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Al observar a Poirot con una mirada de soslayo, la señora Oliver descubrió que aquél no cesaba de hacerle señas.

—Un instante, querida —dijo Ariadne Oliver por el micro—. Me llama el panadero —Poirot pareció sentirse afrentado—. No te retires.

La señora Oliver dejó el teléfono y cruzó la habitación a toda prisa, llevando a su huésped al rincón en que desayunábase todas las mañanas.

—¿Qué pasa? —murmuró casi sin aliento.

—Un panadero… —contestó Poirot en tono de reproche—. ¡Yo un panadero!

—Bueno. Es que tuve que decir lo primero que se me vino a la cabeza. ¿Qué quería indicarme con sus señales? ¿Ha comprendido lo que ella…?

Poirot la interrumpió bruscamente.

—Luego me explicará… Por ahora ya he comprendido bastante. Pretendo apelar a sus dotes de improvisadora. Invente usted algo que me sirva de pretexto para hacer una visita a los Restarick… Un viejo amigo suyo, vecino desde hace poco… Tal vez pudiera decirle…

—Deje eso en mis manos. Algo acabará ocurriéndoseme. ¿Doy un nombre falso?

—No, no. Hagamos la treta lo más sencilla posible.

La señora Oliver asintió, apresurándose a coger el teléfono.

—¿Noami? No puedo recordar lo que te estaba diciendo. ¿Por qué ha de surgir siempre algún intruso cuando una se halla charlando tan a gusto? Ni siquiera acierto a recordar el motivo inicial de mi llamada… ¡Ah, sí! Las señas de Thora… De Norma, mejor dicho. Ya me las has dado, sí. Pero había algo más que deseaba consultarte. Quería hablarte de un amigo mío, un hombre menudo y fascinante. ¡Si precisamente estuve hablando ahí de él la última vez que nos vimos! Se llama Hércules Poirot. Va a vivir cerca de los Restarick y tiene un interés grande en ver a sir Roderick. Sabe muchas cosas acerca de su persona, que le inspira una gran admiración. Me ha hablado de cierto maravilloso descubrimiento de la época de la guerra, de un hecho de carácter científico… Sea lo que sea, pretende visitarle sin otro fin que el de «presentarle sus respetos»… Así lo ha dicho. ¿Crees que habrá algún inconveniente?… ¿Tendrías entonces la amabilidad de avisarles? Sí. Se presentará allí cuando menos se lo figuren. Recomiéndales que le hagan contar alguna historia de espionaje… Él… ¿Qué? ¡Oh! ¿Tu segadora? Si, claro, tenemos que cortar esta conversación. Adiós.

La señora Oliver, después de colgar el microteléfono, sé recostó en su sillón.

—¡Dios mío! Ha sido algo agotador. ¿Qué le parece? ¿Marchó bien eso?

—No ha ido mal.

—Me figuré que lo mejor era centrar las cosas en el viejo. Ya tiene usted, pues, un pretexto para echar un vistazo por allí. ¿No era eso lo que se proponía? Y siendo una mujer, es fácil mostrarse vaga en lo tocante a temas científicos. Puede que antes de efectuar esa visita usted haya ideado algo más concreto. Bien. ¿Quiere saber lo que ella me ha dicho?

—Han estado ocupándose, creo, de la salud de la señora Restarick…

—Eso es. Padecía, por lo visto, una misteriosa enfermedad, localizada en el estómago, y los médicos se mostraban desconcertados. La enviaron a un hospital, sin resultado… No daban con la causa. Volvió ella a su casa y todo comenzó de nuevo… Otra vez los doctores dieron claras pruebas de desorientación. Después, la gente empezó a hablar. Las habladurías fueron iniciadas por una enfermera irresponsable. Una hermana suya comentó el caso con una vecina y ésta formuló diversos comentarios entre sus compañeras de trabajo. La onda fue ensanchándose más y más… Aquello parecía raro. Más adelante hubo quien afirmó que el esposo intentaba o había intentado envenenarla. El público siempre sigue estos derroteros… Pero en este caso, aquello no tenía ni pies ni cabeza. Seguidamente Noami y yo nos ocupamos de la chica au pair. Bueno. No es, exactamente, una chica au pair. Viene a ser más bien una especie de secretaria-acompañante del anciano… ¿Por qué razón habría de pensar en administrar una dosis de herbicida a la señora Restarick?

—La oí sugerir varios móviles…

—Bien. Habitualmente, siempre existen esta o aquella posibilidad…

—Un crimen deseado —dijo Poirot, pensativo—. Pero no cometido todavía.

Capítulo III

La señora Oliver penetró en el patio interior de Borodene Mansions. En la zona destinada al estacionamiento de automóviles había seis coches. Cuando Ariadne Oliver comenzaba a vacilar, uno de los vehículos dio marcha atrás, saliendo de la zona acotada. La señora Oliver se apresuró a ocupar el sitio que había quedado vacío.

Se apeó, cerró la portezuela y levantó la cabeza, observando el firmamento. Se hallaba ante una construcción recientemente terminada. Ocupaba aquélla un espacio devastado por las minas durante la guerra. Los pisos parecían funcionales en extremo. Evidentemente, los hombres que levantaron el edificio no habían pensado ni por un momento en adiciones de carácter ornamental.

Era aquélla una hora movida… Los coches entraban y salían del patio, lo mismo que algunas personas a pie. Se aproximaba el fin de la jornada de trabajo.

La señora Oliver echó un vistazo a su reloj de pulsera. Eran las siete menos diez minutos. La hora más oportuna, en su opinión. Era la hora en que las chicas que trabajaban volvían a sus casas, unas veces para dar un repaso a su maquillaje y otras para cambiarse de ropas, trocando sus faldas por unos exóticos pantalones al salir. Había también quien ya no se movía de su piso, dedicada a lavarse sus pequeñas prendas, sus medias… Bueno. Lo esencial era que había obrado sensatamente yendo allí a aquella hora del día. El bloque era lo mismo hacia el este que por el oeste. En el centro contaba con unas grandes puertas giratorias. La señora Oliver decidió avanzar en dirección a la izquierda, pero descubrió inmediatamente que iba mal. Los números, por aquel lado, iban del 100 al 200. Cruzó, camino de la otra parte.

El número 67 quedaba en la sexta planta. La señora Oliver oprimió un botón del ascensor. Las puertas se abrieron como una boca bostezante, acompañándose con una amenazador crujido. Ariadne se coló en aquella caverna. Los ascensores modernos siempre le habían inspirado un gran temor.

Otro fuerte crujido. Las puertas se cerraron. El ascensor se puso en marcha. Detúvose casi inmediatamente… ¡Aquello era para tener miedo también! La señora Oliver asomó la cabeza igual que un conejo espantado que husmea a un lado y a otro la presencia de un cazador.

Empezó a caminar por un pasillo que quedaba a la derecha. Llegó así a una puerta en cuyo centro vio dos números metálicos que formaban el 67. Nada más plantarse delante, la segunda cifra, el 7, se soltó del elemento que la sujetaba a la madera, cayéndole a los pies.

«Esta Casa no me gusta nada», se dijo la señora Oliver, al tiempo que se agachaba para recoger el número, que colocó al lado del otro. Ambos colgaban de sendos y casi invisibles clavitos.

Oprimió el botón del timbre. Quizá no hubiera nadie…

La puerta, sin embargo, se abrió casi en el acto. Una alta y hermosa joven se plantó en el umbral. Llevaba un traje muy bien cortado, con una falda breve y camisa de seda blanca. Sus zapatos eran muy elegantes. Tenía los cabellos oscuros y recogidos hacia atrás. Su maquillaje era más bien discreto. Por una razón u otra, su presencia produjo cierta alarma en la señora Oliver.

—¡Oh! —exclamó ésta, procurando serenarse para decir lo que era procedente en aquel caso—. ¿Es usted por casualidad, la señorita Restarick?