… Una persona a quien ella conocía… Un tal David… no sé qué más. No logré enterarme de su apellido. La muchacha sollozaba. Su cuerpo era sacudido por fuertes estremecimientos. La hice pasar al apartamento, dándole un poco de coñac, tras lo cual salí a dar un vistazo.

Todos pensaron que la señorita Jacobs había pasado por la vida igual que por aquel episodio: impertérrita.

—¿Es necesario que describa lo que encontré? Usted lo sabe, inspector.

—Refiérase a ello brevemente.

—Vi a un hombre joven, uno de estos jóvenes de hoy en día, que visten ropas chillonas y llevan los cabellos largos. Estaba tendido en el suelo, muerto, evidentemente. La tela de la camisa se notaba rígida, a causa de la sangre.

Stillingfleet hizo un movimiento. Volvió la cabeza, mirando atentamente a la señorita Jacobs.

—Luego, me di cuenta de que en la habitación había una muchacha y que ésta tenía en las manos un cuchillo de cocina. Parecía muy segura, muy dueña de sí… Verdaderamente, su actitud me chocó.

—¿Qué le dijo ella? —preguntó el doctor Stillingfleet.

—Me dijo que había entrado en el cuarto de baño con el propósito de lavarse las manos y quitarse la sangre. Después, añadió: «Claro que esto no se quita así como así».

—¿No dijo, por ejemplo, «¡Fuera, mancha maldita!»?

—No puedo señalar que ella me hiciera recordar especialmente a lady Macbeth. Estaba… ¿cómo diría yo esto?… la mar de tranquila. Después de dejar el cuchillo encima de la mesa tomó asiento en una silla.

—¿Qué más dijo? —inquirió el inspector jefe Neele, leyendo un papel en el que habían sido garabateadas unas palabras.

—Algo relativo al odio… Señaló que el odio que podía sentir una persona por otra no acarreaba nada bueno al final.

—¿No lanzó ninguna exclamación? Ésta quizá: «¡Pobre David!»… Es lo que usted contó al sargento Conolly. Y la muchacha agregó que deseaba librarse de él.

—No me acordaba ya de ese detalle. Sí. La joven habló de que la había hecho ir allí… Mencionó también a una tal… Louise…

—¿Cuáles fueron sus manifestaciones acerca de Louise?

Fue Poirot el autor de esta pregunta. Se había inclinado hacia delante, vivamente interesado. La señorita Jacobs contempló su rostro vacilando.

—«Como Louise», dijo solamente… Y se interrumpió. Eso ocurrió después de haber declarado que el odio no acarreaba nada bueno nunca.

—¿Qué más?

—Muy calmosa, me señaló después la conveniencia de llamar a la policía. Así lo hice… Permanecimos sentadas, hasta que llegaron los agentes. Creí mi deber no dejarla sola… No cruzamos una palabra. Parecía hallarse absorta en sus pensamientos y yo… yo, con franqueza, estaba asombrada, no sabía qué decirle…

—Usted apreciaría en seguida, tal vez, que era una perturbada mental —manifestó Andrew Restarick—. Advertiría que no se daba cuenta de lo que había hecho, ¿no? ¡Pobre criatura!

Andrew Restarick hablaba en tono de súplica y como si abrigara una secreta esperanza…

—¿Es una señal de perturbación obrar con frialdad después de haber cometido un crimen?

La señorita Jacobs se enfrentó con él. No se hallaba dispuesta, por lo que se veía, a mostrarse de acuerdo con Restarick.

Medió Stillingfleet:

—Señorita Jacobs: ¿admitió la chica en algún momento que había matado a David?

—¡Oh, sí! Debo de haber mencionado eso antes… Fue lo primero que dijo… Como si hubiese estado contestando a alguna pregunta. «Sí, le he matado», declaró. Y luego habló de su visita al cuarto de baño para lavarse las manos.

Restarick lanzó un gemido, escondiendo el rostro entre las manos. Claudia dejó caer una de las suyas sobre su brazo más próximo.

Terció Poirot en la conversación.

—Usted, señorita Jacobs, ha indicado que la chica dejó el cuchillo sobre esa mesa. ¿Estaba usted cerca de ella? ¿Lo vio todo claramente? ¿Pudo apreciar si el cuchillo había sido lavado también?

La señorita Jacobs miró, dudosa, al inspector jefe Neele. Bien se notaba lo qué estaba pensando… Poirot era para ella un extraño, algo aparte en aquella encuesta oficial.

—¿Tiene usted la bondad de contestar a esa pregunta, señorita Jacob? —dijo Neele.

—Pues no… No creo que el cuchillo hubiese sido lavado o secado con algo. Hallábase manchado… Las manchas eran de una sustancia espesa y pegajosa, sin duda.

—Ya —respondió Poirot, echándose atrás en su asiento.

—Yo me inclinaba a pensar que ustedes sabían cuanto se podía saber acerca de ese cuchillo —manifestó la señorita Jacobs a Neele en tono acusador—. ¿Acaso no lo examinó la policía detenidamente? A mí se me antoja que ha habido algo de abandono, de no ser así…

—Desde luego, señorita, la policía lo examinó —se apresuró a aclarar Neele—. Ahora bien, nosotros… ¡ejem!… necesitamos siempre que nuestras afirmaciones se vean corroboradas.

La señorita Jacobs correspondió a las palabras de Neele con una astuta mirada.

—Supongo que lo que quiere usted decir es que necesitan calibrar la precisión de las declaraciones de los testigos. La policía, es lógico, querrá saber qué han podido inventar, qué es lo que vieron realmente o creen haber visto.

El inspector jefe sonrió.

—Sobre sus palabras no hay duda alguna, señorita Jacobs. Usted hará una testigo excelente.

—No me agrada este papel, sinceramente. Pero ya me figuro que estas cosas son cosas por las que una no tiene más remedio que pasar en determinadas circunstancias.

—Así es. Gracias, señorita —Neele miró a su alrededor—. ¿Desean ustedes formular alguna pregunta?

Poirot hizo una seña. La señorita Jacobs se detuvo junto a la puerta, nada complacida.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Quería referirme a la mención de una persona llamada Louise. ¿Sabía usted a quién aludía la muchacha?

—¿Cómo iba a saberlo?

—¿No es posible que se refiera a Louise Charpentier? Usted conocía a esta señora, ¿no?

—No.

—¿Ignora que hace poco se arrojó por una de las ventanas de ese inmueble?

—Estoy enterada de eso, naturalmente. No sabía que su nombre de pila fuese Louise y personalmente no me hallaba relacionada con ella.

—Ni era ése tampoco su deseo, ¿verdad?

—No debiera hablar de esa mujer puesto que ya ha muerto… Sin embargo, admito que ha identificado exactamente mi posición. Era una inquilina indeseable y yo y otros vecinos nos hemos quejado más de una vez a la dirección de la casa.

—¿Qué alegaban?

—Le hablaré con franqueza: la señora Charpentier bebía. Su apartamento quedaba por encima del mío y en él se celebraban continuamente reuniones de gente alborotadora. Rompían botellas, golpeaban los muebles, cantaban, daban gritos… En fin; no paraban con sus entradas y salidas.