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El Dragón se le había aparecido la noche anterior al ataque. ¡Había aparecido en toda su gloria, una figura de luz que brillaba en el aire, vestida con ropas relucientes! ¡Mata a Perrin Aybara! ¡Mátalo!, le había ordenado el Dragón. Y por ello el Profeta había encargado la tarea a su mejor instrumento, el querido amigo del propio Aybara. Aram había muerto. Sus hombres se lo habían confirmado. ¡Qué tragedia! ¿Era por eso por lo que no habían prosperado sus planes? ¿Era ésa la razón por la que de sus miles de seguidores ahora sólo le quedaba un mísero puñado? ¡No, no! Debían de haberse puesto en su contra, rindiendo culto a la Sombra en secreto. ¡Aram era un Amigo Siniestro! Por eso había fracasado.

El primero de sus seguidores —magullado, sucio, ensangrentado, exhausto— llegó a lo alto de la cima. Vestían ropas gastadas, ropas que no los destacaban por encima de los demás; las ropas de la simplicidad y la probidad.

El Profeta los contó: menos de un centenar. Qué pocos. Ese maldito bosque estaba tan oscuro a pesar de la luz del día… Los gruesos troncos crecían pegados unos a otros y el cielo, allá arriba, se había oscurecido al encapotarlo las nubes. La maleza de monte bajo, con arbustos de fino ramaje de puntas filosas, se enmarañaba y formaba una barrera casi artificial, y esos matojos arañaban la piel como si fueran garras.

Con esa maleza y el empinado terraplén el ejército no podría seguirlos por allí. Aunque había escapado del campamento de Aybara hacía apenas una hora, ya se sentía a salvo; irían al norte, donde Aybara y sus Amigos Siniestros no los encontrarían. Allí reconstruiría su grey; si se había quedado con Aybara era sólo porque sus propios seguidores eran lo bastante numerosos y fuertes para mantener alejados a los Amigos Siniestros que Aybara tenía a sus órdenes.

Sus amados seguidores; hombres valientes y fieles, del primero al último. Lloró su pérdida y musitó una plegaria con la cabeza inclinada. Los que quedaban se reunieron con él; estaban rendidos, pero la luz del ardiente fervor les brillaba en los ojos. Todo aquel que era débil o carecía de dedicación había huido o había acabado muerto hacía mucho tiempo. Estos eran los mejores, los más fuertes, los más fieles. Todos ellos habían matado a muchos Amigos Siniestros en nombre del Dragón Renacido.

Con ellos reconstruiría su grey, pero antes tenía que huir de Aybara, porque ahora se sentía demasiado débil para hacerle frente. Sin embargo, más adelante lo mataría. Sí, sí… Los dedos en ese cuello… Sí…

El Profeta recordó los días en que lo conocían por otro nombre, Masema. Esos tiempos se estaban haciendo muy borrosos para él, como recuerdos de una vida anterior. Naturalmente, igual que todos los hombres renacían en el Entramado, también Masema había renacido, había desechado su profana vida anterior y se había convertido en el Profeta.

El último de sus seguidores se reunió con él en la cara del repecho. Escupió a los pies de todos ellos; le habían fallado, cobardes. ¡Tendrían que haber luchado mejor! Tendría que haber estado a su alcance conquistar esa ciudad.

Giró hacia el norte y siguió adelante. El paisaje empezaba a serle conocido, aunque no tenían nada parecido en las Tierras Fronterizas. Subirían a las tierras altas y después cruzarían y entrarían en el llano de Almoth. Allí había Juramentados del Dragón, seguidores del Profeta a pesar de que muchos no lo conocían. Allí reconstruiría todo con rapidez.

Se abrió paso entre un rodal de maleza oscura y accedió a un pequeño claro. Sus hombres se apresuraron a ir tras él; pronto necesitarían comida y tendría que mandarlos a cazar. Pero nada de lumbres; no podían correr el riesgo de alertar…

—Hola, Masema —dijo una voz queda.

Lanzó una maldición al tiempo que giraba sobre sí mismo, mientras sus seguidores se amontonaban a su alrededor y sacaban las armas, ya fueran espadas, cuchillos, varas de combate o alguna media pica. El Profeta recorrió con la vista el claro a la tenue luz de la tarde para buscar a la persona que había hablado. La vio de pie en un pequeño afloramiento rocoso que había a poca distancia, una mujer con una prominente nariz saldaenina, los ojos ligeramente rasgados y el cabello negro cortado a la altura de los hombros. Vestía de verde, con falda pantalón para cabalgar, y estaba con los brazos cruzados.

Faile Aybara, esposa del Engendro de la Sombra, Perrin Aybara.

—¡Prendedla! —gritó el Profeta, señalándola.

Varios de sus seguidores se abalanzaron hacia ella con precipitación, pero la mayoría vaciló. Habían visto algo que a él le había pasado inadvertido: sombras en el bosque detrás de la esposa de Aybara, en un semicírculo; eran formas de hombres que sostenían arcos apuntados hacia el claro.

Faile hizo un gesto brusco con la mano, y las flechas volaron por el aire. Los seguidores que corrían a cumplir la orden del Profeta fueron los primeros en caer con gritos que resonaron en el silencioso bosque, antes de desplomarse en la tierra de marga. El Profeta aulló como si todas aquellas flechas atravesaran su propio corazón. ¡Sus amados seguidores! ¡Sus amigos! ¡Sus queridos hermanos!

Una flecha lo golpeó y lo lanzó hacia atrás, tirándolo al suelo. A su alrededor los hombres morían, igual que había pasado horas antes. ¿Por qué, por qué no los había protegido el Dragón? ¿Por qué? De pronto, revivió el horror de todo lo ocurrido, el terror debilitante de ver caer a sus hombres en oleadas, de verlos morir a manos de esos Amigos Siniestros Aiel.

Era culpa de Perrin Aybara. ¡Si se hubiera dado cuenta antes, en los primeros tiempos, antes incluso de reconocer al lord Dragón por quien era realmente!

—Es culpa mía —musitó el Profeta, mientras moría el último de sus seguidores.

Había hecho falta acribillar a algunos con varias flechas para pararlos.

Eso lo hizo sentirse orgulloso. Despacio, no sin esfuerzo, se puso de pie otra vez con la mano en el hombro por el que asomaba el astil de la flecha. Había perdido demasiada sangre; mareado, cayó de rodillas.

Faile bajó de las rocas y entró en el claro. Dos mujeres vestidas con pantalón la siguieron; parecían preocupadas, pero Faile hizo caso omiso de sus protestas para que se quedara atrás. Caminó directamente hacia el Profeta y después desenvainó el cuchillo que llevaba en el cinturón. Era una hoja fina con una empuñadura moldeada a semejanza de una cabeza de lobo. Eso estaba bien; al mirarla, el Profeta recordó el día en que ganó su propia arma; el día en que su padre se la dio.

—Gracias por ayudar en el asalto a Malden, Masema—dijo Faile, que se paró justo delante de él.

A continuación, impulsó el brazo hacia arriba y le incrustó el cuchillo en el corazón. Él cayó al suelo de espaldas y sintió en el pecho la calidez de su propia sangre.

—A veces una esposa ha de hacer lo que su marido no puede —oyó que Faile les decía a las otras mujeres; los párpados le aletearon, en un intento de cerrarse—. Lo que hemos hecho hoy es terrible, pero necesario. Que nadie le diga una palabra de esto a mi marido. Nunca debe saber lo que ha pasado aquí.

La voz se fue perdiendo a lo lejos. El Profeta cayó.

Masema. Ése era su nombre. Se había ganado su espada en su decimoquinto cumpleaños. Su padre estaba tan orgulloso de él…

«Se acabó, pues —pensó—. ¿Lo hice bien, padre, o fracasé?» Incapaz de mantener los ojos abiertos, los cerró y fue como si cayera en un vacío interminable.

No hubo respuesta. Se fundió con el vacío y se hundió en un infinito mar de negrura.

1

Las Lágrimas del acero