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—No. Lo siento. La señorita Restarick ha salido ¿Quiere que le dé algún recado?

—¡Oh! —volvió a exclamar la señora Oliver, antes de proseguir. Mostró a la chica un paquete descuidadamente envuelto en papel castaño—. Le prometí un libro —explicó—. Uno de los míos que todavía no ha leído. Espero no haberme confundido al cogerlo… Tardará en volver seguramente, ¿no?

—No le puedo decir. Ignoro qué es lo que tiene que hacer esta noche.

—¡Ah! Usted es la señorita Reece-Holland, ¿no?

La chica pareció ligeramente sorprendida.

—Sí, desde luego.

—Conozco a su padre —declaró la señora Oliver—. Soy Ariadne Oliver. Escribo libros… —añadió, adoptando el tono culpable que empleaba siempre mecánicamente al hacer tal confesión.

—¿No quiere pasar?

La señora Oliver aceptó la invitación y Claudia Reece-Holland la condujo hasta un cuarto de estar. El empapelado era igual en todas las habitaciones del piso: esbozos de bosques. Los inquilinos podían colgar de las paredes los cuadros que poseyeran, modernos o antiguos, y montar una decoración personal si ése era su gusto. La base de la misma estaba constituida por unos muebles de línea avanzada, armarios, librerías y otros elementos por el estilo, aparte de un gran sofá y una mesa extensible. Todo admitía sus complementos. Observábanse señales individualistas: un gigantesco Arlequín, que adornaba una pared, y un estilizado mono encuadrado por frondosa arboleda, que ocupaba la opuesta.

—Seguro que a Norma le encantará recibir su libro, señora Oliver. ¿Qué desea beber? ¿Una copita de jerez? ¿Le sirvo ginebra?

Aquella chica tenía los mismos modales de la secretaria eficiente.

La señora Oliver no quiso tomar nada.

—Disfrutan ustedes de una excelente vista aquí —señaló, mirando por la ventana parpadeando al alcanzarle los últimos rayos de sol en los ojos.

—Pues, sí. La verdad es que el piso nos resulta menos agradable cuando se estropea el ascensor.

—Nunca me hubiera atrevido a afirmar que un ascensor como ése se estropeara también, igual que los demás… Es… una especie de robot.

—Hace poco que lo instalaron, pero no crea, no es ninguna cosa del otro mundo —declaró Claudia—. Tienen que someterlo a periódicos ajustes… Siempre lo están manoseando.

Entró en el cuarto una chica que venía hablando desde fuera.

—¿Tú sabes, Claudia, dónde he podido poner…?

Guardó silencio, mirando a la señora Oliver.

Claudia las presentó rápidamente.

—Frances Cary… La señora Oliver, Ariadne Oliver.

—¡Oh, qué interesante! —exclamó Frances.

Era una muchacha alta y de ondulante silueta, largos y negros cabellos. Su pálida faz se hallaba intensamente maquillada. Las cejas y las pestañas apuntaban hacia arriba… La cosmética realzaba dicho efecto. Se había embutido en unos pantalones de terciopelo muy ajustados y vestía un grueso jersey. Su figura ofrecía un contraste muy brusco con la de la viva y eficiente Claudia.

—Le había prometido un libro a Norma Restarick y se lo he traído —explicó la señora Oliver.

—¡Oh! ¡Qué lástima que esté todavía en el campo!

—¿No ha regresado?

Hubo una pausa. La señora Oliver creyó ver que las dos muchachas intercambiaban una mirada.

—Yo creí que se había colocado en Londres —repuso aquélla, esforzándose para dar la impresión de que estaba un tanto sorprendida.

—Y así es —manifestó Claudia—. Se dedica a la decoración de interiores. De cuando en cuando la mandan por ahí con muestras —la chica sonrió—. Vivimos juntas, pero nuestras vidas discurren separadas. Salimos y entramos a nuestro antojo y lo más corriente es que no nos molestemos dejando escritos. Descuide: no se me olvidará dar a Norma su libro cuando vuelva.

Nada más natural ni elocuente que aquella explicación…

La señora Oliver se puso en pie.

—Muchas gracias por todo.

Claudia la acompañó hasta la puerta.

—Contaré a mi padre mi encuentro con usted —dijo la joven—. Es un gran lector de historias detectivescas.

Después de cerrar la puerta, la muchacha regresó al cuarto.

Frances se había apoyado en el antepecho de la ventana.

—Lo siento —declaró—. ¿He cometido alguna torpeza?

—Yo me limité a indicar a esa mujer que Norma había salido.

Frances se encogió de hombros.

—Bueno, Claudia, ¿y dónde para ella? ¿Por qué no se presentó aquí de nuevo el lunes? ¿A dónde se proponía ir?

—No acierto a imaginármelo.

—¿No estará en casa de sus familiares? Fue a pasar con ellos el fin de semana…

—No. Ya telefoneé para averiguar qué podía haber sucedido.

—Supongo que la cosa no tiene mayor importancia… No obstante, esa muchacha es… Hay que reconocer que resulta algo extraña.

—¡Bah! En la medida que tantas otras personas.

Claudia no parecía estar muy convencida de lo que acababa de decir sin embargo.

—Sí que es rara, sí. No se puede negar —insistió Frances—. En ocasiones, me asusta. No es una muchacha normal, y tú lo sabes.

De pronto, la joven se echó a reír.

—¡Norma no es normal! Sabes que no lo es, Claudia, aunque no quieras admitirlo. Fidelidad a la patrona, se llama, a mi entender, esa figura.

Capítulo IV

Hércules Poirot caminaba a lo largo de la calle principal de Long Basing. Calle principal y única, en verdad, ya que Long Basing era uno de esos poblados que van creciendo en longitud, sin ensancharse apenas. Contaba con una iglesia impresionante, dotada de un elevado campanario. Plantado en el atrio había un viejo árbol, un tejo, concretamente, de digno porte. En los escaparates de las tiendas, numerosas, se advertía una gran variedad de artículos. Había dos establecimientos dedicados a la venta de antigüedades, uno de los cuales se hallaba especializado, evidentemente, en elementos para chimenea; en el otro se amontonaban mapas que tenían ya muchos años, porcelanas, casi todas con algún defecto, piezas de vajillas victorianas, armarios de roble carcomidos, vidrios, etc. Todo ello ofrecía un aspecto algo desordenado por falta material de espacio.

Los dos cafés de la localidad resultaban desagradables por igual. Había una cestería, llena de una gran diversidad de objetos de confección doméstica; una estafeta de correos que era a la vez tienda de ultramarinos, y una tienda de tejidos en la que se vendían sombreros, contando también con una sección dedicada al calzado infantil y otra de camisería y mercería. En la papelería del poblado se vendían periódicos al tiempo que caramelos y tabaco. Había un establecimiento dedicado a las lanas que era el comercio aristócrata del poblado. Dos mujeres de aire severo y blancos cabellos se hallaban apostadas frente a unas estanterías en donde se mostraba todo lo habido y por haber en lo concerniente a las labores de aguja. En uno de los mostradores se almacenaban los patrones necesarios para aquéllas. Lo que había sido el establecimiento de comestibles más caracterizado era ya un «supermercado», lleno de cestas de alambre, con géneros del ramo de la alimentación y del de limpieza en paquetes y cajas de deslumbrantes colores. Encima de una pequeña tienda había un rótulo hecho con caprichosas letras… El «Lillah» era un local destinado a recoger las últimas modas femeninas. En su escaparate una mano más bien descuidada había colocado una blusa francesa («lo más chic»), al lado de una falda azul marino y una prenda a rayas de color púrpura, entre cuyas piezas campeaban dos vocablos:

«Por separado».

Todo esto iba observando Poirot con superficial interés. Dentro de los límites de Long Basing, dando a aquella calle, se encontraban algunas viviendas de reducidas dimensiones y anticuadas fachadas, de estilo georgiano unas veces, con detalles victorianos otras, tales como terrazas, ventanas en saledizo y diminutos invernaderos. Ciertas casas habían sufrido reformas, tenían aire de nuevas y parecían hallarse orgullosas de ellas. Veíanse, asimismo, villas decrépitas, pertenecientes a una época ya distante, pretendiendo en ocasiones ser más viejas de lo que realmente eran. A muchas de ellos habían sido incorporadas modernas comodidades, ocultas por los dueños a las miradas impertinentes de los curiosos.