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Las cosas siempre empeoraban antes de mejorar. Podía decirse que había encendido un fuego en el patío de los seanchan al destruir sus depósitos de provisiones a todo lo ancho del llano de Almoth y en Tarabon, así que no debía extrañarle ver que un ejército grande como aquél —al menos ciento cincuenta mil hombres— se presentara para sofocar ese incendio. Demostraba cierto grado de respeto. Esos invasores seanchan no lo subestimaban, no. Ojalá lo hicieran.

Ituralde movió el visor para estudiar un grupo de jinetes de la fuerza seanchan. Cabalgaban en parejas, y una mujer de cada par vestía de gris, mientras que el atuendo de la otra era en rojo y azul. Estaban demasiado lejos —incluso con el visor— para distinguir los bordados en forma de rayos de los vestidos rojos y azules, y tampoco veía las cadenas que las unían entre sí, pero sabía lo que eran. Damane y sul’dam.

En ese ejército había cien parejas como poco, probablemente más. Como si con eso no fuera suficiente, divisaba en lo alto una de las bestias voladoras que, dirigida por su jinete, se acercaba para dejar caer un mensaje al general. Teniendo esas criaturas para transportar a los exploradores, el ejército seanchan contaba con una ventaja sin precedentes. Ituralde habría cambiado diez mil soldados por una de esas bestias voladoras. Otros comandantes habrían preferido las damane, con su habilidad para lanzar rayos y hacer estallar la tierra, pero las batallas —al igual que las guerras— a menudo se ganaban tanto por la información como por las armas.

Por supuesto, los seanchan también tenían mejores armas, al igual que mejores exploradores. Y también tenían tropas superiores. Ituralde se sentía orgulloso de sus domani, pero muchos de sus hombres no estaban bien entrenados o eran demasiado viejos para luchar. Casi se incluía a sí mismo en ese último grupo, ya que los años empezaban a pesarle como ladrillos amontonados encima; no obstante, ni siquiera se planteaba el retiro. De muchacho, a menudo había experimentado una sensación de urgencia, la preocupación de que cuando llegara a la mayoría de edad todas las grandes batallas hubieran terminado, de que toda la gloria estuviera ganada.

A veces envidiada la necedad de los muchachos.

—Marchan a buen paso, Rodel —dijo Lidrin. Era un joven con una cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de la cara y que lucía un fino bigote a la moda—. Están muy deseosos de apoderarse de esa ciudad.

A Lidrin no se le había hecho la prueba como oficial antes de que la campaña actual empezara, pero ahora ya era un veterano. Aunque Ituralde y sus tropas habían ganado casi todos los enfrentamientos tenidos con los seanchan, Lidrin había visto caer a tres de sus compañeros oficiales, el pobre Jaalam Nishur entre ellos. De sus muertes, Lidrin había aprendido una de las lecciones más amargas del arte de la guerra: la victoria no significa necesariamente que uno esté vivo para celebrarla.

Lidrin no llevaba el uniforme de rigor, como tampoco lo llevaba Ituralde ni ninguno de los hombres que lo acompañaban. Esos uniformes hacían falta en otra parte, lo cual los dejaba con un ajado atuendo compuesto de sencillas chaquetas y pantalones marrones, la mayoría prestados o comprados a los lugareños.

Ituralde alzó otra vez el visor mientras pensaba en el comentario de Lidrin. Era cierto que los seanchan se movían con celeridad; planeaban apoderarse de Darluna cuanto antes. Eran conscientes de la ventaja que eso representaría, porque el ejército seanchan era un adversario listo y le había devuelto a Ituralde la emoción que creía haber dejado atrás hacía años.

—Sí, avanzan deprisa —convino—. Sin embargo, ¿qué harías tú, Lidrin? Una fuerza enemiga de doscientos mil hombres detrás de ti, y otra de ciento cincuenta mil por delante. Con adversarios por todas partes, ¿harías que tus hombres marcharan un poquito más forzados de lo debido si supieras que encontrarías refugio al final?

Lidrin no respondió. Ituralde desvió el visor para examinar campos repletos de campesinos dedicados a la siembra de primavera. En esta región, Darluna se consideraban una gran ciudad; en el oeste no había ninguna equiparable a las grandes urbes del este y del sur, por supuesto, por mucho que a la gente de Tanchico o de Falme le gustara pensar lo contrario. Aun así, Darluna estaba protegida por una maciza muralla de granito con sus buenos veinte pies de altura; no tenía nada de bonita, pero era una muralla sólida y rodeaba una ciudad lo bastante grande para dejar boquiabierto a cualquier chico lugareño. En su juventud, Ituralde la habría descrito como grandiosa. Eso había sido antes de ir a Tar Valon a luchar contra los Aiel.

En cualquier caso, era la mejor fortificación que había en la zona, y a buen seguro que los comandantes seanchan lo sabían. Podrían haber elegido hacerse fuertes en lo alto de una colina; combatir rodeados habría puesto a pleno rendimiento a esas damane. Sin embargo, eso no sólo habría acabado con la opción de una retirada, sino que los habría dejado con poquísimas posibilidades de abastecerse. Una ciudad tendría pozos y, tal vez, parte de los productos almacenados para el invierno dentro de las murallas. Y Darluna, que había tenido que desplazar a su guarnición a otra parte, era muy pequeña para que ofreciera una resistencia seria…

Ituralde bajó el visor de lentes. No necesitaba observar lo que ocurría al llegar los exploradores seanchan a la ciudad y demandar que abrieran las puertas a la fuerza invasora. Cerró los ojos, a la espera. A su lado, Lidrin exhaló un quedo suspiro.

—No se han dado cuenta —susurró el joven oficial—. ¡Suben con el grueso de sus fuerzas hacia las murallas, convencidos de que los van a dejar pasar!

—Da la orden —contestó Ituralde, que abrió los ojos.

Había un problema con unos exploradores superiores como los voladores de raken. Cuando uno tenía acceso a una herramienta tan útil, se tenía la tendencia a confiar plenamente en ella, y de ese tipo de confianza el adversario podía sacar provecho.

En la distancia, los «campesinos» de los campos arrojaron a un lado las herramientas y sacaron arcos ocultos en los surcos de la tierra. Las puertas de la ciudad se abrieron y dejaron a la vista soldados escondidos dentro, unos soldados que los raken seanchan habían informado que se encontraban a cuatro días de distancia a caballo.

Ituralde alzó el visor de lentes. La batalla empezó.

Los dedos del Profeta arañaron la tierra, abrieron surcos mientras el hombre trepaba a trompicones hacia lo alto de la colina arbolada. Sus seguidores lo seguían un poco rezagados. ¡Tan pocos! Pero él volvería a reconstruirlo todo. La gloria del Dragón Renacido lo seguía, y fuera donde fuera encontraría almas bien dispuestas, las de aquellos cuyos corazones eran puros y ardían en deseos de destruir a la Sombra.

¡Sí! ¡Nada de pensar en el pasado, sino en el futuro, cuando el lord Dragón gobernara todas las tierras! Cuando los hombres sólo estuvieran sometidos a él; y al Profeta que estaba detrás de él. Esos días serían gloriosos, oh, sí; días en que nadie osaría mofarse del Profeta ni objetaría su voluntad; días en que el Profeta no tendría que sufrir la indignidad de vivir cerca del mismísimo campamento de un Engendro de la Sombra como era ese ser, Aybara. Días gloriosos. Se acercaban los días gloriosos.

Le costaba trabajo mantener en la mente esas glorias futuras. El mundo que lo rodeaba era sucio; los hombres negaban al Dragón y buscaban a la Sombra. Incluso sus propios seguidores. ¡Sí! Por eso debía de haber caído; ésa debía de ser la razón de que murieran tantos en el asalto a la ciudad de Malden y de los Amigos Siniestros Aiel.

El Profeta había estado plenamente convencido, había dado por hecho que el Dragón protegería a los suyos, que los conduciría a una grandiosa victoria, y entonces el Profeta por fin habría hecho realidad su deseo: ¡Matar a Perrin Aybara con sus propias manos! Retorcerle con los dedos ese grueso cuello de toro. Inhaló y exhaló mientras examinaba el terreno a su alrededor y oía el sonido de sus pocos seguidores supervivientes que trepaban detrás de él. El dosel de los árboles era denso y entraba muy poca luz del sol a través de las copas. Luz. Luz radiante.