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El padre de Norma clavó con fijeza los ojos en el doctor.

—¿Quién es este hombre? —preguntó a Neele—. ¿Qué desea darnos a entender manifestando que sabe todo lo que se puede saber acerca de mi hija?

—Puedo hablarle de la chica porque ha estado bajo mi personal cuidado estos diez últimos días.

—El doctor Stillingfleet —aclaró el inspector jefe Neele—, es un famoso psiquiatra.

—¿Y cómo fue a parar Norma a sus manos? ¿Quién solicitó mi consentimiento para que se ocupara de ella?

—Pregúnteselo al hombre del bigote —contestó Stillingfleet.

—¿Usted? ¿Usted?

Restarick estaba tan indignado, que apenas podía hablar. Poirot le contestó plácidamente:

—Me atuve a sus instrucciones. Usted deseaba que su hija recibiese cuidados y que fuese protegida una vez localizada. Yo la encontré y conseguí que el doctor Stillingfleet se interesara por este caso. Se enfrentaba con un peligro, señor Restarick, con un peligro muy grande.

—¿Y era eso peor que lo que le ocurre ahora? No olvide que Norma se encuentra detenida bajo la acusación de asesinato.

—Técnicamente hablando, no se le acusa todavía de tal cosa —manifestó Neele.

Tras una breve pausa el inspector jefe prosiguió diciendo:

—Doctor Stillingfleet: tengo entendido que está usted dispuesto a dar su opinión como profesional sobre la señorita Restarick y a indicarnos, por tanto, si se halla en condiciones de valorar la naturaleza y el significado de sus actos.

—¿Qué es lo que ustedes quieren saber? Simplemente: Si la chica está loca o es una persona cuerda, ¿no? De acuerdo. Les contestaré con la misma sencillez: Norma Restarick es una persona cuerda… ¡Tanto como pueda serlo cualquiera de los que se encuentran en esta habitación ahora!

Capítulo XXIV

Las miradas de todos los presentes se concentraron en el rostro del doctor Stillingfleet.

—No esperaban ustedes esto, ¿verdad?

Restarick contestó, irritado:

—Está usted en un error. Esa chica no ha comprendido siquiera lo que ha hecho. Es una criatura inocente, sin lugar a dudas. No es responsable de sus acciones. Es injusto que se la castigue…

—¿Me quiere dejar hablar unos momentos? Yo sé muy bien lo que me digo. Usted, en cambio, no entiende de estas cosas. La muchacha es una criatura normal y, en consecuencia es responsable de sus acciones. Dentro de unos minutos se hallará entre nosotros y procederá a explicarse por sí misma. ¡Es el único personaje de este drama que no ha disfrutado de tal oportunidad! ¡Oh, sí! Está todavía aquí, en una de las habitaciones del apartamento, acompañada por una matrona de la policía, en su dormitorio, exactamente. Pero antes de que le hagamos unas preguntas tengo algo que decir, algo que será mejor que oigan ahora… Cuando la joven fue puesta bajo mi custodia se hallaba saturada de drogas.

—¡Él la acostumbraría a ellas! —gritó Restarick—. ¡Ese miserable, ese degenerado de David Baker!

—Él fue quien la inició en el pernicioso hábito, desde luego.

—¡Loado sea Dios! —exclamó Restarick—. Gracias a Dios por esto…

—¿A qué viene esa exclamación suya ahora, señor Restarick?

—Había interpretado mal sus palabras. Creí que se preparaba para arrojar a mi hija a los leones al insistir en que era una persona normal. Le juzgué mal, doctor. Las drogas tuvieron la culpa de todo. Las drogas la impulsaron a hacer cosas que voluntariamente no habría hecho jamás. De ahí sus fallos de memoria…

Stillingfleet levantó la voz.

—Si en lugar de hablar tanto me permitiera usted que terminara con mis explicaciones, podríamos lograr notables progresos. Y procure no mostrarse tan seguro al enjuiciar sus propias ideas… He de especificar antes de nada que ella no es una adicta a las drogas. No he descubierto en su cuerpo señales de inyecciones. No ingería cocaína por la nariz. Una persona u otra, el muchacho que la acompañaba frecuentemente u otro individuo, le administraba drogas sin que la chica se diera cuenta de ello. Y no se trataba de sustancias corrientes, por cierto. Manejaban una interesante mezcla de drogas: el «L. S. D»., que proporcionaba vívidas secuencias de sueños. Alterado el factor tiempo en su mente, la joven podía creer que una experiencia había durado una hora en vez de varios minutos. Hay otras curiosas composiciones que no tengo la menor intención de propagar entre ustedes. Alguien familiarizado con esos productos jugaba con Norma a su antojo. Los estimulantes y los sedantes convenientemente alternados, representaban su papel, a la hora de controlarla, consiguiéndose que se viera a sí misma como otra persona completamente distinta.

Restarick interrumpió al doctor.

—¡Es lo que vengo sosteniendo! ¡Norma no es responsable de sus actos! Alguien la hipnotizaba para que hiciera todas esas cosas.

—¡Todavía no sabe por dónde voy! Nadie podía obligar a la chica a hacer algo que ella no quisiera… Lo que sí se podía intentar era hacerla pensar que había llevado a cabo tal o cual acción. Bien. Procederemos a llamarla y le haremos ver lo que está ocurriendo.

El doctor consultó con una mirada el parecer del inspector jefe Neele, quien le correspondió bajando expresivamente la cabeza.

Stillingfleet miró a Claudia al ir a salir del cuarto de estar.

—¿Dónde está la otra joven, la que sacó usted del apartamento de la señorita Jacobs, a la que administró luego un sedante? ¿En su habitación? ¿Acostada, acaso? Procure que se despeje un poco y hágala venir aquí. Vamos a necesitar la colaboración de todos.

Claudia salió también del cuarto de estar.

Stillingfleet volvió con Norma, a la que animaba incesantemente.

—Vamos, vamos… Sé sensata, Norma. Aquí nadie va a morderte. Siéntate aquí.

Ella, obediente, se sentó. Su docilidad resultaba atemorizadora más bien.

La matrona de la policía se dejó ver junto a la puerta y parecía escandalizada.

—Sólo te pido que digas la verdad. No es tan difícil como tú crees.

Entró Claudia acompañada de Frances Cary. Ésta bostezaba. Sus negros cabellos colgaban ante su rostro, ocultando la mitad del mismo. Bostezaba una y otra vez.

—Usted necesita tomar un tentempié —le dijo Stillingfleet.

—Yo desearía que me dejasen ir a la cama. Estoy muerta de sueño —murmuró Frances, confusamente.

—Aquí no va a acostarse nadie hasta que yo haya terminado. Ahora, Norma, vas a contestar a mis preguntas… La señorita Jacobs ha declarado que tu admitiste haber matado a David Baker. ¿Es eso cierto?

La dócil voz respondió:

—Sí. Yo maté a David.

—¿Le apuñalaste?

—Sí.

—¿Y cómo sabes que fuiste tú quien hizo esto?

Norma pareció vacilar levemente.

—No sé qué quiere usted decir. Él estaba aquí, tendido en el suelo… muerto.

—¿Dónde estaba el cuchillo?

—Yo… lo cogí.

—¿Había sangre en él?

—Sí. Y también estaba manchada de sangre la camisa de David.

—¿Qué te pareció al tacto… la sangre del cuchillo? Me refiero, asimismo, a la de tus manos, a la que te quitaste lavándotelas. ¿Algo húmedo? ¿Se te antojó una especie de compota de fresas, por ejemplo?

—Era, sí, como la compota de fresas: pegajosa —Norma se estremeció—. Tuve que lavarme las manos.

—Una decisión muy sensata. Bien. Eso centra todos los detalles perfectamente. Hemos hablado de la víctima, del criminal (tú), y del arma. ¿Recuerdas haber cometido esa acción? ¿Te ves a ti misma cometiéndola?

—No… no me acuerdo de eso… Pero todo debí de hacerlo yo, ¿no?