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El viento sopló sobre la agostada hierba del invierno y sacudió árboles de ramas aún desnudas. Al oeste, cuando se aproximaba a la tierra llamada Arad Doman —colinas crestadas y picos bajos—, algo chocó de pronto contra él, algo invisible, algo engendrado en la lejana oscuridad que se alzaba en el norte. Algo que se desplazaba contra el flujo y las corrientes naturales del aire. El viento quedó consumido por ese algo con una violenta vaharada que lo desplazó hacia el sur, a través de picos bajos y altozanos parduscos hasta una aislada casa de campo construida con troncos, emplazada entre colinas pobladas de pinos en la zona oriental de Arad Doman. El viento sopló entre la casa y las tiendas instaladas en un prado ancho y despejado que había delante, sacudió las agujas de pino y zarandeó las tiendas.

Rand al’Thor, el Dragón Renacido, se encontraba de pie ante una ventana abierta de la casa y observaba el exterior con las manos cruzadas a la espalda. Todavía pensaba en ellas así, en plural, aunque sabía que sólo tenía una; el brazo izquierdo acababa en un muñón. Al rozarse con los dedos de la mano ilesa, Rand notaba la suave piel curada con saidar, aunque aún tenía la sensación de que podía tocarse la mano perdida.

«Acero —pensó—. Soy acero. La pérdida de la mano es algo que ya no tiene arreglo, de modo que sigo adelante».

El edificio —una estructura de gruesos troncos de pino y cedro, del estilo preferido por los domani acaudalados— gimió y se acomodó al viento; un viento en el que algo olía a carne podrida, si bien no era un olor insólito en la actualidad porque la carne se estropeaba sin previo aviso, a veces cuando apenas hacía unos minutos que se había sacrificado al animal. Salarla o secarla no servía de nada. Era la mano del Oscuro, que cada día se notaba más. ¿Cuánto tardaría en volverse insoportable ese olor, tan aceitoso y nauseabundo como la mácula que antes contaminaba el saidin, la mitad masculina del Poder Único?

El cuarto en el que Rand se encontraba era ancho y largo, la pared exterior hecha con gruesos troncos mientras que las otras eran de tableros de pino que aún conservaban un ligero aroma a savia y tintura. La estancia tenía pocos enseres: una alfombra de pieles, un par de antiguas espadas cruzadas encima de la chimenea, muebles de madera con algunos trozos de corteza sin quitar. Toda la decoración tenía el propósito de mostrar que aquélla era una casa ideal en el bosque, lejos del ajetreo de las grandes ciudades. Nada que ver con una cabaña, por supuesto; era demasiado grande y demasiado espléndida para pasar por tal. Más bien era un lugar de retiro.

—Rand… —llamó una voz suave.

Él no se volvió, pero notó los dedos de Min rozarle el brazo y, un instante después, la joven le ciñó la cintura y le apoyó la cabeza en el brazo; Rand percibió la preocupación de Min a través del vínculo que compartían.

«Acero», repitió para sus adentros.

—Sé que no te gusta… —empezó Min.

—Las ramas —la interrumpió él, y señaló hacia la ventana—. ¿Ves esos pinos, al lado mismo del campamento de Bashere?

—Sí, Rand, pero…

—Se mueven en dirección contraria —la interrumpió de nuevo.

Min vaciló y, aunque no hubo en ella una reacción física, el vínculo que compartían los dos le transmitió a Rand un aguijonazo de alarma. Desde su ventana, situada en la planta alta de la casa, se veían las banderas que flameaban por encima del campamento: la Enseña de la Luz y el Estandarte del Dragón por Rand, y otra mucho más pequeña, con tres florecillas rojas llamadas realillos sobre campo azul, que indicaba la presencia de la casa Bashere. Las tres banderas ondeaban orgullosas al viento, pero al lado de los estandartes las agujas de los pinos se movían en dirección opuesta.

—El Oscuro rebulle, Min.

Que esas corrientes de aire soplaran en direcciones contrarias casi lo podría interpretar como su influencia ta’veren, pero los efectos que desataba esa condición de su naturaleza siempre eran cosas posibles. Sin embargo, ¿que el viento soplara en direcciones opuestas a la vez? Sea como fuere, Rand notaba que el movimiento de los pinos no era normal a pesar de que le costara trabajo distinguir las agujas en sí; no tenía tan buena vista como antes de que tuviera lugar el ataque en aquel día que perdió la mano. Era como si… Como si mirara a través del agua y viera las cosas distorsionadas; no obstante, aunque despacio, iba mejorando.

Aquel edificio era uno más en una larga lista de casas solariegas, predios y otros escondites aislados que Rand había utilizado durante las últimas semanas, a raíz de la fallida reunión con Semirhage. De ser por él, no habrían dejado de moverse, de saltar de un emplazamiento a otro, porque quería disponer de tiempo para pensar, para reflexionar y, con suerte, para desorientar a los enemigos que seguramente lo buscaban. Lástima que la mansión de lord Algarin, en Tear, estuviera comprometida; habría sido un buen lugar en el que estar. Sin embargo, él tenía que seguir yendo de un lado para otro.

Abajo, los saldaeninos de Bashere habían instalado el campamento en el prado de la finca, un espacio de terreno herboso y despejado que había frente a la fachada de la casa y que delimitaban filas de arbustos y árboles. Antes incluso de que llegara el ejército no estaba verde, sino cubierto de hierba agostada, paja de invierno entre la que asomaban, vacilantes, algunos brotes nuevos; brotes de aspecto enfermizo y amarillento, ahora pisoteados por cascos de caballos y botas de jinetes.

Las tiendas cubrían el prado y, vistas desde su posición en la segunda planta de la casa, las ordenadas hileras de tiendas pequeñas y picudas le recordaban a Rand los escaques de un tablero de guijas. Los soldados habían reparado en la peculiaridad del viento y algunos señalaban hacia arriba mientras que otros no alzaban la cabeza de sus quehaceres, ya fuera bruñir la armadura, llevar cubos de agua a las hileras de caballos atados o afilar la espada o la punta de la lanza. Por lo menos esta vez no se trataba de muertos que caminaban; hasta el hombre más animoso perdía la entereza al ver a los espíritus alzarse de sus tumbas, y Rand necesitaba que su ejército tuviera fuerza y arrojo.

Necesidad. Ya no era lo que Rand quería o deseaba; todo lo que hacía estaba enfocado en la necesidad, y lo que más necesitaba eran las vidas de quienes lo seguían: soldados que lucharan, que murieran, que preparan al mundo para la Última Batalla. El Tarmon Gai’don se acercaba, y lo que Rand necesitaba era que todos ellos estuvieran lo bastante fuertes para alzarse con la victoria.

En el extremo izquierdo del prado, corriendo al pie de la pequeña colina en la que descansaba la mansión, un arroyo serpenteante surcaba el terreno salpicado de varas amarillentas de carrizo y robles chaparros en los que aún no apuntaban brotes nuevos. Que el caudal de la corriente era reducido no tenía discusión, pero servía para abastecer de agua dulce al ejército.