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Norma miraba con horror al otro…

—Mi padre… ¿Mi padre? ¿Cómo podía pensar en hacerme eso a mí, su hija? Mi padre, que tanto me quería…

—No se trata de su padre, mon enfant… Éste es, sencillamente, un individuo que se presento aquí tras la muerte del verdadero Andrew Restarick para suplantarle, para poner sus manos sobre una gran fortuna. Sólo una persona iba a descubrir su juego, dándose cuenta en seguida de que él no era Andrew Restarick: la mujer que había sido la amante del auténtico trotamundos y hombre de negocios quince años atrás.

Capítulo XXV

En aquella habitación de la casa de Poirot se hallaban sentadas cuatro personas. El detective, hundido en su sillón, bebía sirop de cassis. Norma y la señora Oliver se habían acomodado en el sofá. Ésta ofrecía un aire particularmente festivo con su nada apropiado vestido color verde manzana. Su figura aparecía rematada por uno de sus más esmerados peinados. El doctor Stillingfleet ocupaba una silla. Había extendido ambas piernas, de suerte que daba la impresión de ocupar la mitad del cuarto.

—Bueno. Hay un puñado de cosas que yo deseo conocer —dijo la señora Oliver en tono acusador.

Poirot se apresuró a derramar un poco de aceite en aquellas agitadas aguas.

—Reflexione, chère madame. No sé cómo agradecerle lo mucho que le debo… Mis mejores ideas me fueron sugeridas por usted.

La señora Oliver miró a Poirot haciendo un gesto de incredulidad.

—¿No fue usted acaso quien pronunció ante mí la frase «la tercera muchacha»? Pues de ahí arranca todo… Y ahí termina. Había que buscar la tercera muchacha de las tres que vivían en el mismo piso. Norma fue siempre, supongo, aquélla… Y nada más contemplar las cosas desde otro punto de vista, cada elemento encajó en el sitio que le correspondía. La respuesta que faltaba, la pieza extraviada del rompecabezas, resultó ser siempre la misma: la tercera muchacha.

»Fue siempre, ¿me comprende?, la persona que no se encontraba allí. Ella era un nombre para mí, no más.

—Me maravilla que nunca la relacionara con Mary Restarick —declaró la señora Oliver—. Yo había visto a Mary en «Crosshedges», llegando a hablar con ella. Desde luego, la primera vez que vi a Frances Cary ésta tenía sus negros cabellos caídos sobre la cara.

—Usted, madame, atrajo mi atención sobre determinado hecho también. Me hizo notar la facilidad con que cambiaba la faz de una mujer de acuerdo con sus peinados. Recuerde que Frances Cary había realizado estudios de actriz. Conocía a fondo el arte de la caracterización. Podía alterar su voz a su gusto o necesidad. Como tal Frances poseía una cabellera larga y negra, que enmarcaba su faz escondiéndola a medias. Por otro lado, acentuaba el maquillaje, se retocaba las cejas y modificaba el tono de sus párpados y el espesor de sus pestañas. Mary Restarick, con su rubia peluca, muy ondulada, con sus ropas convencionales, su leve acento extranjero y su vivacidad al hablar, venía a ser el extremo opuesto. Se notaba, sin embargo, que había bastante de artificio en su persona. ¿Qué clase de mujer era?

»No lo sabía. No reaccioné inteligentemente ante ella. Lo reconozco. Yo, Hércules Poirot, no estuve precisamente a la altura de las circunstancias.

—Conque ésas tenemos, ¿eh? —dijo el doctor Stillingfleet—. Es la primera vez que le oigo expresarse en esos términos, Poirot. Todos los días tropieza uno con cosas nuevas, sorprendentes.

—No acierto a ver por qué razón deseaba tener dos personalidades —declaró la señora Oliver—. A mí me parece eso innecesariamente confuso.

—Para ella, la maniobra era de gran valor. Le proporcionaba una coartada perpetua para cuando la precisara. ¡Pensar que lo tuve todo ante mis ojos, a todas horas, y que no acerté a verlo! Había lo de la peluca, sí… Inconscientemente, me preocupaba, sin llegar a comprender por qué. Dos mujeres… Nunca, en ningún momento, habían sido vistas juntas. Sus existencias estaban tan ordenadas que nadie advertía las grandes lagunas de tiempo cuando ellas se esfumaban. Mary visita Londres a menudo. Va de compras, habla con agentes de la propiedad inmobiliaria; pretende coger ideas para la decoración de su futuro hogar… Así se supone que pasa su tiempo. Frances se traslada a Birmingham, a Manchester; vuela incluso al extranjero; frecuenta Chelsea, donde se reúne con su pandilla de amigos bohemios, individuos de los que hace uso según sus aptitudes, que no hubieran merecido en ningún instante la aprobación de la ley. Fueron pintados cuadros especiales para la Wedderburn Gallery. Los jóvenes artistas en alza celebran allí exposiciones. Sus obras se vendieron perfectamente: otros son trasladados al extranjero… con los marcos llenos de heroína. Hay estafas a base de objetos de arte, diestras copias de viejos maestros… Frances era quien ponía en marcha todo aquel tinglado. David Baker fue uno de los pintores que empleaba. Como copista se le catalogaba magníficamente.

Norma murmuró:

—¡Pobre David! La primera vez que le vi pensé que era un muchacho maravilloso.

Poirot prosiguió diciendo, un tanto amodorradamente:

—Aquel cuadro, aquel cuadro… No conseguía olvidarme de él. ¿Por qué lo había instalado Restarick en su despacho? ¿Qué especial significación tenía para él? Enfin, cuando analizo mi comportamiento me irrita. He sido demasiado tardo, lento, torpe…

—No entiendo lo del cuadro.

—Tratábase de una idea estupenda. El lienzo venía a ser una especie de certificado de identidad. Veamos… Había un par de retratos: esposo y esposa, firmados por un artista popular en su día. David Baker reemplazó el de Restarick con uno de Orwell, en el que éste aparece veinte años más joven. Nadie hubiera podido sospechar que el retrato era una superchería. Por su estilo, por ciertos toques especiales, por muchos otros conceptos, resulta ser una obra espléndida, convincente. Cualquiera que hubiese conocido a Restarick años atrás podía decir: «¡Me ha costado trabajo reconocerle!» O bien: «¡Qué cambiado está usted!» En realidad, lo que tenía que pensar el observador era que él mismo no se acordaba del aspecto del otro hombre años atrás.

—Corrió un gran riesgo Restarick al proceder así… Orwell, mejor dicho —manifestó la señora Oliver, pensativa.

—El riesgo era menor del que usted se figura. No fue nunca un claimant en sentido de Tichborne. Era solamente un miembro de una conocida firma de la City, que se reintegraba a su patria tras el fallecimiento de su hermano. Sin más complicaciones tenía que hacerse cargo de los negocios de aquél. Se presentó aquí con su joven esposa, a la que conoció en el extranjero. Los dos se acomodaron en la casa de un pariente, de un tío, hombre distinguido y medio ciego, que nunca había tenido contacto con Andrew Restarick desde los años de la niñez. Esa persona aceptó sin discusión la presencia de la pareja. No tenía más parientes, si se exceptúa la hija, a la que viera por última vez cuando contaba cinco años de edad. Al partir Andrew para África del Sur, el personal de su oficina se reducía a dos empleados de edad avanzada, que fallecieron posteriormente. No hablo de los empleados jóvenes porque éstos duran siempre muy poco en todas partes. El abogado de la familia había muerto también. Pueden ustedes estar seguros de ello: la situación fue estudiada a fondo por Frances una vez decidida ésta a dar el golpe con la colaboración de su compañero.

»Ella le había conocido, al parecer, en Kenya, dos años antes. Eran dos granujas con diferentes metas. Él tuvo que ver con varios negocios sucios referentes a prospecciones petrolíferas… Restarick y Orwell se trasladaron, juntos, a uno de los atrasados países del continente africano, ocupados en asunto de minerales. Luego, circuló el rumor de la muerte de Restarick (probablemente cierto), noticia que más tarde fue desmentida.