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—Hoy la mayoría de las jóvenes se colocan.

—Ésa es la tendencia general, sí —dijo la señora Restarick—. Incluso después de casadas, las mujeres de esta generación acaban volviendo a sus empleos en las empresas industriales o en los colegios o institutos.

—¿A usted no han conseguido convencerla en este sentido, señora?

—No. Yo me crié en África del Sur. Vine a este lugar con mi esposo hace tiempo… Este ambiente todavía me resulta algo extraño.

La señora Restarick dispensó a los alrededores una mirada de la que estaba ausente toda huella de entusiasmo. Habían penetrado en una habitación provista de muebles caros, pero de tipo convencional, carentes de personalidad. Colgaban de los muros dos grandes retratos, el único toque individual. En el primero se veía a una mujer de finos labios, embutida en un vestido de noche de terciopelo gris. En la pared opuesta se descubría a un hombre de treinta y tantos años de edad, dotado de un aire de contenida energía.

—Supongo que a su hija le parece aburrido el campo.

—Sí. A ella le va mejor Londres. No le gusta esto, desde luego… —la señora Restarick hizo una pausa brusca, añadiendo, como si le estuvieran sacando las palabras—: Tampoco le gusto yo…

—Eso es imposible —manifestó Poirot, galante.

—Está usted en un error. Antes bien, es lo que sucede normalmente en situaciones familiares como la nuestra. A las muchachas les suele costar trabajo aceptar la autoridad de una madrastra.

—¿Quería mucho a su madre, la chica?

—Es lógico pensar que sí. Resulta difícil entenderse con ella. Claro que ya me imagino que con cualquier otra me habría pasado lo mismo.

Poirot suspiró antes de contestar.

—Actualmente, se nota un gran descenso de la autoridad paternal. No ocurre lo que en otros tiempos.

—Así es.

—No me agrada hablar de este modo, señora, pero… ¿verdad que las muchachas modernas no se muestran muy exigentes a la hora de escoger sus amistades masculinas?

—En este aspecto, Norma ha sido una gran preocupación para su padre. Sin embargo, yo creo que quejándonos no hacemos nada. Todos hemos de vivir nuestros personales desengaños para ir adquiriendo experiencia. Bueno… He de llevarle a donde está tío Roddy… Ocupa una habitación de las de la planta superior.

Salieron de la habitación. Poirot, que seguía a la dueña de la casa, volvió la cabeza. Un cuarto que no decía nada, que carecía de carácter, si no pensaba en los dos retratos. Guiándose por el vestido de la dama, Poirot se figuró que ya tenía algunos años. ¿Sería aquélla la primera señora Restarick? A Poirot su figura no le pareció muy agradable…

—Esos retratos son magníficos, señora.

—Sí. Son obras de Lansberger.

Lansberger había estado de moda como retratista veinte años atrás, siendo entonces un artista caro. Su meticuloso naturalismo ya no gustaba y después de su muerte dejóse casi de hablar de él. Se hablaba desdeñosamente de sus modelos tal como Lansberger los viera, pero Poirot no se había dejado llevar de los juicios de última moda, sospechando que detrás de los sencillos rasgos exteriores que el pintor fijaba con extrema facilidad había una buena dosis de ironía cuidadosamente disimulada.

Al empezar a subir las escaleras, siempre delante de Poirot, la señora Restarick dijo:

—Hace poco que fueron desembaladas… Se procedió a una primera limpieza, pero…

Guardó silencio de pronto, quedándose inmóvil, con una mano apoyada en la barandilla.

En lo alto de la escalera se había movido algo… Tenían ahora delante una figura extraña, incongruente. Parecía alguien que se hubiese echado encima un disfraz, una persona que ciertamente, no le iba a la casa.

Sin embargo, la figura en cuestión tenía bastante de familiar para Poirot. Habíase encontrado con ella a menudo por las calles de Londres e incluso en algunas reuniones. Tratábase de un representante de la última generación. Vestía chaqueta negra, un complicado chaleco de terciopelo, pantalones ajustados… Sobre la nuca le caían unos rizos de cabellos castaños. Era una persona exótica y bella… Se necesitaban unos segundos de inspección para determinar su sexo.

—¡David! —exclamó Mary Restarick, muy seria—. ¿Qué demonios haces aquí?

El joven no se quedó desconcertado por la pregunta, ni mucho menos.

—¿La he asustado? —inquirió—. Lo siento.

—¿Qué haces aquí, en esta casa? ¿Has venido con Norma?

—¿Con Norma? No. Esperaba encontrarla aquí.

—¿Que esperabas encontrarla aquí? ¿Qué quieres decir? Norma está en Londres.

—¡Oh, no! No está en Londres. Al menos no se halla en el número sesenta y siete de Borodene Mansions.

—¿Quieres explicarme qué significa eso?

—De acuerdo. Al ver que no había regresado, después de su fin de semana, me imaginé que lo más seguro era que se hubiese quedado. Vine para ver qué era lo que le había sucedido.

—Salió de aquí el domingo por la noche, como de costumbre —la señora Restarick añadió, muy enfadada—: ¿Por qué no tocaste el timbre? ¿Por qué no nos hiciste saber que te encontrabas aquí? ¿Qué haces vagando por la casa?

—Señora: usted está pensando en estos momentos que yo me proponía robarle los cubiertos o algo semejante. Nada tiene de particular esto de entrar en una casa en pleno día. ¿Qué es lo que hay de sorprendente en eso?

—Bien… Nosotros somos gentes anticuadas y nos desagradan tales hábitos.

—¡Santo Dios! —suspiró David—. ¡Cuántas palabras por nada! Señora Restarick: como veo que usted no me da la bienvenida precisamente y que además ignora el paradero de su hijastra, creo que lo mejor será que me marche. ¿Quiere que me vuelva los bolsillos del revés antes de salir?

—No digas tonterías, David.

—Adiós, entonces.

El joven bajó unos peldaños, agitando una velluda mano en señal de despedida. Seguidamente, se encaminó hacia la puerta de la entrada, que estaba abierta.

—Es una criatura horrible ese David —comentó Mary Restarick con un dejo rencoroso que sobresaltó a Poirot—. No puedo soportarlo. Es que no lo aguanto. ¿Por qué razón está Inglaterra llena de tipos de esa clase?

—¡Bah! No haga caso, señora. Se trata de una simple moda… Y siempre ha habido modas. En el campo apenas se aprecia la evolución de estas. Tales fenómenos son más perceptibles en Londres.

—Es espantoso, verdaderamente espantoso —dijo Mary—. Veo a esos individuos exóticos, afeminados…

—¿No ha caído en la cuenta de que recuerda mucho a las figuras de Van Dyck? De la cabeza de David, en un dorado marco, con un cuello de encaje, no se atrevería a decir que es algo afeminado o exótico…

—No sé como se ha atrevido a presentarse aquí de esta manera. Andrew se habría puesto furioso. Se siente inquieto. Las hijas traen innumerables preocupaciones. Es probable que Andrew no conozca a Norma muy bien. Siendo ella una niña se fue al extranjero. La madre se encargó de su educación y ahora se encuentra frente a un auténtico rompecabezas. A mí me ocurre lo mismo. Tengo que pensar forzosamente que es una muchacha sumamente extraña. Sobre estas chicas, hoy en día las madres no ejercen la menor autoridad. Norma siente pasión por David Baker. No se puede hacer nada. Andrew le prohibió que pusiera los pies en esta casa y ya ve lo que ocurre: se planta aquí dentro tranquilamente. Me parece… Me parece que lo mejor será evitar que Andrew se entere de su visita. No quiero verle más preocupado. Creo que esa chica anda con él por Londres. Indudablemente habrá otros jóvenes por el estilo… Claro, los hay peores todavía. Estoy pensando en los que no se lavan, en los que se dejan la barba y visten sucios y raros trajes.

Poirot dijo, animoso:

—Por Dios, señora. No dé tanta importancia a esas cosas. Las tonterías de la primera edad acaban quedándose atrás.

—Eso espero. De todos modos, Norma es una chica auténticamente difícil de gobernar. Yo opino que no está muy bien de la cabeza. ¡Es un carácter tan especial! Sus aversiones, sus antipatías…