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La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene en mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento alrededor de la torre alabastrina llamada la Torre Blanca. El viento no fue un inicio, pues no existen ni comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.

El viento rodeó la magnífica Torre rozando los sillares ajustados a la perfección y haciendo tremolar los majestuosos estandartes. El edificio resultaba grácil y poderoso a la vez; quizás era una metáfora de quienes lo habitaban desde hacía más de tres mil años. Mirando la Torre, serían muy pocos los que imaginarían que en el fondo, en su propia esencia, estaba rota y corrupta. Dividida.

El viento sopló y pasó por una ciudad que más parecía una obra de arte que una capital normal y corriente. Todos y cada uno de los edificios eran una maravilla; incluso las simples fachadas de granito de las tiendas eran producto del trabajo meticuloso de unas manos Ogier para evocar gracia y belleza. Aquí, una cúpula sugería la forma de un sol naciente; allá, los surtidores de una fuente en el tejado de un edificio aparentaban dos olas que chocaban. En una calle empedrada con adoquines se alzaba un par de edificios de tres plantas situados enfrente el uno del otro, ambos construidos en forma de doncella; estas creaciones de mármol —mitad estatua, mitad vivienda— tendían las manos la una hacia la otra como para saludarse, con las melenas ondeando hacia atrás, inmóviles y, sin embargo, talladas con tal delicadeza que hasta el último cabello daba la impresión de ondular al paso del viento.

Las calles en sí eran mucho menos imponentes; sí, claro que se habían proyectado con esmero para que irradiaran desde la Torre Blanca como rayos de sol; no obstante, esos haces luminosos estaban deslustrados por la suciedad y la basura amontonada, indicios del hacinamiento ocasionado por el asedio. Y tal vez la aglomeración no fuera la única razón del deterioro. Hacía mucho tiempo que no se limpiaban ni se adecentaban los letreros y los toldos de las fachadas de las tiendas; montones de desperdicios, que se pudrían en los callejones donde los habían arrojado, atraían a moscas y ratas, pero ahuyentaban a todos los demás seres. Peligrosos rufianes holgazaneaban en las esquinas de las calles, cosa que en otros tiempos no habrían osado hacer, y aún menos con tanta arrogancia.

¿Dónde estaba la ley de la Torre Blanca? Los jóvenes necios se reían y afirmaban que los problemas de la urbe eran por culpa del asedio, y que las cosas volverían a su cauce una vez que se sofocara la insurrección de las rebeldes. Los hombres mayores sacudían la cabeza encanecida y murmuraban que las cosas nunca habían ido tan mal, ni siquiera durante el cerco al que los salvajes Aiel habían sometido a Tar Valon unos veinte años atrás.

Por su parte, los mercaderes hacían caso omiso de las opiniones de jóvenes y viejos; tenían sus propios problemas, el principal de ellos en Puerto del Sur, donde el comercio de la ciudad a través del río casi había cesado por completo. Supervisados por una Aes Sedai que llevaba el chal con flecos rojos y que se valía del Poder Único para quitar salvaguardias y debilitar la piedra, trabajadores de recios torsos se afanaban en partir la roca y acarrearla a otro lugar.

Los obreros llevaban recogidas las mangas de las camisas dejando al aire los fornidos antebrazos mientras manejaban pico o martillo para golpear las antiquísimas piedras; el sudor les goteaba en su brega por extraer los anclajes de la cadena que cerraba el paso a la ciudad por el río y caía en la piedra o al agua. En la actualidad, la mitad de esa cadena era de indestructible cuendillar o, como algunos lo llamaban, piedra del corazón. El esfuerzo para liberarla y así permitir el acceso a la ciudad era agotador; la obra de sillería del puerto —magnífica y resistente, moldeada con el Poder— sólo era uno de los daños más evidentes acaecidos en la guerra silenciosa entre las Aes Sedai rebeldes y las que ocupaban la Torre.

El viento sopló por el puerto, donde los desocupados mozos de cuerda observaban a los obreros que arrancaban las piedras una a una, trozo a trozo, dejando caer al agua partículas de polvo blanco grisáceo. Los muy avispados —o quizá los muy simples— susurraban que tales portentos sólo podían significar una cosa: que el Tarmon Gai’don, la Última Batalla, debía de estar a punto de llegar.

El viento se alejó de los muelles y pasó por encima de los blancos muros defensivos conocidos como las Murallas Resplandecientes; al menos allí había limpieza y diligencia en los miembros de la Guardia de la Torre, que vigilaban atentos, arco en mano. Los arqueros, que iban bien afeitados y vestían tabardos blancos, sin rastro de manchas ni roces por el uso, vigilaban desde los parapetos con la peligrosa presteza de una serpiente lista para atacar. Esos soldados no tenían la menor intención de permitir que Tar Valon cayera mientras ellos estuvieran de servicio; Tar Valon había rechazado a todos sus enemigos. Los trollocs habían abierto brecha en las murallas, pero los habían derrotado en la ciudad; Artur Hawkwing había fracasado en su intento de tomar la urbe; ni siquiera los Aiel de rostro velado, que habían causado estragos en la comarca durante la Guerra de Aiel, habían llegado a tomar la ciudad. Muchos lo consideraron una gran victoria, pero otros se preguntaron qué habría ocurrido si los Aiel hubieran querido realmente entrar en la urbe.

El viento pasó sobre el brazo occidental del rio Erinin, dejó atrás la ciudad de Tar Valon y, a la derecha, el puente de Alindaer, que se alzaba imponente, como retando a cualquier enemigo a cruzarlo y morir. Pasado el puente, el viento entró en Alindaer, uno de los muchos pueblos próximos a Tar Valon; era una población casi deshabitada, ya que las familias habían huido por el puente para refugiarse en la ciudad. El enemigo había aparecido de súbito, sin previo aviso, como arrastrado por una ventisca, aunque muy pocos se cuestionaron lo ocurrido. Ese ejército rebelde estaba encabezado por Aes Sedai, y quienes vivían a la sombra de la Torre Blanca rara vez daban por sentado lo que las Aes Sedai podían o no podían hacer.

El ejército rebelde estaba preparado, pero no parecía decidido a actuar; con un contingente de más de cincuenta mil hombres, se hallaba acampado en un inmenso anillo de tiendas que rodeaba otro campamento más pequeño en el que se encontraban las Aes Sedai. Había un perímetro muy controlado entre el campamento interior y el exterior, un perímetro que desde hacía poco tenía como fin principal la exclusión de los hombres, en especial aquellos con capacidad para encauzar saidin.

El funcionamiento del campamento le daba tal aire de vida cotidiana que cualquiera habría pensado que las rebeldes pensaban establecerse allí de manera permanente. Mujeres de blanco iban y venían con premura de un sitio para otro; algunas llevaban el atuendo convencional de las novicias, mientras que los de otras eran meras aproximaciones. Al observarlas con más atención se advertía que muchas de esas mujeres distaban mucho de ser jóvenes; de hecho, algunas ya peinaban canas. No obstante, se las trataba con el término habitual, «pequeña», y eran obedientes a la hora de realizar tareas como lavar ropa, sacudir alfombras y restregar tiendas bajo la supervisión de serenas Aes Sedai. Y si bien dichas Aes Sedai echaban miradas de reojo al esbelto perfil de la Torre Blanca con más frecuencia de lo que sería normal, quien supusiera que se sentían incómodas o nerviosas se equivocaría. Las Aes Sedai no perdían el control. Nunca. Ni siquiera en un momento como el presente, tras sufrir una derrota imborrable: la captura y posterior reclusión en la Torre Blanca de Egwene al’Vere, la Sede Amyrlin rebelde.

El viento agitó unos cuantos vestidos, tiró algunas prendas lavadas de los tendederos y después continuó hacia el oeste con precipitación; dejó atrás el encumbrado Monte del Dragón y su ápice truncado y humeante, rebasó las Colinas Negras y cruzó a través de los anchurosos pastos de Caralain. Allí, al abrigo de las sombras proyectadas por salientes rocosos o junto a los contados agrupamientos de acacias negras, todavía se conservaban parches de nieve. Llegaba la época de la primavera con los brotes nuevos asomando a través de los matojos de hierba seca y las yemas apuntando en las delgadas ramas de los sauces, pero eran muy pocos los que había a la vista. La tierra seguía aletargada, como a la espera, con la respiración contenida; el calor anormal del otoño pasado se había prolongado hasta bien entrado el invierno y provocó una sequía que pareció achicharrar la tierra y la vida en todas las plantas excepto las más vigorosas. Cuando el invierno llegó por fin, lo hizo con tempestades de hielo, nieve y escarcha, y se prolongó más de lo debido. Ahora que por fin el frío había remitido, los desperdigados granjeros buscaban en vano un atisbo de esperanza.